Autores
de renombre han abordado antes el problema de la despoblación en las zonas
rurales desde el mismo o parecido punto de vista que voy a hacerlo yo.
Si un pensador y literato internacional de la talla de John Berger, y otro
nacional con no menos proyección, como es el antropólogo Julio Caro Baroja
se atrevieron, quiere decir eso que abrieron un camino difícil para que
observadores directos, como es mi caso, podamos recorrerlo, seguir
desbrozándolo, y sentirnos arropados por tan relevantes personajes.
Berger analizó el mundo rural –sobre todo en "Puerca tierra"-
desde el punto de vista de su autosuficiencia. Hace años leí ese libro, lo
interioricé, y el poso que quedó de aquello espero que se corresponda con
lo que él quería decir. En cuanto a Caro Baroja en su "Estudios sobre
la vida tradicional europea", apunta, con más claridad, con
rigurosidad y ejemplos concretos, el problema de la desertización humana en
el mundo rural ya desde comienzos de este siglo.
Berger venía a reflexionar sobre el mundo rural cerrado, entendida esta
cerrazón como globalidad. La autosuficiencia de este sector, el cual nada
precisó durante siglos del resto de la sociedad, aunque no por ello fue
ajeno a los cambios, le ha conferido una gran seguridad, tanta, que en
ocasiones puede entenderse –sin que realmente sea así- como soberbia. Y
seguro que no se ha podido, por lo menos hasta fechas recientes, tratar de
soberbio a un colectivo, si por ello se entiende el apetito desordenado de
ser preferidos a otros, o la excesiva estimación de las propias prendas con
menosprecio de las demás. Los componentes del mundo rural, en general,
estuvieron durante siglos tan seguros del papel que ocupaban en la sociedad,
que les importaba poco ser o no preferidos, de la misma forma que tampoco
estimaron en exceso su mundo, sencillamente, lo veían con la naturalidad
que se comprenden las cosas que surgen de la tierra, y a las que ellos se
sometían.
Cuando, ya a mediados de este siglo, desearon otras cosas que los medios de
comunicación les ofrecían como paradisíacas, dejaron el campo, vendieron
los animales, y las obtuvieron. Aunque al poco tiempo se dieran cuenta que
no existía ninguna ventaja en andar levantándose a las cinco de la mañana
para tomar un autobús repleto de gente somnolienta y pasarse ocho horas
delante de una máquina, mientras la mujer se las veía y deseaba para
atender a la recua de parientes llegados del pueblo en busca del maná, y
que se hacinaban en el piso de sesenta metros cuadrados, sin atreverse a
reconocer que eso no era lo deseado.
Las causas de la despoblación del mundo rural han sido muchas y variadas.
Según qué autores, hacen prevalecer unas sobre otras, pero un análisis en
profundidad requiere que todas se tengan en cuenta. Me comentaba en una
ocasión Carmen Sancho de Francisco sobre el sur provincial, desde
Medinaceli hasta Santa María de Huerta, área estudiada por ella, y por
donde discurre la vía del tren, una carretera nacional, una autovía, el
río Jalón y, en fin, una infraestructura que hubiera hecho fácil el
sostenimiento de la población, dándose el caso de que ocurrió todo lo
contrario: la gente encontró gran facilidad para marcharse a Zaragoza o
Cataluña, dejando el sur provincial vaciado.
En el Norte de la provincia fue el Estado, a través de ICONA, el
contribuyente máximo de la despoblación al facilitar a los habitantes de
esa zona la marcha, adquiriendo, para la repoblación, todas las tierras,
matando con ello la forma secular de vida de los serranos: la ganadería
trashumante.En el Norte de la provincia fue el Estado, a través de ICONA,
el contribuyente máximo de la despoblación al facilitar a los habitantes
de esa zona la marcha, adquiriendo, para la repoblación, todas las tierras,
matando con ello la forma secular de vida de los serranos: la ganadería
trashumante.
