Hasta hace relativamente pocos años, el
mundo rural estaba conformado por comunidades en las cuales se extendía un entramado de
servicios que las hacía cerradas y autosuficientes. A poco habitadas que estuvieran, cada
una de ellas contaba con zapatero, médico (aunque fuera compartido con otros enclaves),
sacerdote, boticario, sastre, esquilador, vinatero, enterrador, sacristán, maestro y, en
fin, todos los oficios que una comunidad necesitaba.
Si hacemos caso a Caro Baroja, esta situación era un arma de doble filo, toda vez que la
presencia permanente de enmendadores de cuerpos y almas, léase sacerdote, médico y
maestro, fueron una de las causas y no la menos importante- de la despoblación de
los núcleos rurales por la enorme presión moral que, queriendo o sin querer, ejercían
sobre la conducta y comportamientos de la gente del ámbito rural. Sirva esto que
apuntamos sólo de reflexión sobre un hecho ya irremediable y que por lo tanto pasa a
formar parte de las teorías sociológicas. El caso es que los servicios que prestaban en
general, tanto los oficios como los comercios, hacían posible que los campesinos y
artesanos, sin moverse de su núcleo, atendiendo a sus tierras y animales, naciera, se
educara, sanara y muriera en su entorno, sin sobresaltos y sin más necesidades.
Esto puede resultar incluso injusto para el mundo rural, sobre todo si se practica la
alabanza de corte y menoscabo de aldea. Recordemos a Caro Baroja, una vez más, cuando
dejó dicho, muy claramente, para quiénes estaban ideados los suburbios de las ciudades,
concretamente de las mediterráneas, donde, por supuesto, no tenían cabida los miembros
de la sociedad rural, a los que colocaba muy por encima de ellos. Y hagamos memoria
también de un delicioso soneto no recuerdo el autor- que decía más o menos
"dichoso aquél que no ha visto más río que el de su patria y duerme anciano en la
orilla do pequeñuelo jugaba".
Sobre lo que yo quería escribir hoy es de unas tiendas, denominadas en la actualidad, no
sin cierta sorna, "supermercados", y que formaban parte de ese armazón de
servicios. En casi todos los pueblos de la provincia de Soria, incluso en los que hoy,
cuando los visitamos, nos salen a recibir el abandono y la desolación, existió una
tienda, un comercio, donde se vendía de todo. Salvo poquísimas excepciones, sólo queda
el recuerdo, como de tántas cosas, aunque el del comercio sea más cercano. En Trébago
aún recuerdan la del tío Purrio que funcionó desde 1874 hasta 1940.
Hasta los años sesenta las necesidades de los campesinos estaban perfectamente cubiertas.
Una huerta, por pequeña que fuera, daba grumos, acelgas y patatas. Si además la
ubicación era propicia, resguardada, algún frutal podía ofrecer peras para el postre,
ciruelas para mermelada y acaso unos membrillos para elaborar con azúcar el dulce. Para
las fiestas los huevos de las propias gallinas y algún pollo de vez en cuando. La matanza
del cerdo para las labores del campo, agasajos y avío del cocido semanal y las patatas
diarias. Algún conejo también para celebraciones. Todo ello engordado con el desperdicio
que se producía en la casa, con lo cual, como dice Nieves Esteban cuando recuerda sus
aventuras de pequeña por el "barrecalles" de Almazán en busca de tesoros,
"en los vertederos no había ni un resto, pequeño o grande, orgánico". Eso era
reciclaje. El pan se cocía en casa o en el horno común, y con él las pequeñas
delicias, pobres delicias, dicen algunos, exquisitas pensamos ahora cuando con mucha
suerte probamos las tortas tontas, los sobadillos de manteca enranciada o los bollos del
pastor. El jabón se hacía en casa con la grasa sobrante de freir y freir. El vino, si no
se elaboraba de las propias viñas se compraba en casa del vinatero siguiendo el rastro de
la rama de pino colocada en las fachadas. Los calcetines se tejían al amor de la lubre.
La ropa de diario otro tanto. Seguro que una cabra o vaca, según los lugares, daba la
leche para, con la sobrante de la ingesta, elaborar queso o mantequilla.
¿Qué faltaba en la casa? La boina, las albarcas, la ropa de fiesta, la faja, el ajuar de
la cocina, azúcar, aceite, hilos, botones, cordoncillos, la congria rancia también para
celebraciones, la torcida, los exóticos productos de la feraz huerta riojana, tela para
las sábanas de la hija casadera, aperos de labranza para sustituir a los heredados una y
mil veces remendados, puntas y tornillos, chocolate para premiar de tarde en tarde a la
chiquillería, café para mezclar con la cebada tostada y darle algo más de sabor, y, en
fín, todas esas cosas, grandes y pequeñas, que no alcanzarían a medir el diez por
ciento de lo que ahora necesitamos con tanta urgencia y tanta insolencia.
