La Diáspora
La mili
significó un paréntesis en mi vida; una línea divisoria entre un antes cerrándose
detrás cle mí, y un después incierto que me inquietab. Hasta entonces mi existencia
había transcurrido sin sobresaltos, sin más preocupaciones que pasear los libros bajo el
brazo en los últimos años de estudiante, y recorrer con los amigos cuantas tascas y
tabernas nos salían al paso a la salida de las clases.
El Bizco García, con el tono
zumbón que usaba a menudo, solía decir que, aunque no frecuentábamos la iglesia, para
piadosos, nosotros, fieles devotos del dios Baco a quien venerábamos de ermita en ermita,
ya fuese día de labor, domingo o fiesta guardar. No había bar, café, talderna o
ventorro que desconociesen nuestros pies, ni mostrador por el que no hubiésemos
restregado nuestras coderas. Y más arte usábamos en empinar el codo que en hincar los
dos con un libro delante. Cuando se inauguraba un bar, allá acudíamos a cumplir con la
visita de cortesía pues, al decir de Lorenzo, el mayor de los hermanos García, de no
observar tal rito la mala conciencia no le dejaba pegar ojo. Eso de los remordimientos y
del amor al morapio edebía quedarle a Lorenzo de su época de monaguillo, años atrás,
cuando al menor descuido de don Secundino, el párroco de su pueblo, le atizaba unos
tientos de no te menees al vino de consagrar.
No se crea por lo antedicho que acostumbrásemos a ponernos como cubas, ya que nuestros
raquíticos caudales de estudiantes no permitían semejantes larguezas; a lo sumo, quien
más quien menos cogía una ligera cogorza, lógica consecuencia de echar al coleto el
vinazo peleón, a palo seco más por falta de medios que de ganas. Con el tiempo y la
experiencia comenzamos a distinguir el grano de la paja, y, sin llegar al sibaritismo pues
obvio es que solíamos andar a la cuarta pregunta las más de las veces, fuimos escogiendo
los bares que servían vino a granel mínimamente decente, quizá traído de Lumpiaque,
Cosuenda o Magallón, y abandonando los que servían matarratas que, aun con la bendición
de las aguas del padre Duero, eran causa de dolores de cabeza y diarreas a la mañana
siguiente. Cuando la provisión de fondos se acrecentaba, ya viniese de algún extra que
caía por aprobar el curso -con la ley del minimo esfuerzo, por supuesto-, la visita de
los tíos o el esporádico descargue de algún camión, se acompañaba el chateo con las
consabidas banderillas, un taco de bonito en escabeche o una ración de lo que se
terciase.
¡Ah, los bares de mi ciudad! Desde la distancia del emigrante que partió a lejanas
tierras y los muchos años transcurridos os recuerdo con agrado. Acogedores lugares de
tertulia y alterne; refugio y abrigo de nuestros cuerpos en los largos días de invierno;
testigos cómplices de los primeros escarceos amorosos; asílo de descarriados; consuelo
de afligidos; protectores y amigos. Muchos cerrásteis vuestras puertas para siempre al no
poder resistir la tiranía de la modernidad, la miseria de los tiempos y las disposiciones
del Boletin Oficial del Estado. Quizá ignorábais entonces que, al echar el cierre, con
vuestra ida también se arrancaba otra página de nuestra historia. Igualmente se fueron
para siempre muchos de los que los que frecuentaban desde un lado del mostrador y de los
que despachaban desde el otro.
Comenzando la peregrinación desde el río, primero se encontraba, cual faro guía de
ribera, el Mirador-Bar, más conocido como el Merendero de Augusto, lugar de reunión de
parejas y amigos, embarcadero no de yates ni de motoras fuera borda, porque nuestro padre
río nunca tuvo pretensiones mediterráneas, sino de barcas de reinos que zis-zas,
zis-zas, a golpe de músculo transportaban a los esforzados galeotes río arriba hasta la
fábrica de harinas o, a los más atrevidos, hasta los rápidos de la presa. Ya en
la carretera, también junto al Duero, haciendo honor a su ubicación, la Alegría del
Puente, que aguantó hasta los últimos días del siglo. Vecino de San Pedro, el bar
tienda del Gallarón vendía gaseosas en envase de cristal con tapón de porcelana y
artilugio metálico, 2,40 pesetas la botella de litro. Quien iba a imaginar que el popular
Mandarria, el que nunca tuvo Navarra, acabaría cerrando sus puertas hace ya años.
Bastante antes lo habían hecho Julián y el Sanz, en la Plaza Mayor.
Mucha agua ha pasado bajo el puente desde que nos dejara el Burgalés, antigua sede del
Numancia, en la calle de los Estudios, casi tanta como desde el adiós del Argentino, en
pleno Collado, con cristaleras mirando a la Plaza de San Esteban, o del Plata, en la
Claustrilla, del que recuerdo su pulcritud, los blancos paños colgados fuera del
mostrador, y el vermú con soda y las aceitunas sin hueso. También cerró el España,
cafés de la mañana y cervezas del mediodía de los funcionarios de la Diputación y
Hacienda, como lo hiciera el Soria, en la esquina de la calle Alberca, o el Marfil, de
puertas acristaladas, también en esquina, frente al teatro Avenida, singular coliseo,
otrora orgullo de la ciudad y oprobio de cuantos permitieron, por activa o pasiva, otro
atentado, uno más, contra la cultura soriana. No sé cuándo vamos a aprender de los
pueblos que, celosos guardianes de su patrimonio, conservan, cuidan y miman lo suyo.
Patatas bravas las del Caribe, en el Tubo, decorado con murales de bucaneros y hermosas
mujeres, cañones y barriles de ron, navegando nuestra fantasía en el barco del capitán
Kidd hasta las remotas Antillas. Germán Ortigosa prefería "quedarse" en el
más cercano Cantábrico, pues, enamorado de lo norteño, vez que entraban en el bar, vez
que se iba derecho a la máquina de discos en busca del inglés que vino a Bilbao, a
ver la ría y el mar mientras el popurrí seguía incansable, ya en los toros de San
Sebastián, ya en los de Valladolid, terminando por convencermos, de tanto oírlo, que el
ramillete tenía que ser, por fuerza, Santurce, Bilbao y Portugalete. Dichosos tiempos en
que todavía no nos habían comido el terreno y la sesera la música anglosajona y las
sevillanas. El Tubo, bien es verdad, no ha vuelto a ser lo que era. Quedan casi todos los
bares, sí, aunque la mayoría han cambiado de dueño y el ambiente es otro. Puede que
también el Bambi haya arrojado la toalla, y acaso el antiguo Buja ya no conserve la
cabeza de toro de cuando fue sede de la Peña Taurina.
Ni al Palacio de los Condes de Gómara le faltó su bar, el Silencio, de nombre nada
acorde con el ambiente tabernario. