La
vida en Albocabe se detuvo de forma fortuita un quince de julio de 1937 y ya
jamás volvió a recobrar su pulso normal. Sucede a veces que un hecho
trivial, insignificante en apariencia, arrastra y despeña por la torrentera
de la vida a otros pequeños desastres tan simples como el primero que,
anudándose unos con otros, forman esa cadena invisible pero tenaz que nos
ata a lo que llamamos destino trágico. Y esto es lo que sucedió en la
llanada soriana aquel julio del treinta y siete: una desgracia que arruinó
definitivamente la vida del pueblo.
Dicen que la culpa de todo la tuvo el loro del jefe de la
estación que no paraba de gritar lunático, verde, subversivo: «¡Viva la
república! ¡Viva Azaña!», en plena guerra civil, al paso de los trenes que
iban acarreando hombres y pertrechos hacia el frente de Teruel.
«¡Viva la república! ¡Viva Azaña!» , «¡A las barricadas,
a las barricadas...!»
El único disparo que retumbó en los contornos de Albocabe
por aquellas fechas de guerra fue el del fusilamiento del loro sobre las
bardas de la estación, con jaula y todo. Y este disparo alevoso salido del
pistolón de un alférez falangista fue la señal de partida para una carrera
loca hacia el abandono y la muerte.
El loro era un provocador, republicano, de facción
diametralmente opuesta a la de su dueño, Emeterio Garcés, que se consideraba
de derechas «como toda la gente decente de por aquí, salvo cuatro ilusos
bolcheviques que esperan repartirse las tierras de los demás, ¡serán
sinvergüenzas!, como éste —y señalaba al Aquiniano, el guardagujas, un buen
hombre, bajito, renegrido y verrugoso al que le había dado por estudiar
esperanto y afiliarse a una célula anarquista dependiente de la CNT
internacional— que no tiene donde caerse muerto y, la verdad, más le
valdría».
—Sólo digo lo que pienso, fascistón —le aclaraba el
señalado.
Entre Emeterio, jefe de la estación de Albocabe, y su
loro no había buenas relaciones por culpa de la política y del Aquiniano que
malmetió al loro contra su dueño enseñándole gritos subversivos y la primera
estrofa de la internacional ácrata.
—¿Por qué no dejas al loro en paz y te dedicas a engrasar
el cambio y la contrapesa que los tienes llenos de rumio?
El guardagujas le miraba con calma y la aceitera en la
mano:
—Hay animales que son más racionales que los propios
humanos. Velay al loro. Toma, anda, lee y aprende, so acémila —le
dijo Aquiniano mientras le largaba al jefe de estación el último panfleto
esperantista que le había llegado de la capital: Studado pri landnomoj.
—No me interesa tu propaganda política —le respondió
despectivo.
—Esto no es propaganda ni es política, animal; esto es
cultura. Escucha: Kiam oni legas "La Faraono" sub la agradabla plumo de
Kabe, oni ja bone komprenas, ke Egipto estas lando kaj Egiptanoj...
—Te van a dar para el pelo cuando vengan los de Franco
—le interrumpió bruscamente Emeterio, que en ese momento se disponía a
atender una llamada avisándole de la salida del mixto 325 de la estación de
Alconaba.
No hizo falta esperar a que llegaran los nacionales para
que de pronto Aquiniano desapareciera del pueblo sin dejar rastro.
—Se habrá ido al frente —aclaraba Emeterio cuando le
preguntaban por su ayudante—, con los rojos, claro.
A Albocabe hoy han vuelto las cigüeñas. Con las aguas del
último invierno las arcillas del fondo han hecho acopio y la fuente está
abundosa, el pilón lleno a rebosar y la charca verdea en ranas y liazas.
Hacía tiempo que no se veían cigüeñas por aquí. La
espadaña de la iglesia quedó huérfana años atrás cuando el cierzo arrancó el
nido y algunas piedras del alero haciendo que los animales aborrecieron el
lugar espantados por tanta sequía, y que la tierra se volviera yerma.
Florecieron los cardos en lo que antaño fueran sembrados disputando el
terreno a las aliagas, de forma que los hombres se vieron irremediablemente
empujados a buscar cobijo en los pueblos vecinos, dejando su pasado en el
olvido y los muertos sepultados en la soledad del cementerio. Al fin sólo
quedaron los barbechos y las lápidas.
Desde que el último en marchar dejó puesta la llave para
que entrara quien quisiera, el pueblo se fue acecinando, convirtiendo las
casas en montones de adobe con grandes ojos hueros, aireando los machones de
los tejados como esqueletos tendidos al sol, magros monumentos a la ruina y
al abandono.
