EL SOTO DE GARRAY |
ÁRBOLES Isabel Goig El roble
Graves, en “La diosa blanca”, coloca al dios de las dos cabezas, Jano, custodiando la puerta formada por el roble. El mismo Graves apunta que las bellotas podrían ser utilizadas para obtener la inspiración y que el humo del roble, en las hogueras de la noche de San Juan, son inspiradoras. En la mitología romana, Jano no tiene dos cabezas, sino dos rostros, debido a que Saturno lo dotó de una rara sabiduría que hacía que adivinara lo venidero, por lo que se cree que a eso se debe el dotarlo de dos caras. Plutarco dice que este hecho de duplicidad se debe a que Jano había pasado, por los consejos de Saturno, del estado salvaje a la civilización. El muérdago del roble es el más utilizado en ceremonias, el que el druida conseguía revestido con la pompa necesaria. El monte de roble se encuentra escoltado por las hayas y admirado por las encinas, enmedio de estos árboles también sacros, las hojas lobuladas, los cambios de color, imponen a los humanos una mezcla de admiración, magia y seguridad, a la que no es ajena esas historias contadas una y otra vez por fabulistas, historiadores y por gente mucho más cercana, nuestros propios abuelos de la tercera, cuarta o quinta generación. Su calidad de árbol acogedor está avalada por el elevado número de agallas (muchas más que otros hermanos suyos) que sirven para, además de protegerse de los muchos pájaros que buscan la firmeza y el cobijo del roble para vivir, dar, en contrapartida, cobijo para que otros como las abubillas, formen en esas agallas sus nidos. La Iglesia ha aprovechado siempre la fascinación que la naturaleza ejerce en los seres vivos. Dejó a los animales a su aire y se preocupó de que el ser humano percibiera esa naturaleza como algo relacionado con la religión católica. En el siglo XVIII existía en los Cántabros Montes de la Paz un islote de paganismo en forma de comunidad silvícola, según nos cuenta J. de Villafañe en su “Elogio de la excelentísima señora doña Magdalena de Ulloa”. Los jesuitas decidieron poner remedio y hasta allí marcharon en misión. Se instalaron con buen pie, pues colocaron su tienda junto a un roble señero. Cuando falleció uno de los predicadores, sus nuevos feligreses le levantaron un túmulo junto al roble, de lo que se dedujo que era aquel un lugar de culto precristiano. El roble pertenece a la familia de los Quercus, de la que también forman parte el melojo y el rebollo, entre otros. Esta familia vive, hasta ahora, feliz en los montes de Soria, en Valonsadero, en el “Soto de Garray”, y en otros parajes. Algunos, tan ancianos, doblan el tronco, buscando la vida, a pocos metros, en el río Duero que los alimenta.
El muérdago
En la mitología germánica el muérdago está relacionado con Baldur. Plinio cuenta que tras la recogida del muérdago en la antigua Galia (que, recordemos, sólo podían llevar a cabo los druidas con una hoz de oro), se celebraba un sacrificio de toros blancos.