El
ferrocarril. La televisión. Las promesa de una vida mejor hecha por la hija
que se va a servir a una gran ciudad y vuelve con traje capitalino
deslumbrando a hermanas y padres, los cuales no saben ver, debajo de la
vestimenta, el fracaso no reconocido. Todo ello suma y sigue.
Junto a estas causas existen otras sobre las que hasta ahora nadie se ha
atrevido a decir más que a la sordina, a excepción de Caro Baroja.
Se trata de la presión social.
John Berger, en su capítulo sobre la sociología del mundo rural, dentro de
su obra "Puerca tierra", analiza este hecho. Recuerdo que se me
quedó grabado una parte del relato en el que dice que un campesino puede no
entrar nunca a casa de otro y saber perfectamente dónde está la cocina,
dónde la cuadra, dónde la chimenea, pues con una sola vez que alguien de
sus antepasados lo haya visto, es suficiente. Su antepasado lo transmitirá
y, puesto que nunca va a cambiar la estructura de la casa, no será
necesaria una segunda visita a ella.
Esto, en sí, no significa mucho, pero analicémoslo. Al pasar por delante
de una casa y oír murmullos de conversación, se sabe quién habla –pues
todos los registros de las voces se conocen-, dónde están hablando; al
mirar hacia arriba y ver salir el humo, por el volumen se sabrá si está la
lumbre encendida, si está bien o mal alimentada de leños, e incluso, por
el olor, si queman enebro, roble o carrasca. Hace ya algunos años, y
gracias a las compañías eléctricas, podemos saber también si se gasta
mucha o poca luz y hasta, por la rapidez en la revoluciones de la rueda del
contador, cuántas veces a la semana el ama de casa pone en marcha la
lavadora. Con estos datos, rápidamente sale el juicio de generoso o tacaño
para el dueño de la casa.
Esto, se dirá, es pura anécdota, pero se trata de algo más para añadir a
las causas de la despoblación. Y las anécdotas para ilustrar el tema de la
presión social serían interminables. Hace unos días una compañera de
trabajo, residente en un pequeño núcleo provincial, me comentaba que
cuando su vecina quiere quedarse un rato más en la cama, primero se levanta
a subir las persianas para evitar que la gente del pueblo sepa que ella
sigue en los brazos de Morfeo pasadas las ocho de la mañana. Otro día
llegó al trabajo muy indignada; el motivo era el comentario de una vecina
sobre la gran cantidad de bragas colgadas en los tendederos ¡las había
contado! Yo le dije que esto es así en todo el mundo rural, no sólo en
Soria, y le recordé la película "Los Puentes de Madison" y
aquella escena en la que el protagonista está tomando café en un bar, ve
entrar a una vecina, sufre con el vacío que le hacen por algo relacionado
con su vida personal, y entonces él comprende lo que puede suceder si se
lleva esa noche a cenar fuera a Meryl Streep.
En el mundo rural todo está permanentemente expuesto al público, no existe
el anonimato y eso, si se es verdaderamente libre, no tiene importancia,
pero por desgracia lo de la libertad es un mito para la mayoría de los
mortales; algo sobre lo que se vocea, precisamente por la carencia
intrínseca de ella. Por eso es comprensible la inevitable doble moral. Y lo
ilustraré con tres ejemplos concretos de actuación funcionarial, como si
realmente Soria capital fuera una gran ciudad, y no lo que realmente es: un
pueblo pequeño en casi todos los sentidos, por lo cual sería de agradecer
unos cursillos complementarios para todo aquel que llegue a Soria a prestar
sus servicios, a fin de conseguir que deje de actuar como si trabajase en
Manhattan.
El primero de ellos lo viví en la Residencia de la Seguridad Social, con
motivo de la estancia de un familiar. Lo que ha significado este edificio
como mentidero soriano hasta que el doctor Ruiz Liso ha decidido limitar las
visitas, sería objeto de estudio larguísimo, que aquí no procede. Frente
a la habitación donde temporalmente residía este familiar, había otra
donde un cartel en la puerta anunciaba "enfermo contagioso", y a
cuyo interior accedían los ATS provistos de mascarillas. Hasta ahí bien.
