Le
hizo una seña con el pulgar para que le rellenara el vaso. Victor, el Vicma,
torció la jeta y le recordó:
—Que con éste van tres, Parrita.
—Y a ti qué te importa
—le contestó con mal gesto —. Tú sirve y calla —el Vicma disimuló
como que no le había oído y enseguida volvimos a la conversación—.
Pues como te iba diciendo, el saber leer es lo más grande de esta vida.
Ni el dinero, ni las mujeres, ni el vino... —mientras iba contando
observé sus dedos cuarteados de mugre—; eso de poder abrir un libro y
enterarte de lo que pone, eso... no tiene precio. Y...
Volvió el Vicma con
una frasca de vino tinto y le llenó el vaso hasta los bordes. Se fijó en
que no me servía y me preguntó:
—¿Es que tú no bebes?
—No, gracias, paso.
Me miró con un poco de
compasión:
—Que aquí no estamos
jugando a las cartas, coño... ¡Bebe, que te invito!, —mientras me
palmeaba la espalda—. Y que con los libros no tienes tiempo de
aburrirte. Aunque sea la guía de teléfonos. Porque lo peor que puede
ocurrirte en la vida es no saber qué hacer con el tiempo muerto; te
reconcomes por dentro dándole vueltas a la cabeza: te lo digo yo que de
eso sé un rato.
Se aplicó el vaso a los
labios con toda la delicadeza de sus manos torpes y uñas negras. «Aggg,
qué bueno sabe este vinillo, ¿verdad? Calienta el estómago». Se
limpió los labios con el puño de la chaqueta.
—Después de los libros no
hay como el vino, chaval —y volvió a palmearme la espalda—. Ya ves
qué ironía: las dos cosas que más aprecio en este mundo y me fueron,
precisamente, prohibidas durante diez años... —me miró achinando los
ojos—: los que anduve preso —y arqueó la frente áspera de arrugas
como señalando sorpresa—. ¿Tú sabes lo que es un penal? No. ¡Qué
coño vas a saber si eres un crío! —Y dejó caer pesadamente la mano
sobre la mesa.
—Parrita
—le dije medio en broma para corregir su error—, que tengo veintiún
tacos.
—¿Y eso qué es? Nada. Un
chaval. ¿Y estudios?, ¿qué estudios tienes?
—Acabo de sacar las
oposiciones.
—¿De qué?
—De Magisterio.
—¡Contra! Ahora resulta
que eres maestro escuela como yo! ¡Chócala! —y me ofreció su mano
temblona, renegrida y aceitosa que yo estreché con un poco de aprensión.
Todas las mañanas lo
encontraba sentado en el banco de piedra que hay en la plaza junto al bar,
a esperar que el sol y el vino le caldearan el estómago lo suficiente
como para salir del letargo nocturno y empezar su ronda diaria de
pordiosero. Hacía años que andaba limosneando de puerta en puerta
sostenido por los vecinos y perseguido por los perros. Era don José,
alias el Parrita. Tenía la piel color humo, la calva cetrina, la
mirada triste y la ropa concienzudamente arruinada.
—Todavía conservo el
título de maestro que me dio el Ministerio de Instrucción Pública
firmado por el excelentísimo señor don Manuel Azaña —me dijo—. ¿Lo
quieres ver? Te lo voy a enseñar. Lo llevo siempre conmigo en un
canutillo de metal desde que salí de la trena. Gracias a que me lo
guardó una mujer... Espera.
—Deja, Parrita, no
te molestes.
—Pero si no es molestia,
¡ya ves! Espera. —Se puso a hurgar en el fondo de unas alforjas viejas
que escondían los restos de su biografía canalla, el baúl de sus
miserias—. ¿Tú sabes quién fue don Manuel Azaña? —me preguntó
mientras removía un amasijo de cachivaches.
—Sí, claro —le
respondí—: fue el presidente de la república...
—Ex-ce-len-tí-si-mo señor
presidente, joven —me corrigió recalcando las palabras—.
Excelentísimo..., no lo olvides. Pues ahí está su firma. ¿Y sabes por
qué lo mataron?
—¿Lo mataron? —le
pregunté sorprendido de su mala información—. Yo creía que se había
ido al exilio... —Parrita me interrumpió antes de que concluyera
la frase.
—¡Exactamente! Pues eso,
como si lo hubieran matado. Nos mataron a muchos, chaval, en aquel treinta
y seis —concluyó tajante—. Mírame —y se ahuecó los faldones de la
chaqueta para mostrarme un cuerpo enclenque cubierto de suciedad— a ver
si esto es vida. Nos mataron, de verdad.
