Pretender hacer apología de la palabra
"retrete" en los tiempos que corren es empeño loable aunque
quimérico, máxime que su uso ha sido relegado al olvido y suplantado por
expresiones tan extrañas e irracionales como "inodoro" (¡hace
falta narices para llamar "inodoro" a un retrete!), cursis como
"excusado", bárbaras como "tualet" o
"cabiné", incongruentes como "guaterclós",
etcétera, que para más inri suelen quedar reducidas a dos inocentes
consonantes clavadas en la puerta del lugar: W.C.
Retrete: palabra oriunda de la catalana
"retret" —hija del "retractum" latino—, que se
decía de la persona tímida, recatada o retraída, pronto bautizó
con su nombre al aposento de la casa que gozaba de estas mismas
características, haciendo que el retrete castellano fuera aquel
lugar reservado y discreto al que nos referíamos antes.
Pero, ¿qué es, realmente, un retrete?
El padre Rivadeneyra, ilustre teólogo del siglo XVII,
señala en uno de sus famosos sermones que el arcángel San Gabriel,
cuando se llegó a la Virgen María para anunciarle el misterio de su
concepción virginal, la encontró orando en su retrete, porque
éste era el lugar ideal para el recogimiento y la elevación mística. En
un retrete, pues, se gesta el mayor milagro de todos los tiempos.
El Diccionario de Autoridades de 1737 señala que retrete
es el quarto en la casa o habitación destinada a retirarse, sin
especificar más detalles. En cambio, don Pedro Calderón de la Barca en
su obra Fineza contra fineza nos da una pista de los usos a que se
puede destinar este aposento, verbi gratia tener citas amorosas:
Entró —el enamorado— a lo más escondido
de un enmarañado retrete,
que el natural sin el arte
fabricó...
Esta pureza original de la palabra poco a poco se fue
contaminando con otros significados espúreos fruto de asociar el
apartamiento con las necesidades fisiológicas. Y así el Diccionario de
la RAE de 1832 ya define retrete como sinónimo de letrina y
excusado, pasando a significar específicamente un lugar apartado
para evacuar, que es como lo recoge el María Moliner acompañándolo con
una serie de sinónimos tan peregrinos como: beque, común, excusado,
garita, jardín (¡?), tigre, necesario, ciento, casa Felipe...
Me detendré brevemente en estas dos últimas
acepciones ("ciento" y "casa Felipe") porque atañen a
la historia moderna de Cataluña, aunque lo cierto es que el número 100
escrito en la chapa de unas letrinas lo vi de joven en un bar de Soria sin
saber entonces la razón de este dígito en la puerta de un urinario.
Resulta que en la corte de Felipe IV (1640), tal vez
con la idea de desprestigiar las instituciones catalanas de la época se
decía "ir al ciento" cuando querían decir "ir al
retrete", aludiendo maliciosamente al famoso Consejo de Ciento que
regía la ciudad condal; pronto en Cataluña se inventaron la
antimonárquica expresión: "ir a casa Felipe" cuando les
apretaba la necesidad aparejando la idea de retrete con el nombre del
monarca, y de este intercambio de pullas políticas derivan los sinónimos
que trae el citado diccionario.
La forma, tamaño y sofisticación del retrete han ido
variando con el tiempo. Sin tener que remontarnos a la prehistoria, en la
que me imagino predominaría el campo abierto, los romanos ya disfrutaban
de letrinas públicas para las que construyeron complicadas redes de
alcantarillado y hermosos pebeteros de incienso con que disimular los
malos olores de los sumideros. Los árabes también fueron muy
artificiosos en el arte mingitorio, como todo el mundo sabe, siendo sus
palacios y mezquitas modelo de higiene y limpieza, cosa que no fue
secundada en absoluto por los bárbaros monarcas del norte.
En algunos castillos medievales (recuerdo el de
Tarascón en la Provenza francesa) se puede ver un rudimentario
evacuatorio adosado a una ventana que, curiosamente, siempre mira al
norte; consiste en una simple losa de piedra horadada cuyo agujero se abre
a un despeñadero, o cae a pico sobre el río que lame las murallas del
castillo, quedando todo ello absolutamente natural y aireado.