La encina
El abedul
Ignacio Abella, en su emocionante libro “La magia de los Árboles”, dice, refiriéndose al abedul: “Tras las glaciaciones, cuando el hielo se remonta hacia los polos, los abedules son los primeros que cubren las inmensas tierras que empiezan a despertar de su largo letargo; en la montaña, tras la paciente labor de los elementos, líquenes y musgos, disgregando la roca, es el primer árbol que soporta la intensa soledad, bajo la débil protección de los brezos (...) De esta manera se levanta en los parajes solitarios la primera voz de la tierra hacia el cielo y eleva una copa delicada y armónica, en nada parecida a los dardos altisonantes de las coníferas; la cima del abedul se dispersa en el aire, se difumina...”. El abedul se siente a gusto, o va a colaborar en terrenos incendiados, suelos pobres, en extremas condiciones de humedad o frío y, una vez instalado, el abedul “es capaz de cambiar las condiciones del lugar de una forma rapidísima. Su copiosa transpiración drena los terrenos excesivamente húmedos y sus raíces bombean nutrientes, en especial calcio y sales potásicas, contribuyendo al equilibrio del suelo”, dice Abella. Desde muy antiguo sus hojas, en infusión, se han utilizado como depurativas, diuréticas, para curar enfermedades hepáticas, renales, reuma, gota, etc. Con las hojas tiernas se aromatizan ensaladas, las adultas se emplearon para teñir las lanas de amarillo. Su corteza segrega, al incisionarla, un líquido del cual, fermentado, se obtiene cerveza de abedul. De su madera se hicieron esquíes. Es acogedor el abedul, se lleva muy bien con las distintas clases de serbales y con los temblones. En el sotobosque creado bajo su sombra protectora crecen escobas, genistas, brezos arándanos y tienen su residencia los ciervos, lobos y urogallos, asegura Abella. Amigo, a pesar de todo, de los seres humanos, de este árbol se extrae, en algunos pueblos más pobres pero más civilizados que la Europa rica y poderosa, alimento de su corteza interior, molida y mezclada con otras harinas. Los lapones elaboran cerveza con su corteza. Destila una brea útil para calafatear. El aceite de abedul protege de hongos, insectos y con él se curten pieles. Según Abella: “la familia Likov, que vivió aislada en la taiga rusa durante varias décadas, utilizaba la savia del abedul recogida en cuencos de madera, que les proporcionaba una abundante bebida alimenticia en primavera. Para escribir usaban la blanca corteza como papel y unas varas de madera mojadas en jugo de madreselva como tinta. La iluminación de la choza era una tea de abedul con la inclinación adecuada para durar sin apagarse”. Perdiéndose en los claroscuros de la foto de José Luis Bravo, entre los esbeltos y altos troncos del abedular del “Soto de Garray”, quién podría decir que los abedules son algo más que sombras bajo las que dormitar mientras la caña busca alguna trucha o se lee el maravilloso libro de Ignacio Abella, perdiendo la vista, de vez en cuando, hacia donde se alza Numancia, cuyos habitantes descansarían, como nosotros, bajo la protección del mismo abedul, o de algún abuelo del que a nosotros nos cobija.
El pino
Al mundo de la realidad pertenece el gran pino que se alzó en Barcelona, concretamente en la plaza del mismo nombre, junto a una iglesia bajo la advocación de Nuestra Señora del Pino. El árbol, alto y majestuoso, se mantuvo en esta plaza dos siglos, pero la invasión napoleónica hizo que un retén de soldados se instalara cerca de él y los franceses, para comprobar si las puntas de sus bayonetas estaban bien afiladas y para hacer puntería, las lanzaban hacia el árbol, descortezándolo y provocando su muerte. Del pino se conocen gran variedad de especies y variedades, pertenecientes a la familia de las coníferas. Estos árboles forman bosques, muy importantes, en las provincias de Soria y Burgos, donde se dan el negro y el albar, fundamentalmente. Gracias a la existencia de estos pinares y a las especiales y reales ordenanzas, esa comarca del Norte de las tierras de Soria ha mantenido estable su población. La savia del pino, llamada trementina, se usa para las afecciones bronquiales y catarrales en general. De la savia y de las hojas se elaboran jarabes, aceites, bálsamos, esencias y aguas. Cuando la tisis hizo estragos en los humanos, a lo largo del siglo XIX y buena parte del XX, los sanatorios antituberculosos estaban ubicados cerca, cuando no rodeados, de pinos, cuyo ambiente balsámico satura el aire y tonifica el organismo. La foto de José Luis Bravo muestra claroscuros, como si el pinar del “Soto de Garray” quisiera esconderse de la estupidez humana que confunde valor con precio... ¿O naturaleza con especulación? © Isabel Goig |
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