Una tarde escuché por los altavoces el nombre, los dos apellidos y el
número de la habitación del enfermo infeccioso, resultando que yo le
conocía, y como yo supongo que bastante gente. Ese día, todos los que
estábamos en esa planta, paseando por los pasillos, supimos quién era el
infeccioso.
Otro ejemplo tuve ocasión de vivirlo al ir a extraerme sangre. Delante de
mí entró un señor, al que también conocía. Cuando llegué yo y me
senté en la silla que él acababa de dejar libre, la enfermera depositaba
la jeringuilla que había servido para el anterior paciente en uno de los
dos recipientes que, imprudentemente, tenía encima de la mesa, y no debajo,
y en el que una gran etiqueta de cara al público explicaba: depositar aquí
los infecciosos.
Y ya por último me detendré en el edificio de la Audiencia y los juzgados,
el palacio de los condes de Gómara. A los juzgados se acude por todo tipo
de causas y motivos, habiéndose incluido en los últimos tiempos el del
impago de las multas de tráfico. Divorcios, accidentes, denuncias entre
vecinos, violaciones, asesinatos, busca y captura de maridos morosos, riñas
callejeras, problemas laborales y un larguísimo etcétera.
Diré
que los funcionarios de ese edificio son un compendio de amabilidad y saber
estar, además de muy educados. Ellos no tienen la culpa de lo que dentro
sucede, y he visto tratar con la misma consideración a todos los que allí
acuden, sea para lo que fuere. Pero tal vez a causa de que los casos son
muchos y el edificio anda sobrado de patios y galerías y falto de
despachos, se coincide en un mismo pequeño recinto para los más
variopintos asuntos, y, llegado el caso, que llega, una persona está
declarando sobre el golpe que le dieron en el coche la noche anterior,
mientras escucha a otro que, a un metro de distancia, ofrece el domicilio de
una puñetera vez para que acudan a embargarle la televisión y así hacer
frente a los gastos de los hijos, una vez la sentencia de divorcio es firme.
A lo que hay que añadir el trasiego de abogados y procuradores, los cuales,
sin ningún rubor, sin solicitar permiso y sin pedir disculpas por las
interrupciones varias, entran y salen mientras los citados declaran,
enterándose y empapándose bien de todo lo que acontece en la vida soriana.
Caro Baroja, en sus "Estudios sobre la vida tradicional... "
apunta en general a otras presiones más de su época, que han permanecido
hasta fechas bien cercanas, aunque, es cierto, ya más paliadas. Alude
directamente al maestro, médico, sacerdote, Guardia Civil y demás personas
relevantes de los pueblos, como otra causa más, involuntaria por supuesto,
de la despoblación de las zonas rurales.
Y no es ninguna tontería. Veamos. Un enfermo de sífilis, por ejemplo, se
topaba cada día, varias veces, con el médico que se la había
diagnosticado. Confiaba en él, desde luego, y sé por propia experiencia
cómo actúan los médicos rurales, con absoluta discreción, sin que eso
sea otra cosa que su obligación. Pero el enfermo vería constantemente en
los ojos del galeno el conocimiento de su enfermedad, y además de médico
era un ser humano con gente de su confianza alrededor y resultaría
inevitable que, de vez en cuando, le asaltara la duda sobre esa discreción.
Otro tanto cabe decir del sacerdote, aunque en otro sentido. Durante los
años de posguerra, cuando la sociedad rural había alcanzado el punto álgido
gracias al elevado número de hijos y la depresión económica, cuando las dos
españas estaban enfrentadas y se mantuvieron así hasta antesdeayer como
quien dice, el sacerdote cumplía unos papeles en esa sociedad tan diversos
como chocantes. Habrá que decir a favor de quienes lo merezcan, que muchos
de ellos cumplieron una misión durante la contienda digna de encomio –a la
que no estaban obligados políticamente- aunque, como en el caso de los
médicos, no hicieran otra cosa que cumplir con su obligación, en este caso
moral. Pero otros dirigieron el dedo acusador hacia aquellos que no
comulgaban con sus ideas por el sólo hecho de no hacerlo, y sabido y
estudiado está que se cargaron familias, las cuales nunca más levantarían
cabeza.