Y con la lluvia y la gente se fueron las cigüeñas. El
páramo se hizo consistente y sólido, pardo: el pueblo quedó vacío, la
iglesia sin santos, la estación muerta. Además de las cigüeñas y el alero,
la espadaña gótica perdió las campanas, y el camino que llevaba al cruce de
Gómara empezó a enterrar sus losas bajo una espesa capa de barro seco
ocultando el sendero que durante siglos trajo bodas, procesiones votivas,
noticias de la guerra contra el francés, gaiteros en las fiestas y algún que
otro sobresalto como el de la violación y muerte de la bella Dorita a manos
de un buhonero; hoy ya es camino sin retorno, quedando sólo un letrero
fantasmal y herrumbroso como única señal de que allí hubo una vez vida.
Intentó que se corrigiera, que gritara: ¡viva España!,
¡viva Franco!, pero su aprendizaje lento y a contrapelo de lo que ya sabía
no le dio ningún resultado:
—A ver: di «Franco».
—Krrrar..., «¡Azaña!»
—Cabezón, que digas «¡Franco!»
Y el loro:
—«¡A las barricadas...!»
—Cállate, maldito bicho —le amenazó con una estaca.
—Krrrar..., krrrar...
Entonces tomó la determinación de abandonar el loro a su
suerte para evitar compromisos: le abriría la reja y lo extrañaría de su
estación. «No quiero loros republicanos en mi casa, fuera». Pero en esto
también anduvo un poco tardo el Emeterio.
Al loro lo fusilaron una tarde de julio, luminosa, verde
como su plumaje, contra el paredón del tinglado numero uno, en aquellos días
en que los trenes bajaban llenos de mulos, falangistas y camisas negras
camino del frente, que saludaban a las chicas con el brazo extendido, a la
romana, cantaban en italiano y traían el alma teñida de azul:
Mamma ritorna la ganceta
de la mia terra natale
che en el Africa orientale
presto il fascio fara vendetta...
Emeterio entró en agonía. Sudaba a mares. Cuando se
detuvo el tren y vio bajar a la tropa, lo primero que hizo, después de
arremolinar la bandera de señales, fue ir corriendo a buscar al loro y
ocultarlo bajo una manta sudadera de las que tenía para abrigar al burro en
las mañanas de escarcha.
«A las barricadas, a las barricadas por el triunfo del
honoooor...»
Quedó hierático, rígido, como quedaban las estatuas de
sal en el Antiguo Testamento. El cabello se le encaneció súbitamente. De
aquella especie de túmulo mortuorio salía una voz metálica, apagada,
claramente audible, que profería gritos subversivos:
«A las barricadas, a las barricadas por el triunfo del
honoooor...»
—¿Dónde está esa radio comunista? —tronó alguien.
—Mi alférez, mi alférez, que eso no es una radio, que es
un loro... —salió el jefe de estación de detrás de la taquilla cuadrándose
espantado frente al militar.
—¿Y quién coño es el dueño del loro?
—Yo, esto..., quiero decir... que no, que no es mío
—respondió atropellándosele las palabras.
—¿De quién es?, pregunto por última vez.
«A las barricadas, a las barricadas por el triunfo del
honoooor...»
—¡Chist! —se revolvió Emeterio contra la voz que salía
bajo la manta—. Del guardagujas, del Aquiniano..., pregúnteselo al señor
cura, mi alférez. Es del Aquiniano que se ha ido con...
Iba a decir «los rojos», pero se mordió la lengua antes
que pronunciar semejante palabra delante de los falangistas.
—Que lo fusilen inmediatamente.
Dos flechas negras se abalanzaron contra la jaula.
El animal hizo una pirueta de espanto y se aferró con pico y patas a los
barrotes de su jaula, un armatoste hecho de grueso alambre y tablas sin
desbastar, mientras chillaba como un poseso.
—Ponédmelo en aquella tapia —dijo el alférez señalando el
tinglado número uno al tiempo que desenfundaba una lüger enorme, con
munición capaz de derribar a un caballo de un solo disparo.
«¡Pum!»
