reflexiones
La
hija de la hornera
Dicen
que hay pocos sorianos en Soria, que la despoblación ha acechado con
fuerza en la tierra donde el Duero dibuja su curva de ballesta, según
dijo mi querido poeta. Quien, como muchos otros andaluces, quedó
totalmente prendado de esta tierra. También dicen que la mayoría de los
sorianos emigraron en su día hacia el centro de la península, sobre todo
a Madrid. Pero en el norte también hay unos cuantos, y creo que la
«diáspora» ejerce una especie de atracción entre nosotros, para que
nos vayamos encontrando y reuniendo poco a poco.
Hace unos días me
tocó trabajar por las noches cuidando enfermos –un trabajo esporádico
en un hospital– y comencé a pensar que sería algo muy duro, que la
soledad se volvería insufrible y lo llevaría bastante mal. La casualidad
me llevó a atender a una mujer soriana de la zona de Ágreda, más
concretamente de Cigudosa. Pasé muchas horas con ella en los días que
estuvo a mi cargo, y lo que más hacía era preguntarle por su pueblo, por
su pasado, ávida de conocer más cosas sobre lo que entrañan Soria y sus
gentes. Dimos infinitos paseos juntas por los pasillos del hospital,
durante los cuales hablábamos sin parar.
Me contaba cosas
sobre un horno de leña que tenía su madre, «la hornera» decía que
era. La gente del pueblo le llevaba masa para que ella lo calentara;
algunas personas, en pago le daban parte de esa misma masa convertida en
pan. No era panadera, simplemente hornera. No hacía pan, sino que tenía
un horno para calentar alimentos al resto del pueblo, que le pagaba por
ello.
Como el resto de los
lugareños, tenían ganado: mulos, ovejas y alguna vaca, amén de un
corral con gallinas, de las que se encargaba su padre.
También me habló
de unas huertas que su familia tenía a dos horas de camino desde su casa,
enormes, y que «tardaba tres días en regarlas», según me explicaba.
Era la pequeña de varios hermanos. No me habló de ellos, sólo me dijo
que se llevaban muchos años, así que imagino que ya no formaban parte
del núcleo familiar.
Las labores de la
casa quedaban repartidas entre sus padres y ella. La ocupación de la
niña eran las huertas, quizás por ser lo menos complejo. De este modo no
le quedaba tiempo para ir a la escuela; todo lo que aprendía se lo
enseñaba su madre por la noche, después de trabajar. No le quedaba
tampoco tiempo para juegos.
Me explicó que se
refería a una edad muy temprana, unos siete años, y calculo que fue
algunos antes de la Guerra Civil. Debieron ser tiempos duros, sin embargo
da la sensación de que la pobreza uniera más a la gente. No importaba
deber algo, porque, aunque todos estaban en una situación similar,
siempre se podían compartir alimentos o cualquier otra cosa que resultara
útil en un momento dado. [Desde aquí animo a quien haya vivido esta
época de la historia de España o a quien la haya conocido de cerca, a
que me envíe algún e-mail explicándome sus vivencias].
Escuchándola me
entraba una gran nostalgia, o, como dirían los gallegos, morriña de la
tierra, que, aunque no sea mía (quiero decir con esto que yo no he nacido
allí, sino mi madre) la siento como tal.
Era una pena haberla
conocido en un trabajo eventual, no haberla conocido antes o haber pasado
con ella más tiempo, para seguir charlando y descubriendo cosas. Cada
noche, al acostarla, reflexionaba sobre todo lo que me había explicado,
de su juventud, su infancia, siempre mermado por el cansancio y el tedio
que crean estos lugares, de «salud». Tenía más de ochenta años, y una
larga vida a sus espaldas.
Lo que más me
llamó la atención era la poca relación que le observé con las
máquinas y los aparatos. Una noche en que estaba la televisión puesta se
sentía extraña, como si «eso» fuera algo anormal que invadía la
tranquilidad de la habitación, hasta el punto de que no podía dormir.
Ella prefería hablar, recordar a sus antepasados, vidas reales y no
imágenes de un tubo catódico.
En estas reacciones
se podía apreciar el triunfo de lo perpetuo sobre lo efímero, de la
tradición sobre la modernidad. Me la imaginaba en su juventud sentada con
su madre, la hornera, al amor del fuego charlando tras un largo día de
trabajo, en una situación totalmente alejada de la tecnología sin la que
hoy en día parece que no podríamos vivir.
© Verónica
Retamero 2001
A mis queridos ancianos
Tempus
fugit. Esa es la síntesis renacentista de la vida en lengua latina. Y no se quedó en
aquella época. No. El tiempo pasa inexorablemente para todos, y, tristemente, me quedo de
piedra al echar una vista atrás y ver desaparecer la gente a la que he querido. Porque
nadie es inmortal. Porque nadie sobrevive.