Todo lo anterior podía adquirirse en los comercios, en las grandes tiendas. Estaban
ubicadas generalmente en la calle principal. Eran espaciosas, de techos altos, algunas de
dos pisos, y casi todas tenían, en lugar bien visible, un recuadro en su mitad inferior
de madera y en la superior de cristal con una abertura semicircular, donde se colocaba el
dueño a vigilar y a cobrar. La primera que ví en Soria, cuando llegué aquí en el año
69, fue la de la señora María, en la calle Real, de Berlanga de Duero. En esa tienda y
en la de Arturo, en Miño de Medinaceli, me inspiré para un capítulo de mi novela
"Volveré a tus ojos", pues a pesar de haber entrado pocas veces, al ser la
primera se quedó grabada para siempre:
"El comercio era una de esas enormes
tiendas que abundaron antaño en estas tierras, y de las que apenas quedan cuatro en toda
la provincia. De todo se vende en ellas, desde unas albarcas hasta una buena congria
rancia que cuelgan del techo agujereadas y grasientas en la base; tornillos, naranjas,
zapatos, telas para remendar los colchones, lanas para rellenarlos, y un buen vino
enranciado acompañado, si se desea, de un pedazo de atún escabechado; muebles,
balanzas... De techos altos y poca iluminación, el lugar preferente lo ocupa siempre una
garita estrecha con un cristal delante abierto por una ventanilla, desde donde el dueño
cobra a los clientes, a la vez que vigila a los dependientes vestidos con guardapolvos
grises. La de Rosa tenía dos pisos. De la baranda del segundo colgaban botas de piel para
el vino y fuelles para avivar la lumbre. Una moderna olla expres compartía espacio con la
tradicional parrilla para asar chuletas en las meriendas campestres. En uno de los pocos
espacios vacíos de la pared, un cartel anunciaba las fiestas patronales del año
cincuenta y tantos; se apoyaba en otro que alababa la bonanza de un abono para las tierras
de labor, y este, a su vez, en un tercero donde la modelo, una señorita rellena y rubia,
lavaba con un jabón antiparasitario un chucho de lanas". ("Volveré a tus ojos",
1998).
Cualquiera puede reconocer en esta
descripción las tiendas de Berlanga y la de Arturo, en
Miño de
Medinaceli. Esta última apenas lleva un año cerrada. Era una tienda para
soñar, para inspirarse en ella. Así la describí en un relato (publicado en
ABANCO, cuando al pasar por Miño con la intención
de entrar, me la encontré cerrada y una hora después, Pedro, de Yelo, me dijo que
Arturo, el propietario, había muerto:
"Ocupaba parte de un gran edificio de dos plantas, de cuidadas piedras sillar,
dividido en tres cuerpos: vivienda, fábrica de harina y ultramarinos. Como he dicho,
estaba ubicada en el barrio de la estación de ferrocarril, a escasos metros de la vía.
Recordaba bien el nombre del propietario: Arturo. Raro para esta tierra, donde abundan
otros menos sonoros y sin connotaciones legendarias.
Y mientras fumaba, recordaba la tienda por dentro. Al atravesar una enorme
puerta de madera se penetraba en un ambiente solo posible en las tiendas de coloniales;
quien haya estado dentro de una de ellas entenderá lo que quiero decir. Era muy grande;
el fondo quedaba oscurecido por la humilde bombilla o fluorescente colocados en el centro
del establecimiento. Lejos de apretar el ánimo, como sucede con las luces de posguerra en
general, a estas tiendas les daban un ambiente entre misterioso, acogedor y romántico. No
nos iríamos nunca de ellas. Tal vez consciente de ello, Arturo había instalado un
mostrador de madera, a la derecha de la entrada, donde se podían beber unos chatos de
vino rancio, del de consagrar, extraído de la barrica de nogal, húmeda y profunda.
A esta primera impresión se unían los olores. Siempre me ha parecido que, por encima de
todos, resalta el del azafrán. Aunque no sabría decir si la congria rancia trataba de
dominarlo. El cuero de los aperos, la goma de las abarcas, el vino enranciado, la congria,
los productos de la pobre huerta, las sardinas arenques, el pimentón para la matanza, el
azafrán..., todos se mezclaban, formando un aroma entre mareante y acre.