Esto está perdido. Treinta y uno de diciembre, ya. No
tiene ningún sentido seguir resistiendo a base de morterazos. Desde que
llegué no he visto sino miseria: muertos, hambre y piojos. «Los desastres de
la guerra», que dijo alguien. ¡Y qué engañado estaba! Pensaba que desde este
lado defendería la dignidad, la justicia, al pueblo. Pero no. La nuestra es
una revolución de ignorantes. Nos falta cultura, mucha cultura. Y para
remediarlo vamos quemando iglesias. Además, los comunistas se han convertido
en pequeños burgueses, les gustan los despachos. Con qué sorna me recibieron
cuando les dije que era de la CNT y que venía a luchar por la libertad: no
les interesa la buena gente como yo. Un ferroviario soriano. «Vete con los
tuyos», me dijeron. Y me mandaron a primera línea, aquí, a Teruel. No les
culpo; no tienen ni idea de lo que es el anarquismo. Me dijeron que si no
estaba a gusto que me fuera con Durruti. Ése sí que sabe poner orden por
donde va. En cambio, éstos se pelean entre ellos como pequeños canallas por
un poco de poder. Así que todo va manga por hombro, perdido sin remedio.
Anoche cayó una nevada de aúpa. El frente está tranquilo porque el frío lo
para todo. Creo que me voy a quedar como un pajarito si no llega pronto el
relevo. En este picacho ya no hay nada que defender, por eso nos han dejo
aquí a cuatro desgraciados como yo, para que nos congelemos. La última lata
de sardinas se acabó ayer. Hoy no sé qué vamos a comer. Tengo que no siento
los pies y las manos. Con la manta de nieve que hay no nos mandarán el
rancho. Si apareciera un conejillo, o una ardillita... Seguro que los
generales tendrán buena mesa. Año nuevo en Libros. Así se llama este pueblo.
Y sería bonito si no fuera por la guerra. Está muy alto, en el Javalambre.
Pinos arriba, sabinas abajo, en el valle. Barrancos de muerte a ambos lados.
Desde aquí se ve el cauce helado del Guadalaviar. Lo bien que estaría yo en
mi casa. Nochevieja. Qué habrá sido de mi madre, la pobre, sola como se ha
quedado. Se morirá de pena. Lo malo es que no sé qué diablos pinto yo aquí,
ni qué pito toco en esta fiesta. Me vine al frente porque me trajo el
corazón y me veo metido en este lío, yo, que soy de natural pacífico y
siempre he luchado por la hermandad de los hombres, que doy lo que tengo a
cambio de nada... Y si no que le pregunten al Emeterio, que me conoce bien.
Él me decía: «Aquiniano, eres un iluso comunista». Y yo: «que no soy
comunista, coño». Y él: «qué más da: todos sois hijos de la misma mala
madre». «Sin faltar, eh», le respondía. Aquí me llaman "camarada" y éstos no
son mejores que el Emeterio: «camarada, a hacer guardia con veinte bajo
cero; camarada, pega cuatro tiros a esos fachas de mierda que tienes
enfrente; camarada, quema esa iglesia con todas las imágenes que haya
dentro; camarada, coge esa cabra y ásala...» Y digo yo que así no se gana
una guerra ni se hace patria. Las guerras se dan porque falta cultura. Ya lo
decía El Trabajo, el único periódico decente de toda la provincia.
«Sin cultura el hombre se vuelve irracional». Primero hay que instruir a la
gente, luego ayudar a los que más lo necesiten y por último repartir las
ganancias. Y no hacen falta leyes ni historias. «Hacer del hombre el
verdadero rey de la naturaleza no por su fuerza bruta, sino por la fuerza de
su razón». ¿Y de qué me vale tener razón con veinte bajo cero? De esta noche
no paso. «Busquemos la bondad natural del hombre...» ¿Dónde está el hombre?
Si somos lobos, o peor que lobos. Aquí andamos devorándonos a cañonazos.
Aunque esto está perdido sin remedio. En cuanto se quite la nieve nos
triturará la aviación. Luego irán cayendo el resto de los frentes: el del
Ebro, Valencia, Barcelona... Acabaremos en desbandada: lo veo venir. Si
dijera a los otros lo que pienso me fusilarían, me llamarían derrotista,
quinto columnista, facha. ¿Fascista yo, que he dejado todo para luchar por
la libertad de los pueblos de España? ¡Cuánto más me hubiera valido quedarme
en Albocabe y no haber cogido aquel maldito mixto que bajaba de Soria! Pero
me hubieran fusilado los otros. No tengo escapatoria. ¿Qué habrá sido del
Emeterio? ¿Y del loro? ¡Hay que ver qué animal más listo! Cuando pueda
volveré a verlos. Y a mi madre, claro. Aunque me maten: si tengo que morir
prefiero que sea en mi pueblo, con mi gente, antes que en este maldito monte
de Teruel.