Me entristece darme cuenta de que Manuel, María, Eleuterio, Ramón, y tantos otros,
ancianos queridos, han ido desapareciendo. ancianos con los que he crecido, del pueblo de
mis abuelos, antes tan lleno de gente, y ahora tan vacío, tan solo. Ya han desaparecido
las partidas de subastado y julepe en la puerta de Jesús y María. Ya no me podrán
engañar, como de pequeña, diciéndome que de una peseta enterrada florecían duros.
Todos ellos se fueron con el tiempo, como cada una de las personas que hoy vivimos, y que
algún día desapareceremos, en el círculo de la existencia que algún día indefinido,
alguien, también indefinido, creó.
Cada uno tenía su forma de ser, cada uno sus características propias: María y Manuel,
los de la fuente, siempre parecía que tenían un extraño miedo a que se acabara el agua.
Pendientes de su desperdicio observaban desde su puerta a cada persona que se acercaba,
para asegurarse después de que el grifo quedaba cerrado. Eluterio, que, ya cuando murió
no sé si realmente sabía mi nombre. Pero no me importa. siempre era para él
"Vitorieja", como mi madre, hija del lugar. Arturo, y su tienda, con sus rarezas
de senectud, pero quizá por eso, aún más entrañable. También estaba Paco, mi vecino,
que cada mañana tomaba el sol en su jardín, hasta que un día decidió no dar más que
hacer a sus hijos. O Ramón, que aún siendo un octogenario más que respetable, se daba
sus largos paseos mañaneros por los montes que rodean el pueblo en busca de tomillo y
manzanilla para regalar al primero que se encontrara, y que, desde que enviudó, no sé
cuántos años atrás, era capaz de apañárselas solo, en la que fácilmente podría ser
la casa más antigua del lugar. Pero guardo un recuerdo especial de Jesús, el carpintero,
como era conocido en la comarca, y la referencia que tomaba la gente para reconocernos a
los familiares. Una anécdota que me contó una y mil veces era que, entre todos los
muebles que hacía, también había cajas fúnebres. Cierto día, un niño bastante
avispado, cayó en la cuenta de que "el señor Jesús no se podría morir nunca,
porque entonces, no tendría quien le fabricara el ataúd". Y así se lo dijo.
Uno tras otro se han ido yendo, dejando el pueblo tan vacío de gente, pero tan lleno de
recuerdos. En cada calle, en cada casa, en cada puerta cerrada hay una historia. Ya no
volverá a funcionar la fábrica de harinas, ni el horno, ni la pequeña y en otro tiempo
tan ajetreada carpintería. Todo eso es inevitable. Pero me niego a olvidarles, porque han
sido parte de mi vida. ¿Cómo olvidar el olor de las virutas desprendidas de la madera
recién cepillada, la acogedora oscuridad de la casa, y por supuesto, a mi querido
carpintero?. Con toda esa gente he crecido, y la mayoría me ha aportado, en mayor o en
menor medida cosas que sé ahora. aunque me hubiera gustado conocer tantas cosas más... Y
es que todos estos ancianos son nuestra memoria histórica. Forman el lado humano, el lado
real y auténtico de la parte de la Historia que han vivido: una república, una guerra
civil, una dictadura. Para ellos no fue una contienda como cualquier otra, como para mí,
que apenas alcanzo a recordar el golpe de Estado de 1981. Para ellos fue su guerra y su
dictadura, con sus derrotas, sus muertos, sus victorias, sus penas y sus alegrías.
Ellos han visto nacer la radio y la televisión, han visto crecer al cine... Y ahora,
reflexionando sobre todo ello, me doy cuenta de que ya es demasiado tarde. No podrán ya
contarme cómo era todo antes, qué impresiones les producían los nuevos avances, las
novedades de cada época... Tarde para conocer lo que me hubieran podido transmitir de su
particular visión del mundo, la de cada uno, de hace cuarenta, sesenta o setenta años.
No quisiera dar con esto un mensaje pesimista. Simplemente es una reflexión del poco
aprovechamiento de lo que yo llamo "enciclopedias andantes", gente que ha vivido
tanto, que ha pasado por tantos sucesos históricos, que tiene que conocer tanto... Y no
sólo por eso, sino porque, además de formar parte de la historia de un pueblo, forman
parte de la historia de cada uno, de cada persona que ha tenido el gusto de coincidir con
ellos, con esos ancianos que serían capaces de bucear toda una tarde en sus recuerdos y
dejarse el tintero tan repleto todavía de datos y anécdotas. Porque una tarde no es nada
en comparación con ochenta o noventa años. Años tan intensamente vividos.
© Verónica
Retamero 2000 |