Me fijé en su cara. Parecía
estar cincelada a golpe de desencantos; olivácea, con trazas de haber
sido arrastrada por todos los caminos de la indigencia y el abandono. Pero
mantenía un porte erguido, el gesto didáctico y amplio como el de los
maestros antiguos.
—¡Contra! No lo encuentro.
No sé dónde se habrá metido ese maldito título.
Rebuscaba con insistencia por
los rincones de las alforjas. Y empezó a sacar alguna de las ruinas que
almacenaba, sedimentos de una vida hecha de miseria y desamparo: cabos de
vela, un vaso de plástico rojo, un Lazarillo deslomado, iluminado
con lamparones de aceite, periódicos viejos que le servían de manta...
—Déjalo, Parrita,
que te creo.
Cesó en la búsqueda y tiró
con rabia las alforjas al suelo que sonaron como un cadáver al
desplomarse; luego se volvió hacia mí:
—¿Ya tienes plaza?
—Sí, en Soria capital, en
un colegio público.
—¿Colegio público los
llaman ahora? ¡Ya ves! Nosotros decíamos escuela —me corrigió con
ironía—. Y os dirán profesores ¿no?
—Sí, de EGB.
—¡Qué estupidez! —Se
rió con desgana—. ¿A quién se le pudo ocurrir semejante disparate?
—Supongo que al ministro de
turno.
—Y supones bien, porque
todos ellos no son más que un atajo de asnos. ¡Aaas-nooos! —reafirmó
la voz con sendos golpes de nudillos en la mesa. Luego se quedó mirando
al vacío, tomó el vaso y le dio un par de sorbos ruidosos.
Yo fui maestro en Deza
—añadió—. ¿Conoces el pueblo? Entonces era un villorrio
destartalado y en cuesta. Monte áspero, seco, pero con una pequeña vega
que traía de todo. Y una fuente abundante en la parte de arriba. Tomé
posesión en septiembre del treinta y cuatro —¡madre mía lo que ha
llovido!— , y estuve allí hasta que... hasta que la...
El Parrita se
quedó suspenso, cortado, recordando algo que le hacía perderse en el
tiempo, como si de pronto le hubieran abandonado las ideas, las palabras.
Le ayudé a salir de aquel atolladero:
—Hasta que llegó la
guerra, ¿no?
—Eso es, la guerra...
—reaccionó como si regresara de muy lejos—: no te puedes imaginar la
ilusión que tenía cuando llegué a aquella escuelita, ¡ya ves!, con sus
dos edificios y sus letreros en el dintel: Escuela de Niños - Escuela
de Niñas, levantados en pura roca sobre unas cuevas que servían de
bodega al tío Raimundo, con un patio trasero abierto a las eras, al
monte, a la vida. Cuando me dio la llave el alcalde y entré por primera
vez en aquellos sesenta metros cuadrados sembrados de mesas, bancos y
tinteros, me vino un olor a tarima recién fregada y a niño que no he
vuelto a sentir en toda mi vida.
Hizo una pausa. Se le
aborrascó la mirada y al fin exclamó:
¡Mi vida! Cómo lo iba a
sentir si nada más llegar al pueblo me la arruinaron los muy cabrones
—las palabras le salían lentas, feroces—. Tan sólo dos años me
duró la alegría en Deza. Pepita, la maestra de niñas, hizo que fueran
intensos, sin tregua, con un amor que me llegó así, sin verlo venir,
dividido entre ella y los muchachos, porque lo nuestro fue amor del bueno:
incluso llegamos a hacer planes para el futuro... ¡Ya ves! Después de
ella, ninguna más, ¿para qué? —se pasó la mano por la cara dando un
respingo. Luego se me acercó como si quisiera hacer una confidencia—:
Me sabía los nombres de todos los chavales y los reconocía por la voz...
Y las tardes de los jueves
íbamos de correría por el monte hasta un castillo que hay en lo alto de
un picacho: una vieja torre mora de vigía, y desde allí observábamos la
vega, espiábamos el vuelo de los abantos que pasaban a nuestros pies;
recogíamos plantas que examinábamos buscando sus nombres latinos en una
Enciclopedia... ¡qué te voy a decir!: yo era maestro las veinticuatro
horas del día. Pero todo se me fue al carajo por la maldita guerra.