Por aquel entonces, entre Almenar y Gómara había un
camino de carros que con el tiempo se convirtió en carretera asfaltada y hoy
casi parece una autopista. Dicen que por estas tierras anduvieron los
Infantes de Lara antes de que los moros les cortaran la cabeza. Tierra
estremera, de mucho trabajo y poco fruto. Campos de Gómara.
Dos
accidentes cortaban este camino carretero por aquel entonces: uno era el
vado del Rituerto que junto con el Araviana andaban buscando al Duero para
juntos atravesar Castilla camino de Portugal. El otro era el talud de la vía
del tren que venía de Santander atravesando el espinazo Ibérico para morir
en Sagunto, del que Albocabe resultaba ser su punto medio; y no había más
accidentes notables en esta meseta destartalada. Si acaso, algunas hileras
de chopos en las riberas, algún que otro olmo suelto por las lindes y
frutales chaparros entre las huertas. Nada más.
Y éste seguía siendo el paisaje cuando Aquiniano volvió
al pueblo. Es decir, muy parecido a como lo dejó. Pero más seco. Más
terrizo. Más olvidado. Lo importante es que él estaba de vuelta y que era el
único superviviente del centenar escaso de vecinos que dejó al marchar. Ni
siquiera se veían cigüeñas —volvieron más tarde, cuando las lluvias—. La
estación, su estación, estaba cerrada a cal y canto. Ya no había trenes que
subieran y bajaran dejando penachos de humo y carbonilla en el aire; en las
vías crecían lagartos, zarzas y cardos borriqueros. La contrapesa de sus
pecados que tantas veces engrasara a ruegos del Emeterio era una masa
herrumbrosa que parecía ahorcada en su propia inercia.
En la pared del tinglado número uno —y único— observó un
desconchado redondo, profundo, como si hubiera recibido un balazo. Y al pie
de ella reconoció un amasijo de alambres oxidados que bien pudieran ser los
restos de una jaula. «¿Qué habrá sido de todos ellos?», se preguntó.
El pueblo estaba bravío, abandonado. Quiso ver su casa, o
lo que quedara de ella. La adivinó por el baldosín que lucía en el dintel
con aquel Dios bendiga cada rincón de esta casa que su madre jamás le
permitió quitar por mucho que intentó arrancarlo. Estaba hundida,
irreconocible. Empujó la puerta de la cuadra y sintió el olor familiar del
estiércol que todavía impregnaba las paredes. No había mucho que ver.
Luego fue donde la iglesia en busca del cementerio.
Curiosamente se hallaba recogido en lo que fuera la nave central del antiguo
templo gótico que se vino abajo tiempo atrás, tal vez en alguna guerra,
dejando al aire nervaduras y capiteles con motivos vegetales; de aquella
colosal arquitectura aprovecharon una capilla lateral que se mantuvo casi
intacta para convertirla en templo parroquial con espadaña y cruz a los
cuatro vientos; el resto de la iglesia quedó repartido entre el cementerio y
el más absoluto de los yermos.
En un rincón del improvisado campo santo, justo en el
arranque de un airoso pilar, vio una tumba florida de malezas y coronada con
una cruz de palo: «Adela Sánchez Florián. Falleció el 4 de marzo de 1943.
RIP», decía. Era lo que quedaba de su madre. Sintió una punzada al
imaginarla agonizando en una aterradora soledad. «Le asistirían las
vecinas», se dijo como último consuelo.
Han pasado cincuenta años de cuando tomó el tren y se fue
al frente. Y desde entonces no ha tenido más que penas. Sentado en el poyo
de la estación recordó a su amigo Emeterio, el que le llamaba comunista, y
la mañana aquella que tomó el mixto escapando del miedo, camino del frente,
del exilio. Teruel, el frío de las noches defendiendo una quimera; su huida
en desbandada hacia Barcelona; el reguero de exiliados que iban sembrando de
cadáveres las cunetas hasta llegar a Portbou; el campo de concentración de
Colliure; los maltratos y el hambre infernal; allí tuvo noticia de la muerte
de don Antonio, el de los Campos de Soria y La tierra de
Alvargonzález, que sucedió a poco de llegar; después, la fuga del campo
y el contacto con otros españoles que andaban en la resistencia contra los
boches. Prendre le maquis fue lo que hizo. Le llamaban le
sorianó los jefes de la partida de Alès, y ganó una medalla al valor
cuando se jugó el tipo a pecho descubierto contra una columna de alemanes
haciendo un montón de presos en la Grande Combe; aquella cruz le vale unas
perrillas de pensión. Luego vino el maquis de verdad, en 1946, el que
luchaba contra Franco pensando que los aliados les echarían una mano para
derrocar al dictador. Creían que el pueblo les esperaba ansioso para
sublevarse contra los nacionales. ¡Pobres ingenuos! Y se pertrecharon con
restos de la guerra mundial: no querían dar tregua al fascismo.
Sólo la buena suerte hizo que saliera con vida de la
encerrona que les tendieron los guardias en Camprodón. Los civiles les
aguardaban disfrazados de humildes pastores con los naranjeros ocultos en el
morral. Y los cazaron como a conejos. Pero él tuvo suerte, como en Teruel:
cayeron todos sus compañeros y se libró de la quema por esas circunstancias
de la vida en que todo depende de unos segundos mágicos que surgen de pronto
creando una necesidad salvadora; se retrasó unos metros para poder tirar
tranquilamente el pantalón, sin molestar al grupo, y eso le salvó
la vida. Cuando vio la sarracina de sus camaradas, no paró de correr hasta
llegar a Prats de Motlló, en tierra francesa, y recuperar el resuello en la
cabaña del Tanque. Salvó la vida, pero la salud le quedó quebrada
para los restos. Supo por los periódicos que no había habido supervivientes
entre los de su partida, y fue cuando pensó seriamente en ganar la paz.
En Albocabe tampoco hubo supervivientes. Parecía un
pueblo maldito, conjurado, como si hubiera sido arrebatado por una mano
formidable: sólo quedaban los muertos.
La puerta de la iglesia, como todas las del pueblo,
estaba abierta, forzada por un vendaval. Era la primera vez que entraba en
ella desde cuando chico. Ya no la reconocía. Le pareció grande para los
pocos feligreses que debían ir a misa. El Emeterio entre ellos. Estaba
desierta: ni santos, ni cirios, ni olor a incienso. Sólo cagadas de pájaros
y excrementos de cernícalos en los ventanales. La baranda del coro
permanecía intacta y daba paso a las escaleras que se perdían por el torreón
de la espadaña hacia el nicho que ocuparan las campanas. Porque tampoco
había campanas. Estaba vacío. Tan solo un yugo de roble muy centenario que
fuera soporte de alguna melena airosa y de un bronce rotundo quedaba anclado
en el eje de donde salieran llamadas a la oración, avisos de pedrisco y
anuncios de fiesta. También de entierros.
Desde arriba el paisaje se perdía por las lomas lejanas
que alcanzaban los aledaños de Gómara y Almenar. Los trigos verdeaban en
tablares geométricos alternando con barbechos y plantaciones de girasoles.
Toda ella era tierra de secano y panllevar, aunque ahora despuntaban algunos
aspersores de riego automático. El yugo le servía de parapeto y punto de
apoyo para no caer. En su rodar por el horizonte descubrió a lo lejos la
estación de tren que nunca antes había visto desde lo alto, junto con el
brillo mate de los rieles que se perdían infinitos tierras abajo, hacia
Calatayud. Y recordó en un instante toda su vida, en perspectiva. De repente
se vio viejo y cansado. Tanto afán para nada. Una pequeña pensión de
excombatiente francés, él, que se declaraba soriano de pura cepa, idealista
y ferroviario. Y notó que todas las miserias pasadas se le agolpaban en la
garganta haciéndole un nudo espeso de desesperanza.
Lo sabía. Había vuelto al pueblo a morir. Y no se iría de
allí sin cumplir su promesa. «Me voy a morir a mi pueblo», dijo medio en
broma, medio en serio, a sus amigos de Alès cuando se despidió de ellos.
Pensó que la iglesia era el lugar ideal para dar el
último paso, el que estuvo a punto de dar muchas veces, voluntario o por
fuerza, desde que salió de Albocabe: en Teruel, en el Ebro, en La Grande
Combe... Y en Camprodón, claro. Siempre con la muerte en los talones;
siempre jugando con fuego real; «me voy a morir a mi pueblo», dijo y aquí
estaba, para cumplirlo.
Aquel yugo centenario de la espadaña de la iglesia en que
se apoyaba le pareció recio y con la consistencia suficiente como para
soportar el peso de un cuerpo tal que el suyo. Y entonces, con la lenta
parsimonia de quien sabe lo que se hace, empezó a desenredar la soga que
llevaba colgada al hombro...