Pues bien, vuelta la vida a la relativa normalidad, siguieron comportándose
como inquisidores de la vida social rural. Y de este modo, familias que
habían perdido a parte de sus miembros en aras de unos ideales distintos a
los que la iglesia defendía, se vieron obligadas a pasar por la pantomima de
cumplir con unos sacramentos de manera obligatoria, so pena de ser
denunciados, o, sencillamente, por el temor de que ese hecho pudiera
dejarles sin ayudas que ahora nos parecen míseras, y entonces eran tan
necesarias que suponía nada más y nada menos que el sobrevivir. En los
archivos locales se conservan copias de documentos en los que puede
comprobarse como familias de reconocida querencia izquierdosa se veían
obligados a prestar fidelidad a unos principios éticos y religiosos contra
los que habían luchado, con la firma del sacerdote como garantía, a fin de
acceder a esas ayudas, que podían ser leche en polvo, harina y/o una ayuda
en metálico para aliviar la paupérrima economía familiar.
Aún
en el caso de que el sacerdote fuera liberal y comprensivo, siempre estaba
ahí, advirtiendo con su presencia la necesidad de ir a misa, rezar el
rosario, acudir a la procesión, ir a catequesis. Y el chaval, o la moza
casadera, y los padres y los parientes, se enfrentaban constantemente con el
dedo acusador, fuera o no levantado, que ya desde el púlpito, ya desde la
calle, ya de viva voz, ya con la mirada, les recriminaba una y otra vez el
escote del vestido, las mangas cortas, las piernas sin medias, las
películas visionadas y les amenazaba con los males del infierno. Daba igual
que el mosén de turno no lo hiciera, lo había hecho el anterior y lo
haría el siguiente, y el de en medio, por muy tolerante que se mostrara, no
significaba sino la continuación de una religiosidad impuesta.
Las confesiones han supuesto siempre un auténtico martirio para la sociedad
rural. Me he preocupado de conversar largo y tendido sobre el asunto, y era
en realidad un trago difícil si se acudía a ellas con sinceridad. No he
dudado nunca del secreto de confesión, es más, creo que es uno de los
pilares de la iglesia y que el día que falle la institución se verá en
serias dificultades. Pero sé que a veces se abren pequeñas fisuras en ese
secreto, unas fisuras que pueden acarrear calamidades. De una de esas
fisuras he tardado años en enterarme, porque, al final, hasta eso se llega
a saber: que no se guarda el debido secreto de mentira confesada.
Recordemos quiénes eran los encargados de facilitar a los distintos
estamentos de la Administración de la época los certificados de buena
conducta. Eran el sacerdote y la Guardia Civil. Con la educación recibida
concretamente en la posguerra española, cualquier habitante de cualquier
pueblo sentía constantemente sensación de culpa. Seguro que de cara a la
benemérita y a la Iglesia algo había hecho mal, y además, lo había
confesado precisamente a quien debía extenderle un certificado de buena
conducta. Lo normal es que se extendiera y no fuera a mayores, toda vez que
se trataba sólo de una sensación percibida por el demandante, pero porque
habían sido puestas las necesarias trabas y condiciones a la vida de cada
cual para que esa sensación estuviera siempre presente.
Podíamos extendernos con el maestro que se creía en el derecho de seguir
dando pescozones fuera de las aulas, con el boticario que al entregar la
medicación regañaba paternalmente al enfermo, o con el practicante casado
con una señora que se iba del pico y anunciaba las ladillas de uno de sus
invitados a la convidada de su derecha. Aunque en honor al maestro se deba
decir que sufrieron una durísima represión tanto en la guerra como en los
años sucesivos, sin que ello fuera óbice para que su sola presencia, como
una autoridad social, hiciera que los chavales dejaran de actuar con
libertad.
No le falta razón a Caro Baroja cuando apunta y añade, con un valor
especial, esta presión social ejercida por estas fuerzas sobre la
población rural.