Se hizo entre nosotros un
silencio de ésos que dicen pasa un ángel. Parrita aprovechó para
dar otro tiento al vaso que lo dejó prácticamente vacío. «Aggg, esto
sí que está bueno, ¿eh?»
—Me acusaron de rojo. ¡Ya
ves! A mí, por decir que nuestra madre era la república, que nos
alimentaba, protegía y daba los medios para hacernos hombres de provecho.
Y que esa bandera tricolor que había colgada a la entrada era la nuestra
y se le debía un respeto... ¡Ahí tienes mi delito: hablar de respeto!
—Hizo otra pausa y apuró las dos gotas que quedaban en el fondo del
vaso—. ¿Sabes tú de qué color es la bandera republicana? —me
preguntó interesadísimo.
—Parrita, por favor, que no
soy un...
—De acuerdo. ¿Y cuál te
gusta más? —Se arrepintió al instante de la pregunta—. ¡Bah,
déjalo! Me meto donde no me llaman. No me hagas mucho caso. Soy un
cascarrabias.
—Yo, la verdad..., eso de
las banderas no me...
—Ya te he dicho que lo
dejes. —Hizo una breve pausa—. Pues me detuvieron por rojo. Me
metieron en un cuarto oscuro donde guardaban sacos de patatas, que decían
era la cárcel, y allí estuve una semana detenido sin que me acusaran de
nada en concreto. Pepita, mi novia, vino llorando para que me soltaran,
que no había hecho ningún mal a nadie, que sólo enseñar a los
niños... Pero el cabo le dijo muy azorado que su hijo le había informado
de que un día yo había dicho... ¡juegos de palabras! —se rió para
sus adentros—: ya ves qué acusación más grave: "que yo había
dicho..." El niño se llamaba Fernandito: un chico torpón, inocente
y tímido, de los que te encontrarás a montones en cuanto empieces a
ejercer; a todos les gustaba la historia de España y yo les contaba cómo
habían llegado primero los iberos, luego los celtas y que se juntaron
formando los celtiberos, o sea, nosotros... Eso de la historia les
encantaba. Y cuando me pedían explicaciones sobre temas de religión yo
les decía que no, que eso eran cosas del cura, que le preguntaran a
él... Que nosotros éramos laicos, les dije. ¡Je, je, je! Ése fue,
precisamente, uno de los cargos que esgrimió el sargento: que me
declaraba laico... ¡Qué pedazo de burro!, si sabría él lo que
significaba esa palabra. Un día me paró el cura en la plaza, frente al
ayuntamiento, y va y me pregunta:
—¿Cómo es que el señor
maestro no pisa la iglesia?
Y yo le respondí con toda la
tranquilidad de mis veinte años:
—¡Porque no me da la gana!
El meticón de don Rosendo se quedó pálido porque nadie le había
llevado nunca la contraria, así que... no volvió a dirigirme la palabra.
Porque yo era un maestro, no un clérigo. Desde entonces me la tenía
jurada. Y en el treinta y seis me buscó la ruina, el bueno del cura. Ya
me lo decía Pepita: «Haz como yo, guarda las apariencias». Pero yo, que
no; que nadie me podría apear de mis convicciones... ¡ya ves!
Y no me apearon. Los padres
de mis alumnos, con los que tanto había congeniado y bebido en la
taberna, no vinieron a defenderme, como es lógico, se jugaban el pescuezo
si hablaban con un rojo como yo que se había confesado laico. Los
chavales sí, los oía gritar a lo lejos para indicarme que estaban allí,
que no me habían abandonado: «Señor maeeestro», y yo por la voz los
reconocía: éste es el Roque, este otro, el Carlos..., y me sentía muy
aliviado con su compañía.
«Cumplo órdenes», fue todo
lo que me dijo el sargento de Deza cuando me llevaron a su despacho, un
cuartucho destartalado en el que habían plantado una enorme bandera roja
y gualda, para darme noticias de mi traslado, «y tengo que llevarle
detenido a Soria». ¿De qué se me acusa?, le pregunté. «De rojo», me
respondió escuetamente, molesto por mi descaro.