Desde el humilde orinal o bacinilla hasta las
sofisticaciones actuales hay un largo recorrido histórico que pasa por
artilugios más o menos ingeniosos. El Vaticano, por ejemplo, contaba ya
de antiguo con la llamada sedia estercoraria (retrete-móvil que
diríamos hoy) que acompañaba al Papa allá donde se desplazara. Y fue a
raíz del descubrimiento de la impostora papisa Juana en el año 857,
cuando la curia cardenalicia dio un uso inimaginable al que era propio y
específico de esta "silla estercolera" (que sería su
traducción). No sé si sabrán ustedes que el papa Juan VIII fue en
realidad una mujer la cual, disfrazada de cardenal, llegó al trono de San
Pedro ocultando su condición femenina bajo los ropajes de Sumo
Pontífice; y la trampa funcionó bastante bien hasta que le tocó parir a
renglón seguido del encontronazo que tuvo en una noche loca de amor con
el embajador Lamberto de Sajonia. El escándalo fue tan notable que el
Sacro Colegio Cardenalicio decidió usar desde aquel día el retrete
portátil como método para reconocer los genitales papales, haciendo un
palpo discreto de las partes pudendas del Santo Padre electo a través del
agujero de la sedia estercoraria, y evitar otro engaño tan sonado
como el de la papisa Juana. Esto es lo que dice la leyenda, no sé hasta
qué punto será verdad.
Lo cierto es que en la corte francesa del rey Francisco
I se reconocía la alcurnia de las damas por el retrete que llevaban
discretamente detrás. O sea, portátil. Por ejemplo: Anne de Quesnay fue
una hermosa joven que enviudó súbitamente al morir su marido, Jerôme
Buteaut, cervecero mayor del emperador Carlos V, porque no supo decirle
que «no» cuando le pidió que bajara el precio de la bebida, y antes de
verse arruinado o arrojado de la corte prefirió la muerte y se ahorcó.
Esta Anne tuvo la suerte de que el rey Francisco I
solicitara su compañía para que le amenizara las tediosas tardes de
cautiverio en su palacio-prisión de Madrid. De vuelta a París, la
nombró amante real en exclusiva, hasta que el envidioso duque de Clèves
se encaprichó de su belleza y accedió a compartir sus encantos a cambio
de su fortuna. Para mayor escarnio de sus detractoras, Anne se hizo
construir un retrete portátil lujosísimo: la taza era de Sèvres
guarnecida con maderas nobles, disponía de un depósito de agua
perfumada, jofaina y jarra de cristal para las abluciones, paños de
Malinas, pomos de esencias exquisitas, cepillos de cerda de elefante para
el pelo, espejos de Bohemia... : todo el mundo estaba de acuerdo en que
era le dernier cri en cuestión de retretes. ¿De dónde tomó la
idea? Pues muy sencillo: de un viaje que hizo a Roma y vio la stuffetta
maravillosa que lucía el papa Clemente VII (stuffetta era como
se llama en aquella época al retrete papal, de donde se infiere que el
Vaticano siempre ha estado a la cabeza del arte coprólico).
No se puede decir lo mismo de la capital del reino de
España, que era bastante más cutre y maloliente que París, a juzgar por
el testimonio de la condesa de Aulnoy que anduvo por aquí en el año
1679. Se queja en una carta de que los vecinos de Madrid eran
tremendamente guarros porque, aprovechando la oscuridad de la noche,
aliviaban los orinales de una forma contundente y desaprensiva arrojando
su contenido por la ventana al grito de "agua va", zulliscando
al pobre transeúnte embozado que pillaban en aquel maldito fuego cruzado
de bacinillas. Ésta, señala la condesa, era la forma tan poco saludable
de evacuar que tenían los madrileños del siglo XVII.
Pero dejando escatologías aparte y volviendo a la
apología filológica de nuestro querido y olvidado retrete castellano,
hemos de confesar que ni con todos los neologismos o barbarismos del mundo
podrán quitarnos la idea que subyace en tan entrañable palabra: la de
que es un lugar para la soledad, íntimo y placentero, al que Lope de Vega
—tal vez— aludía al escribir estos sentidos versos: