Estación, Parada y Fonda
Los que peinamos
canas debemos recordar entrañablemente el ferrocarril Torralba-Soria, cordón umbilical
de la ciudad con la capital de la nación. Todo era pequeño, familiar, modoso y
tranquilo: unos trenes, unas máquinas, unas vías y unas estaciones como podría ser un
tren de juguete en grande que ensambladas sus piezas sirviera de distracción a los
mayores.
Disponía de unos
empleados serviciales y humanos que eran capaces de llevar un calorífero desde la
locomotora al vagón de tercera para que el anciano o enfermo que necesitara calor durante
el viaje en las desapacibles noches de invierno. El viaje a Torralba en el correo era
nocturno y se salía de Soria a las 22 horas para poder empalmar allí con los rápidos de
madrugada que circulaban rumbo Madrid y Zaragoza. Antes, la Pajarilla, el coche de
mulillas de Correos había desembuchado la correspondencia, que iría en el furgón de
cola. "Lleva en el buche/ las alegrías, / los desconsuelos/ frescos de tinta. /
Vuelve sin alas la Pajarilla,/ vacío el buche,/ Soria vacía,", como cantaba Gerardo
Diego.
El tren era, al
salir de Soria, especie de círculo social itinerante. Llevaba departamentos de 1ª, 2ª y
3ª; los viajeros dentro de cada clase se agrupaban para charlas y compartir inquietudes,
zozobras e ilusiones. En esos años apenas se viajaba por placer sino por necesidad. En
3ª iban labriegos que solían montar en las estaciones del trayecto: amplios tapabocas,
boinas capadas y abultadas alforjas, donde no faltaban las güeñas, el morcón o la
papada y colgando un par de pollos tomateros trabados por las patas con bramante. Iban a
Madrid a visitarse o a Zaragoza a ver al quinto operado de fimosis en el hospital militar.
Los compartimentos de 2ª olían a cuero y blusas de tratante, pues allí se agrupaban por
lo general viajantes de comercio que habían hecho la plaza y regresaban o cambiaban de
escenario y tratantes de Berlanga, Almazán o San Pedro Manrique que acudían a la feria de Sigüenza o a los
mercados de Atienza o de Jadraque. Los departamentos de 1ª clase, más espaciosos, de
asientos tapizados, con redecillas blancas en sus respaldos y las siglas MZA
(Madrid-Zaragoza-Alicante), iba ocupados regularmente por funcionarios, delegados y
políticos que se desplazaban a despachar a la capital del Reino; catedráticos del
Instituto e ingenieros en comisión de servicio o magistrados de la Audiencia al
Ministerio o al Supremo para consultas.
La visita del
revisor, airoso, expeditivo, era más bien un ramalazo de sobresalto y frío en el
duermevela de la madrugada.
El convoy arrastraba
también un vagón mercancías con trillos, arados, rejas, aperos de labranza, sacos de
sal y de sulfato, coloniales y alguna máquina de coser Singer que se descargaba en las
estaciones del trayecto y el furgón de cola de Correos, con sus funcionarios somnolientos
pero diligentes, refugio tibio de "la pareja", protegida por el charol de los
tricornios y sus capas verdosas con sombras "de tinta y de cera".
Las estaciones del trayecto,
como de cuento de hadas, iguales, reducidas, verticales, cubiertas de nieve en los largos
inviernos y viciosas de macetas y geranios en verano y primavera. Las estaciones de
Almazán, Torralba y Coscurita se salían de la uniformidad como para destacar la
importancia de sus enclaves. Torralba y Coscurita eran nudos de comunicaciones: tenían
cantina para paliar las esperas de otros trenes. La primera de ellas para recibir el
rápido Zaragoza-Madrid y viceversa. Se hacía trasbordo y aquella cantina cálida de
estufas, de vaho de caldo de gallina y de café con leche, era remanso de felicidad para
el viajero. A veces, horas de espera por los retrasos y luego sones de la campana
"viajeros al tren" y tres minutos para montar en el convoy de paso, entre tufos
de vapor silbante y carbonilla.
En la estación de
Coscurita, cruce de la línea Valladolid-Ariza se hacía cumplido uso además de su fonda:
un recuerdo de celda monacal para dormir el viajero, cama limpia y abrigada, y un lavabo
de cubo, jarrón y palangana, donde el agua en la noche quedó helada. El cronista fue
testigo viajando con su padre hacia Zamora en la navidad de 1937.
La estación de
Almazán era relativamente amplia y confortable, con instalaciones espaciosas y aseadas,
limpio y resguardado el andén, cómoda y acogedora la cantina. Los andenes eran paso
obligado en las tardes soleadas de domingo, como otra plaza mayor recta y abierta a
sueños e ilusiones juveniles. "Por ti se va no a la ciudad doliente/ sino al largo y
torcido laberinto/ del mudo..." "En los pueblos con tren/ dulcísima tragedia/
la de esas diarias citas/ con el que nunca llega", decía Gerardo Diego.
Hemos de recordar,
en fin, de aquellos años, las demás estaciones del trayecto, tristes, apocadas,
dormidas, esperando los geranios de primavera en improvisados jardincillos junto al muro o
en las macetas de sus ventanas, con un jefe de estación humano y solidario, que abría su
despacho caliente por la estufa de tacos y resinas al viajero aterido de frío que llegaba
en cabalgadura a la estación desde La Ventosa, Osona o Cascajosa y tenía una palabra de
consuelo para el enfermo que viajaba a la ciudad a visitarse o a gestionar con los seguros
la parca indemnización por el pedrisco que asoló la cosecha. Mi homenaje desde estas
líneas al jefe de estación de Tardelcuende en los años inmediatos a la guerra civil,
que nos hacía a los niños barcos y pajaritas de papel para entretenernos en las esperas,
mientras charlaba animadamente a la vez con los mayores.
La estación de
Soria aún se mantuvo como pudo hasta el final de los años 50 más o menos, acosada por
las construcciones inmobiliarias de la barriada limítrofe de San Francisco. Aquella
"Estación de la paz, Viajes beatos/ de luminosa inmarcesible estela".
/"Disimulada y frágil como un nido/ desde la paz de tus andenes/ libre de humo y de
carbón, / limpia de ruidos,/ la estación de los sueños y los trenes", que
escribió Gerardo Diego.
Pero llegó su
final, ya sicua de carbonillas y escorias no disimuladas. El reloj del andé que sufrió
tantos cierzos, se paró de pronto. Raíles desplazados, traviesas encogidas y astilladas.
La estación se quedó cada vez más triste, acurrucada, anoréxica y compungida,
esperando su demolición definitiva.
©
Jorge Manrique
de Aragón
publicado en este número |