Recordaba, sentada cerca de la vía del tren, la tarde en que María Luisa y yo estuvimos
dentro; Arturo nos convidó a unos vinos con sardinas arenques, y nos hablaba; su mujer,
guapa y sonrosada, postrada en una silla de ruedas, asentía a todo. Mi hermana les
escuchaba, pero yo, sugestionada, dejaba correr la vista: la garita donde se colocaba el
amo, sólo para cobrar, en épocas de mucha clientela, a la vez que vigilaba a los
dependientes enfundados en guardapolvos grises a fin de que atendieran debidamente a los
aldeanos. Me imaginaba esa tienda abarrotada de ellos, las mujeres con pañuelo negro en
la cabeza, los hombres con la boína en la mano, ambos con abarcas; sayas negras y largas
para ellas, y calzones de pana con todos los soles reflejados en su pardez, tanto en sayas
como en calzones. Todavía podía verse en la fachada, alineadas, unas argollas donde se
ataban las caballerías con los serones repletos de grumos al llegar, y de quincalla al
partir...
Pasando la vista por las cajas de fruta, algo picadas, esperando que a la vecina del
barrio bajo se le acabara la fruta comprada en alguna gran superficie para poder vender
parte de la mercancía. Sartenes, medias de nylon, boinas, congrias rancias, detergente
Omo, bragas blancas de algodón, calzoncillos de felpa hasta las rodillas, rosarios, botas
de vino, vodka Kameranoff, coñac Terry, abarcas, y los sacos abiertos por arriba,
doblados en vueltas, ofreciendo las alubias, las pobres alubias de la tierra; cajas de
sardinas arenques, latas de chicharros, y las barricas de roble llenas de vino de
dieciocho grados".
En Yelo se
conserva otra de estas históricas tiendas. Su propietario, Pedro, se lamenta no sin
razón, de la presión fiscal a la que haya sometido. Yo pienso que no debería existir,
no ya presión, ni tan siquiera impuestos para lugares como estos que están cumpliendo
una misión más etnográfica que comercial. Pedro tiene además de la tienda, en un
rincón de ella, un pequeño bar donde sirve a la escasa clientela algún vino y alguna
copa de coñac apenas son ochenta personas censadas-; a su edad más de
setenta años- para hacer frente a los gastos y las cargas fiscales, debe conducir su
furgoneta hacia otros lugares para vender aquello que a las amas de casa, ya con coche y
posibilidades para desplazarse a la capital a fin de comprar en las grandes superficies,
se les haya olvidado, gracias a la mala memoria. En la tienda de Pedro puede comprarse de
todo, también congria rancia, ese alimento que tanto me fascina, y huevos recién
puestos, y hasta papel higiénico Elefante, ese, si encuentra por los anaqueles un rollo,
Pedro se lo regalará.
Hace unos años descubrí otra tienda maravillosa. Fue en Montejo de Tiermes. María creo
que era el nombre de la propietaria. Su hermano había fallecido poco antes de yo
conocerla, y María, una mujer fina y delicada, que había pasado la vida, junto a su
hermano, atendiendo las necesidades de aquella comunidad rural, se planteaba cerrarla a
causa de su salud ya quebradiza. Durante años, en la trastienda, sustituyendo la
rebotica, celebraban María y su hermano reuniones y partidas de cartas con el médico,
sacerdote y demás fuerzas vivas del pueblo. Luego, con la emigración, todo aquello
desapareció y ella debía acudir cada vez con más frecuencia a balenarios que aliviaran
un poco sus dolencias del cuerpo y del alma.
Una tarde, en Velamazán, me encontre una taberna-tienda. No sé si todavía estará
abierta. Se parecía mucho a la que Juanita Garzón regenta en Barca. Un poco de ambas
están reflejadas en mi relato inédito "La vieja estación":
"Volvieron al pueblo y entraron a la
taberna. Se trataba de un zaguan umbrío y fresco, con dos bancos de madera a cada lado de
las paredes laterales, dos mesas pegadas a ellos, y, en el centro, un mostrador cubierto
por un mármol blanco. En la pared de enfrente, una estanteria mostraba latas de
conservas, algunos paquetes de legumbres, azúcar, fideos, aceite, y, en fin, un poco de
todo lo necesario para abastecer las necesidades del pequeño lugar. Se fijó ella en un
enorme pescado seco y agujerado que colgaba, grasiento, de una esquina. Congria rancia, le
informaron; muy buena para guisar con patatas. Sobre el mostrador, pegadas a la pared,
unas frascas de cristal albergaban un vino negro y espeso. Junto a ellas, boca abajo,
escurrían las gotas de agua unos vasos de cristal y culos gruesos. Hacia el centro del
mostrador, sobre unos platos grandes de loza, blancos y desconchados, se asentaban unas
enormes latas con chicharros y atún en escabeche.
En una esquina del banco un viejo dormitaba. La tabernera les miraba intrigada. El pidió
una frasca de vino, un chicharro y un buen trozo de bonito. La tabernera les informó de
los tesoros guardados en la trastienda: chorizo casero y lomo de la olla. De todo, dijo
él, queremos de todo. Se notaba que conocía bien su tierra".
