"COMBATE CON LOS LOBOS DEL
CAMPO"
La venta del Gamonal está fijada en el puerto de su nombre en las
estribaciones de El Cayo, de la Ibérica soriana. Es una modesta casa serrana habitada por
el ventero, su mujer y su hijo de quince años. Malaquías, el ventero, es conocido en
muchas leguas a la redonda por los heroicos salvamentos de viajeros insensatos que
intentaron pasar los desfiladeros del puerto durante las úrguras invernales. Cuando
llegan las tormentas de nieve en la sierra, el puerto saca su vicerrostro de tigre alado
para devorar a los incautos caminantes que se atrevieron a internarse en sus vericuetos.
El ventero del Gamonal es un experto cazador que vive del producto de la misma. Su hijo
Ricardo crece robusto, adiestrado por el padre en el arte de vivir aislado del mundo
civilizado. Padre e hijo, con instinto prodigioso, saben cada día, por la dirección del
viento, el lugar seguro donde cobrar sus piezas. Cuando salen de caza con su perro
"Pinto", ataviados con sus trajes de cuero, orejeras de badana, morrales,
cartucheras, cuchillo de monte y reclamos artificiales, parecen guerrilleros en campaña.
En la lista de salvamentos del puerto por el ventero, durante los temporales, figuran
gentes de todas las clases sociales. Tanto que el Gobierno lo había declarado ciudadano
benemérito.
Escuchar de sus labios los relatos de las acciones supera las emociones de las más
incitantes lecturas literarias. Veamos, si no, cómo padre e hijo sostuvieron un singular
combate con una manada de lobos, en campo abierto, para salvar la vida de un ser humano.
Y fue el adolescente ventero de quince años, el que con coraje ibérico dirigió la
batalla. He aquí el relato de este encuentro estremecedor:
El cartero de Palacio del Viento partió del pueblo, como de costumbre, a recoger el
correo en la caseta del puerto. En las cumbres de El Colmillo, le sorprendió una
espantosa tormenta de nieve.
El Mata, que así se apodaba este fiel cristiano, se cobijó entelerido de frío al abrigo
de una torrentera. Le acompañaba su fiel perrita "Canela", que sabía dialogar
con su dueño. Aquella tarde fue una de las más tenebrosas de la estación invernal. Las
nubes, zurradas por el huracán, resbalaban por las laderas de la montaña con ruidos
estrepitosos. La cellisca no dejaba
dar un paso adelante.
En peligro de perecer helado, el cartero ordenó a su leal acompañante que corriera a
pedir auxilio a la venta del puerto. El animal llegó agotado de fatiga al albergue de
Gamonal y empezó a ladrar lastimosamente en demanda de auxilio.
Malaquías y su hijo, al oírla, se pusieron de pie, figurándose ya que el cartero de
Palacios había sufrido algún accidente.
Ricardo salió de su casa a la carretera para explorar el estado atmosférico y la úrgura
avasalladora le envolvió en un blanco sudario. No obstante, no se arredró, aunque la
montaña se estremecía de furor. El rayo lanzaba sus vozarrones de trueno, cortinas de
nieve revolaban con estrépito aterrador. El joven adolescente dando una embestida a la
vida persuadió a su padre para salir en busca del cartero.
Cogieron sendas escopetas, ciñeron a sus cinturas las cananas con cartuchos retacados de
postas y, acompañados de "Pinto" se deslizaron cara la noche, por la umbría,
siguiendo a "Canela".
A un kilómetro de la venta, se toparon con una manada de lobos. Parecían una caravana de
camellos flacos, en hilera, apostados en una calvera entre brezos.
Ricardo disparó al aire su escopeta para espantar a los lobos, pero las fieras, en vez de
huir, se arquearon en vanguardia cerrada a corta distancia de los exploradores. Los lobos
se afilaban los colmillos con sus bostezos. "Pinto" refunfuñaba de coraje, en
actitud defensiva. "Canela" tiritaba de miedo como un lagarto friolero.
El lobo es la fiera más inteligente que se conoce. Astuto y taimado. Conoce perfectamente
el poder del enemigo. No come más que la carne de las reses que mata por temor a ser
envenenado. Cuando ataca a los toros, los hace recular para que caigan por algún
derrumbadero. En los ojeos, huele la pólvora y salta por encima de los ojeadores antes de
entrar a las escopetas. Para agredir a los pastores, pasa rápido por sorpresa a su lado,
y les da en la pierna con el jopo. Si caen aterrados de pavor se atreve con ellos, pero si
resisten con hombría la acometida, huye con su ayuno a cobijarse en las guaridas.
Los lobos hambrientos por las nevadas se juegan la vida, cara a cara, con sus adversarios,
a cuerpo limpio, en combate singular, como el sostenido con los venteros. Solo conociendo
las costumbres de estas alimañas, se sabe el peligro de sus instintos sanguinarios. Hay
otras fieras nobles, que acometen frente a frente, pero los lobos saben muy bien simular
cobardía, enjugar sus lágrimas con timidez, para dar el brinco mortal sobre sus presas.
Ricardo miraba en franco desafío a la manada, a campo abierto, como desafiaban los
numantinos a los romanos, pero aquellos perdonavidas se pegaban al suelo como lapas.
Los venteros descargaron de sus hombros las escopetas cargadas con cartuchos retacados de
postas.
~ Ya os
conocemos les gritó el joven adolescente- sois cobardes e intentáis atacarnos a
traición.
~ A la voz de fuego dijo su padre- dispararemos a una contra el jefe de la escuadra.
Al olor
de la pólvora, los lobos aullaban embravecidos de loco miedo a las balas. Aún así, iban
estrechando el cerco pegados a la tierra.
"Pinto" ladraba furioso junto a sus amos dispuesto a la pelea. Gotas de luna
caían entre las nubes para que afinaran su puntería los tiradores.
Entre la docena de piezas que formaban la partida, había un ejemplar cano, apostado a
mayor distancia, estratega del combate.
Los dos bandos retadores pasaron un buen rato mirándose a la cara, en actitud expectante.
Los minutos se deslizaban, lentos, agobiantes, tensos,
Por fin, a la voz de fuego, dispararon sus escopetas sobre el capitán de la cuadrilla que
rodó por el suelo. Entonces todos sus compañeros se juntaron en remolino de furor
lamiendo las gotas de sangre de su jerarca.
~ ¡Ya
son nuestros! Gritó Ricardo, al ver al jefe de los lobos de bruces en tierra.
Efectivamente,
con el hipo de pánico a la pólvora, las fieras huyeron atropelladas a ocultarse entre la
maleza.
Luego, el ventero y su hijo, chispeantes de rayos de luna, con orgullo triunfal, caminaron
ligeros tras de "Canela" hasta la torrentera de Pradocinio, donde encontraron al
cartero acurrucado en un hueco natural, aterido de frío, medio helado, perdido el
conocimiento.
Metieron al Mata, peso mosca, en el codujón
de la manta, cargaron con él a hombros y regresaron por el atajo de los gamones a la
venta.
Metieron al accidentado entre paja caliente para que reaccionara y cenaron conmovidos de
alegría por haber salvado la vida de un semejante.
Así se entretejía el crecimiento de un niño, aislado del mundo, en la caseta del
puerto, destinada para albergue de los viajeros que habían de atravesar la montaña.
©
Gervasio Manrique
de Lara
publicado en este número |