Pedro Sanz

relato

Eugenio Torralba: El soriano más famoso

Creo no errar si afirmo que Eugenio Torralba —“il dottor” como le llamaban sus coetáneos romanos— es el soriano más famoso de nuestra historia moderna. También supongo que  para muchos resultará un perfecto desconocido, tal vez por el final amargo y oscuro en que se vio envuelto durante los últimos años de su vida gracias a la Inquisición que marchitaba cuanto tocaba, como le sucedió a nuestro paisano después de haber estado en la cúspide de la gloria. De este olvido trataron de sacarle con mayor o menor acierto autores tan notables como Cervantes que lo pone de ejemplo en el capítulo XLI de la segunda parte del Quijote, don Marcelino Menéndez y Pelayo que lo cita en su Historia de los Heterodoxos españoles, el asturiano Campoamor con su poema en ocho cantos El licenciado Torralba, Caro Baroja en “La magia en Castilla en los siglos XVI-XVII” y, últimamente, una interesante biografía historiada del escritor navarro Eduardo Gil.

Digo que su fama fue grandísima y para muestra, un botón: ¿Acaso no fue él quien tuvo en vilo a media España con el anuncio del inminente “saco de Roma”, acontecimiento que se confirmó una semana más tarde cuando un correo trajo la noticia de que las tropas del condestable de Borbón habían hecho prisionero al veleidoso papa Clemente VII en su castillo de Sant’Angelo?; ¿o cuando toda la corte andaba expectante ante el próximo parto de la emperatriz doña Isabel de Portugal y él la tranquilizó anunciando que el fruto de su vientre sería un varón que llevaría por nombre Felipe? En resumidas cuentas, se codeó con lo más granado de la aristocracia romana asistiendo a cardenales, duques y marquesas como médico y adivino, fue fiel servidor de los Borja antes de que italianizaran su apellido y conocido de personalidades como Miguel Ángel, Da Vinci, Erasmo, Ariosto…

Su nombre llegó a ser tan importante en ciudades como Roma o Florencia que con sólo decir “il dottor” todo el mundo sabía que se trataba de Torralba, hombre de pequeña estatura, ojos sagaces y aire desgarbado, hijo del administrador del duque de Medinaceli, Martín Torralba, pariente lejano del Almirante de Castilla don Fadrique, que había nacido en Deza en el año de gracia de 1455, pueblo soriano en la raya de Aragón que todavía goza de los restos de un castillo moro con sus adarves desmochados y su rica huerta.

El joven Torralba andaba estudiando en Salamanca medicina y teología cuando su señor, el duque de Medinaceli, se lo presentó al cardenal Borja en 1473 y decidió acompañarle de vuelta a Roma, donde supuso que encontraría mejor camino para medrar al calor del poder terrenal del papado, mucho más salutífero que las oscuras cuevas y tabernas salmantinas de la época.  Embarcaron en Valencia y sus sueños casi se van a pique por culpa de un temporal que se desató a la altura de Elba en que naufragaron dos naos que les acompañaban y de la tercera, justo en la que iba Torralba, tan sólo se pudieron salvar los más allegados al cardenal: Eugenio entre ellos.

Pronto entra al servicio de Pietro Riario —sobrino del Papa— que enseguida intuyó el gran provecho que podía sacar del joven soriano por la innata cualidad que gozaba de pronosticar el futuro, para que le guiara en sus aspiraciones a alcanzar el trono pontificio. Esta cualidad de predecir se la debía a su “ángel” Zequiel, un espíritu bueno, donación generosa de fray Pedro, un fraile dominico que se lo traspasó en pago por curarle unas purgaciones rebeldes. Zequiel aceptó el cambio de dueño convirtiéndose en su inseparable compañero de viaje siendo la causa de sus éxitos más sonoros y, desgraciadamente, de su perdición.

Ya asentado en Italia, decide ir a la universidad de Ferrara para completar sus estudios de medicina, hebreo y cabalística. En la universidad más famosa de Europa consigue el título de “doctor in utraque medicina” lo que valió ser el médico particular de algunos nobles como el propio Pietro Riario o doña Eleonora de Aragón, dama  que le abrirá de par en par las puertas de los palacios más egregios de los Estados Pontificios jugando un papel muy similar al de su coetáneo Nostradamus (1503-1566) en la corte francesa de Catalina de Médicis.

Nostradamus

En Ferrera conocerá a un importante personaje español llamado Bernardino de Carvajal al que pronosticará que le aguardaba la silla de San Pedro si jugaba bien sus bazas, es decir, si manejaba con acierto los escudos de oro, la daga y el astramonio que eran los elementos que empedraban el camino para medrar en aquella sociedad corrupta —Roma veduta, fede perduta (vista Roma, perdida la fe), se decía en la época— y empezó por lograr del papa Inocencio III que nombrara “católicos” a sus majestades Isabel y Fernando de los que era digno embajador.

