relato
El
tren
Era
uno de esos días de agosto en los que el sol pegaba muy fuerte, y se hacía
casi imposible permanecer parado en cualquier lugar. Por mi espíritu
aventurero, decidí que el día siguiente tomaría un tren para viajar a la
ciudad y perderme durante unas horas.
Preparé un pequeño macuto con lo indispensable: un par de bocadillos, un
jersey por si refrescaba (nunca se sabe el clima que puede hacer aquí en
los próximos cinco minutos), una botella de agua,, un libro para leer en el
tren, una libreta y un bolígrafo.
Se acercaba la noche y, como de costumbre, después de una cena frugal me
encaminé hacia la oscura taberna de la plaza del pueblo. Allí estaban los
demás chicos del pueblo, jugando al mus, al tute, o viendo la televisión.
Ponían una película del oeste. Los muchachos me saludaron y me hicieron un
hueco en una mesa para q me uniera a la partida; así lo hice, y les comenté
mi idea de "tomar un tren a ninguna parte".
Andrés hizo una mueca y me dijo que estaba loco. Hice como si no le hubiera
oído mientras observaba a los tahúres. Al poco rato, me levanté y dirigí
mis pasos hacia la barra. Me comenzaron a temblar las piernas cuando ví la
imagen de aquella chica de la que hacía
tantísimo tiempo que no tenía la más mínima noticia.
Poco después me enteré de que había vuelto aquella misma tarde, que el dueño
del bar la había llamado para que le ayudara en los meses estivales,
"porque con tanto veraneante no se da abasto".
Ella estaba allí, de pies, sonriente, conversando con un cliente que
acababa de entrar. Un escalofrío me recorrió la espalda. Sentía ganas de
huir, de dar la vuelta e ir hacia la mesa, o hacia mi casa, no sé, en
definitiva, escapar. Pero pensé en decirle algo, saludarla, hablar de este
gran espacio de tiempo que había pasado desde la úlltima vez que se dejó
caer por aquí. Al final, tan solo conseguí pedir una cerveza.
Un par de horas después volví a casa. Todavía tenía en mente el viaje
aventurero. De hecho, ya tenía comprado el billete, y no era cosa de
desaprovecharlo. Me metí en la cama, pero dormí poco.
Por la mañana anduve a pie los escasos setecientos metros que me separaban
de la estación, de la desvencijada estación, ya casi sin cristales, y que
apenas cobijaba del frío en invierno, destruída por el paso de los años y
los escasos cuidados. La mayor parte del trayecto en tren seguía por una
gran zona de pinares, casi virgen, en la que apenas se podía apreciar la
mano destructora del hombre. Era un espectáculo maravilloso todo ese verdor
impoluto, casi mágico. He de confesar que es una de las cosas que más me
gusta ver. Intenté observar a través de la ventanilla, de mirar solamente
el cristal, de modo que no se veía la carretera cercana, sólo el bosque de
pinos, con ese aroma tan particular. Comencé a imaginarme en un tren
antiguo, de esos de carbón, que tanto ruido hacían cuando se acercaban a
una nueva estación, allí, de la mano de mi amada; porque no me sentía
capaz de intentar un acercamiento mayor. Me imaginaba junto a ella como dos
pioneros de esos del Oeste, como los de la película de la noche anterior,
felices, con muchos planes en la maleta, y no sólo un par de bocadillos y
una botella de agua, y, además, solo.
¿Por qué mi imaginación me jugaba estas malas pasadas? Después de tantos
años no había pensado en ella, y desde la noche anterior al viaje se
convirtió en una obsesión de la que no podía escapar, tan fuerte como
real.
Este pensamiento me acompañó durante todo el día: con las parejas del
parque de la Alameda, rodeados de palomas, en el restaurante por el que
decidí cambiar los bocadillos, con los estudiantes de la biblioteca... Todo
rezumaba amor, excepto yo, que estaba solo en medio de la ciudad, por mi
timidez y cobardía. Ojala la diosa Afrodita me pudiera ayudar.
Ya caída la tarde, tomé el último tren de vuelta a casa. De nuevo, el
libro que elegí para el viaje
siguió guardado en el macuto; mi mente estaba ocupada inventando modos de
hablar con ella, de decirle algo que le pudiera gustar, de mostrarle lo que
sentía por ella. Ideé mil modos, tal vez un millón de fórmulas de
acercamiento, y en ello seguía cuando llegué a mi casa. Del mismo modo que
la noche anterior, tomé una cena ligera y me acerqué al bar a ver jugar a
las cartas. Allí estaban los demás esperando a que les contara alguna anécdota
graciosa, o en general, cómo me había ido el día.
Yo no hablé, me acerqué a la barra pensando en todas mis reflexiones,
intenté abrir la boca para saludarla de nuevo, y de nuevo, no pude más que
pedirle una cerveza.
© Verónica
Retamero 2001 |