Y añadiríamos otra tan importante como las anteriores, y derivada de ella,
sobre todo de la falta de intimidad. Me refiero al rumor. Ese ruido confuso
de voces, sordo, es un fenómeno social que se da en todas las
colectividades y que ha pasado a los estudios de sociología. Pero mientras
que en una sociedad industrial se diluye por los problemas que
constantemente acosan a sus componentes, por la falta de tiempo y por el
atractivo de otras actividades más lúdicas, en la sociedad rural forman un
entramado que aprieta y acosa al que lo padece y del que en general no se
libra nadie. No se trata de un juego como aquellos que nos proponían cuando
estudiábamos una asignatura de Pedagogía, sobre la llamada "clínica
del rumor", y donde había que lanzar uno soto voce y dejar que
creciera, llegando a convertirse en una monstruosidad para después poder
debatir sobre él. No, en la sociedad rural el rumor es de una crueldad
tremenda, tanto, que según el grado de debilidad de los espíritus, puede
llevar hasta el suicidio.
Recordemos
esa obra de teatro terrible que es La Casa de Bernarda Alba, de García
Lorca, y ese final secuestrado a los ojos y iodos de los vecinos –"¡Las
lágrimas cuando estés sola! Nos hundiremos todas en un mar de luto. Ella,
la hija menor de Bernarda Alba ha muerto virgen ¿me habéis iodo?".
Hay que reconocer que nadie como Lorca para captar el espíritu de esa
sociedad rural. Recordemos una conversación entre Yerma y su marido:
"Calla. Demasiado trabajo tengo yo con oír en todo momento... ".
"No. No me repitas lo que dicen... A fuerza de caer la lluvia sobre las
piedras estas se ablandan... ".
El rumor sale de la boca, repta, se desplaza, se aumenta en las tabernas, en
las reuniones, se juzga a la persona hacia la que va dirigido y se
sentencia. Después, ya para siempre, se señala con el dedo y eso que sólo
era un rumor, ha acabado en algo que para siempre arrastra la persona objeto
de él, y en un alarde de humor ácido, puede que hasta se convierta en el
apodo que acompañe para siempre jamás a siete o veinte generaciones. Y
puede que la persona que lo reciba no sea lo suficiente fuerte para
resistirlo y acabe marchándose.
En el año 1990, creo, hice un trabajo para el entonces SORIA SEMANAL sobre
la despoblación en Soria, zona por zona. Procuré que parte de la labor de
campo coincidiera con los meses de verano a fin de hablar distendidamente
con emigrantes que retornan para pasar aquí esos meses y las fiestas
patronales. Recuerdo de aquel trabajo, que no tengo a mano ni he vuelto a
leer más, que me explicaban a dónde se habían dirigido, quién o quiénes
habían abierto el camino para ese éxodo –casi siempre uno del pueblo
marchaba primero montaba un negocio y se llevaba a los familiares-, y los
motivos. Eran estos la excesiva división de la tierra, el elevado número
de hijos, la dureza del clima, la falta de las más elementales comodidades
en los hogares, la atracción de las ciudades grandes e industriales.
Recuerdo expresiones como "¡qué podíamos hacer aquí!",
"esto está muerto", "después de la guerra llegamos a pasar
mucha hambre", "aquí no hay futuro para los hijos". Pero yo
deseaba saber algo más, algo de esa presión social de la que hablo. Alguna
mujer se atrevió a contestar de forma muy poco halagüeña para con la
sociedad rural, pero, en general, una sonrisa cómplice y un encogimiento de
hombros fueron los gestos más habituales.
Pero una tarde, en un pueblo de la sierra del
Norte, cuyo nombre omitiré, me encontré con una señora de cincuenta años que
había emigrado, junto con su marido, a Cádiz, en el año 69, casi recién
casados. Simpatizamos rápidamente y nos fuimos a pasear hasta un delicioso
paraje de robles. Yo me extrañaba de que una tierra propia pudiera
abandonarse así como así y no sentir nostalgia. Y ella me contó el porqué se
marchó, algo que coincide con las causas que apunto en este trabajo, además
de aseverar que, se diga o no, fueron muchos los emigrantes que lo hicieron
por causas de presiones sociales.