Su meteórica carrera como médico, astrólogo, adivino y nigromante alcanzan fama notable cuando predice el nacimiento del futuro duque de Mantua nada más ver a la joven Isabella d’Este. Fue cuando a Ariosto, tal vez corroído por la envidia, le faltó tiempo para incluir un personaje de moral dudosa en su obra “Il Negromante” cuyo protagonista representa a un judío expulsado de España que se dedica a estafar y embaucar a la gente…

Pero, sin duda, una de las tareas que más reconocimiento le dio como médico en la Roma del cinquecento fue la de sentar cátedra entre su clientela cardenalicia como sanador del llamado “morbus gaélicus” o “mal francés” que hoy decimos sífilis, profusamente extendido entre los miembros del Sacro Colegio y, aparentemente, sin remedio eficaz salvo las curas mercuriales.

Regresó a España en varias ocasiones; en 1487 vino a Deza para enterrar al duque de Medinaceli fallecido a causa de la peste. Y en 1526 torna definitivamente llamado por su amigo el médico Carrascón, de Tarazona, que se ocupó algún tiempo de Rodrigo Borja, el  que llegaría a ser Alejandro VI en 1492, para formar parte de la comitiva de la princesa Isabel de Portugal, futura esposa el Emperador Carlos V.

Justamente, durante su estancia en Valladolid aconteció lo del “saco de Roma” (6 de mayo de 1527) que él anunció a sus amigos ese mismo día. «¿Y cómo es posible que vuestra merced tenga noticia de semejantes sucesos estando aquí de cuerpo presente?», le preguntó su colega —y sin embargo enemigo— Diego de Zúñiga que le faltó tiempo para ir con el soplo a la Inquisición de que el doctor Torralba «volaba por los aires sobre una estaca ñudosa guiado por una nube de fuego»: justo lo que deseaba oír el inquisidor Ruesca de Cuenca, que ya había puesto los ojos en nuestros paisanos de Barahona(1) a los que acusó de brujería,  para encerrarle en las cárceles secretas del Santo Oficio.

El propio Torralba contó a sus reverencias que llegó volando a Roma y de esta forma fue testigo de las tropelías que los 18.000 lansquenetes del capitán Frundsberg cometieron en el Vaticano al tiempo que los soldados españoles se guardaban en la plaza Nona donde estuvo platicando con ellos un buen rato. Y que volaba incluso tan a ras de mar que podía tocar el agua con la mano…, y cómo el duque don Carlos de Borbón cayó mal herido de lo alto de una escala mientras exclamaba: «Virgen Santa, soy hombre muerto», y que unos soldados luteranos vistieron a un asno con los ornamentos sagrados y obligaron a un sacerdote a darle la comunión, siendo degollado acto seguido y arrojado al Tíber en un tonel… Y cómo el papa Clemente, presa del pánico, se refugió en Sant´Angelo con quinientos guardas suizos que le defendieron hasta que los españoles vinieron a poner un poco de orden en semejante destrozo.

De antiguo se tiene noticia de que hubo personas capaces de volar, incluso cofres volanderos: baste recordar el que hay a los pies de la Virgen de La Llana en Almenar propiedad del cautivo de Peroniel; o la venerable sor María Jesús de Ágreda que se trasladó de Soria a Nuevo México, Texas y Arizona más de 500 veces en nubes o asientos que le traían unos ángeles hermosísimos y rozagantes. O el cura Johannes de Bargota(2) que se iba de su pueblo en Logroño a Madrid para ver los toros gracias a unos diminutos espíritus llamados “mamur” que le permitían ir volando sobre unas nubecillas blancas…

Pero el inquisidor Ruesca no estaba para nubecillas de ningún color y mandó dar tormento a nuestro paisano a fin de que confesara la naturaleza de su ángel/demonio Zequiel y sus poderes adivinatorios. En este atolladero se vio metido durante cuatro años hasta que la intercesión de su lejano pariente don Fadrique Enríquez, Almirante de Castilla, ante el Inquisidor general don Alonso Manrique logró que le conmutase la pena de cuatro años que venía padeciendo en las cárceles inquisitoriales por abjurar de sus errores y llevar «sambenito». No hablar ni comunicar con su ángel Zequiel, ni dar oídos a lo que le dijese de propio movimiento, porque así le convenía para el bien de su alma y tranquilidad de su conciencia el 6 de marzo de 1531.

Eugenio Torralba ya no levantó cabeza. Malvivió durante unos años sumido en el desánimo y la miseria hasta morir en el olvido. Aprovechó para eclipsarse un día en que el cometa Halley cruzaba casualmente los cielos de Soria y nunca más se supo de él…

(1) Ver mi relato Susana, la bruja de Barahona

(2) Este detalle y otros vuelos de brujos y brujas se pueden ver en mi novela El resplandor de las hogueras

© Pedro Sanz Lallana 2006
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