Hacia la mitad de la
calle principal de Calatañazor, a la derecha, asciende una callejuela estrecha. Hacia la
mitad de esa callejuela, un anuncio acorde con el respetado entorno dice el nombre del
establecimiento:
Taberna de
Almanzor.
La taberna tal vez fuera en su día estanco, tienda donde se vendía lo necesario para
sustentar un modesto hogar, lugar también para tomar un vaso de vino, o todo junto. Está
ubicada en el zaguán de la casa, cuadrado, no excesivamente grande, con unos cuantos
escalones anchos al fondo y a la derecha que, tal vez, conducen a la vivienda. A la
izquierda se halla el mostrador; sirve de base para los vasos un gran madero que cierra
por las noches un espacio donde se guardan las botellas y desde donde se sirve al cliente.
Forma el cuadrado interior con la madera un a modo de garita de feria de tiro al blanco.
Frente a ese espacio hay dos mesas, y junto a una de ellas una estufa de leña que quema
madera de enebro perfumando la calle por donde se pierde el humo y el establecimiento,
cada vez que la boca de la estufa se levanta para meter más madera.
Colgados de una de las vigas, boca abajo, grandes ramos de hierbas de los alrededores
adornan un espacio ya de por sí acogedor. Dentro de la garita, desde donde se sirve al
cliente un vino clarete de la frasca, cuelga un quinqué barroco. Los vasos están
colocados dentro de un pequeño armario de madera oscura protegidos los huecos delanteros
por unos visillos blancos. Al otro lado una puerta comunica con la cocina; a través de un
cristal pueden verse los chorizos colgados de una barra de madera.
Junto a la escalera una caja de cartón contiene un surtido de los muchos fósiles que se
encuentra por toda la zona y, detrás de esa caja, otra se muestra repleta de astillas de
perfumada madera de enebro, "ahora dicen que sabina nos aclaró el dueño- pero
siempre la hemos llamado enebro; cuesta mucho cortarla".
Toda la taberna está limpia y caliente. Y en ese entorno se comprende que los clientes de
esa tarde cuatro en la pequeña barra y dos en las mesas- fueran extremadamente
amables, tanto entre ellos, como con los que entrábamos, saludando casi con afecto.
Nada desentona en la Taberna de Almanzor; tampoco los clientes. Parece lo que es, el
zaguán de la casa familiar, donde todos se reunen alrededor de la estufa de leña. El
dueño forma parte del entorno; ejerce, sin pretenderlo, de cabeza de familia de todo el
que entra. Cuando le ví entendí lo que Antonio había querido decirme días atrás sobre
la herencia genética de los pastores trashumantes. Tal vez el tabernero no lo fuera,
pero, a buen seguro, que sus antepasados sí, alguno de ellos le había transmitido a él
esa herencia.
El relevo del comercio de Calatañazor lo ha tomado, en parte, Víctor Ondategui. Aunque
modernizada, su taberna ofrece al visitante algo de lo de antes y mucho de lo que ahora se
requiere: hierbas que él mismo recoge, libros y revistas, algo para comer y beber, una
muestra de la repostería de la provincia. En fín, no ya lo que el pueblo precisa, pues
eso lo encuentran en El Burgo o en las grandes superficies de la capital, y sí aquello de
lo que el visitante se encapricha.
Pilar, en Magaña, tenía una tienda de estas, pequeña, hasta hace poco más de un año.
También, por necesidades, ejercía las veces de tienda-taberna. Ahora lo ha convertido en
un bar moderno donde vende algunos productos típicos de la provincia, sobre todo miel y
embutidos en adobo.
Un recinto parecido regenta Herminia, en Barahona, donde también puede adquirirse carne
fresca gracias a la moderna vitrina frigorífica. En casa de Herminia recomendamos una
parada en Semana Santa, pues hace la limonada más buena que he probado, y hay que decir
que todas son exquisitas.
Lo más parecido en Soria capital a los establecimientos que estoy comentando, son GAOR y
los Tres Arcos. Ambos el primero más conocido por el apodo de "Las
Cochinillas"- en el mismo lugar, al menos desde que yo las conozco. En los dos venden
las congrias que tanto me fascinan y los "chicharros embalsamados" que nombrara
Gaya Nuño en su "Santero". En las dos, al entrar, recibe al cliente el mismo
olor a especies, azafrán sobre todo da igual que ya no vendan- a secular, a
testimonios de un tiempo que fue y que se empeña en seguir entre nosotros, como esas
especies de la evolución que nunca llegaron a evolucionar y que se mantienen para
recordarnos lo que fuimos y cómo vivimos.
© Isabel Goig
publicado en este número |