—Julio del treinta y seis:
¡qué días de calor! Como quien dice acabábamos de empezar las
vacaciones. Pepita y yo habíamos hecho planes de casarnos, de marcharnos
por San Sebastián de luna de miel..., ¡ya ves! Si nos hubiéramos ido
antes del pueblo... Pero todo se fue al cuerno por esos militares
traidores..., fascistas. Lo primero que hicieron fue echarme del
magisterio. Luego, en el juicio que tuve en Soria, sin abogado defensor ni
nada, me acusaron de todo lo que les dio la gana. Si alguien dice que yo
había matado al Cid, van y se lo creen los muy cretinos: fue una farsa. Y
aún el fiscal, un alférez remilgado y medio maricón me dijo que yo era
peor que un asesino porque envenenaba las mentes de los niños con ideas
revolucionarias y anticlericales... ¡ya ves! La de sandeces que tuve que
oír en aquellos juicios sumarísimos. Pero cuando me dijeron que quedaba
expulsado del magisterio me derrumbé y lloré amargamente: no me
importaba ir a la cárcel, padecer hambre y fatigas, pero el no poder
enseñar..., eso fue peor que una puñalada trapera. Fue mi muerte.
—¿Y no pudiste hacer nada
después? —le pregunté tímidamente para mostrarle mi solidaridad, mi
interés por su causa.
—¿Hacer? ¿Qué puede
hacer un preso si no es pudrirse en la cárcel?
—Ya, claro —le
respondí—. ¿Te tuvieron en Soria mucho tiempo?
—No. Sólo al principio de
la guerra. Después fui rodando de penal en penal a medida que avanzaba el
frente hasta que di con mis huesos en Alicante. Como no tenía delitos
graves no me hicieron consejo de guerra, pero tres veces me dieron el
paseíllo simulando un fusilamiento en las bardas del cementerio. En la
primera me ensucié en los pantalones y los muy cerdos se reían de verme
temblar como una hoja. A pique estuve de morir de miedo.
Aunque no todo fue malo en el
penal de Alicante, porque allí conocí al gran poeta Miguel Hernández,
junio del cuarenta y uno. ¡Qué versos encendidos, qué declamaciones en
el patio de la cárcel, qué tardes de poesía militante...! Allí fue
donde noté lo que era la verdadera solidaridad. Lástima que se lo
llevara la muerte tan temprano, como dejó escrito en uno de sus poemas.
Me llamaba " su amigo". «Amigo José —me decía—, mira a
ver si me puedes hacer este pequeño favor...»
Parrita se
quedó hurgando en el recuerdo de sus días alicantinos mientras
contemplaba con desolación el vaso vacío.
—Ponle otro —le dije al Vicma,
que nos escuchaba desde la puerta.
—¿Otro?
—Sí, hombre. Y algo de
comer: escabeche, aceitunas..., lo que tengas. Y no le cobres. A mí me
pones una cerveza.
Parrita
seguía ajeno, con el vaso en la mano.
—Sabes aquellos versos que
dicen:
La cebolla es escarcha
cerrada y pobre.
Escarcha de tus días
y de mis noches.
Hambre y cebolla
hielo negro y escarcha
grande y redonda...
—Sí, la he leído muchas
veces.
Él siguió recitando
pausada, hondamente los versos hasta llegar a:
Tu risa me hace libre,
me pone alas...
Se detuvo de golpe:
—¡Contra!, ya se me ha
olvidado: me pone alas... —insistió— ¡Qué calamidad! Conste
que me la sabía de memoria...
—No te preocupes, Parrita,
que yo la he leído más de veinte veces y todavía no me la he aprendido.
—Me hago viejo. ¿No la
tendrás por casa?
—Creo que sí.
—Déjamela, por favor. A
ver si la recuerdo...
Le miré fijamente y le dije:
—Te voy a regalar el Cancionero
completo, Parrita.
—No, no, no; —rechazó
vehemente mi oferta, casi en tono ofendido; luego se llevó la mano a la
barbilla y añadió— aunque me harías el hombre más rico del mundo.
Miguel Hernández, qué buen camarada, y su mujer, la pobre, tan
pálida, tan triste, viendo cómo se le morían los dos: el esposo y el
hijo.
—Fue una verdadera pena.
—Una tragedia:
Adiós, hermanos, camaradas,
amigos,
despedidme del sol y de los
trigos...
dejó escrito en los
ladrillos de la celda justo antes de morir, marzo del cuarenta y dos.
El Parrita se
quedó arrugado, retraído en sus recuerdos. Y en esto llegó el Vicma con
la pitanza.
El sol de mayo, en la plaza
de Covaleda, calienta la piel y el corazón de las gentes.
El sol de mayo a mi amigo Parrita
le caldeaba los recuerdos de cuando fue hombre, aunque no recordara
los versos de Miguel.