Me contó la historia de su madre, que yo luego
convertí en un relato con el título de "María, María... ". Su madre fue hija
de una prostituta... Pero escuchemos a la supuesta María: "Decían que mi
madre era hija de una guapa mujer que ejercía el oficio en la capital. Y, ya
sabes, entonces la mala uva que había en los pueblos, y ahora también, pero
menos. Se empeñaban en que mi madre había salido a la suya, y le gustaba un
gañán a sueldo de mi padre. Que se acercaba mucho a él, que le hablaba
bajito. Mi madre nunca levantó la voz, como si quisiera que nadie la oyera,
por eso acostumbraba a acercarse mucho para hablar. Un año, siendo yo mayor,
cuando mi padre se marchó con el ganado, le pregunté a mi madre qué había de
verdad en aquella historia de que yo no era hija de mi padre. Verás, es que
la historia de mi madre es muy triste. No sólo porque fuera cierto su
origen; sí, me dijo que era la hija de una perdida, la llamó ella, y que
nunca en la vida la había visto. Ella, para compensar ese hecho, como si se
sintiera culpable, fue la mujer más honrada del mundo, las podía haber
iguales, pero más no. Y le hacían daño, porque a nada que se desviara, un
paso más corto que otro que diera, ya estaban los rumores. Tu sabes que en
esta tierra se hacían trasnochos cuando los hombres se iban al extremo. Pues
a nuestra casa no quería venir ninguna mujer a contar sus historias al amor
de la lumbre. Mi madre tampoco se atrevió a ir nunca a casa de ninguna de
ellas, y poco a poco se fue metiendo en lo que ahora decimos una depresión,
y antes llamábamos decaimiento, o melancolía. Iba mucho a la iglesia; antes
de nacer yo, para rogar a Dios que el parecido con mi padre fuera lo mayor
posible, y después, supongo que ya por costumbre, o por el qué dirán
también, qué se yo. El caso es que se fue haciendo cada vez más pequeña, más
sumida, se replegaba, adelgazaba. En los últimos años ni hablaba conmigo. Un
día se metió en la cama y nunca más se levantó. Murió con apenas sesenta
años. De pena, de depresión... Y yo, harta, decidí irme de aquí".
Afortunadamente
toda esta presión va distendiéndose. Los tiempos han cambiado para todos,
y en algunos casos, como el que nos ocupa, debemos darnos por satisfechos de
que así sea, aunque ya sirva para poco, pues el ámbito rural está tan
desertizado que no queda hueco ni para el rumor.
Y vemos no sin cierta ironía, cómo aquella sociedad que viéndose tan
presionada explotaba a su vez, aunque fuera a través del rumor, se va
diluyendo, sus hijos y nietos, como una maldición bíblica, se comportan
como todos los jóvenes por mor de una vara que rasa y pone al mismo nivel a
los jóvenes neoyorkinos que a los del más humilde de los lugareños. Que
actúan de forma natural sin saber que cualquiera de sus actos hubiera dado
lugar, sólo treinta años atrás, a una afrenta familiar y colectiva capaz
de enclaustrar para siempre a padre y madre sonrojados. O sea, que todo se
ha relativizado, y lo que estos jóvenes hacen, la forma en que se
comportan, no es, ni más ni menos, que caminar por un sendero ya desbrozado
por la generación anterior.
Así que, una vez más, el ser humano recibe aquello que crea. Dicen que los
humanos no somos más que lenguaje, y lenguaje viene de lengua. Bien es
cierto. Si analizamos, uno a uno, todas y cada una de las causas que han
hecho posible la desertización humana del mundo rural y en especial de
Soria, nos daremos cuenta de que todas ellas son, ni más ni menos, que
producto de aquello que nosotros hemos querido que sea.
© Isabel Goig
Soler
publicado en el número 32 de ABANCO/COSAS DE SORIA
(del libro
EL LADO HUMANO DE LA DESPOBLACIÓN)
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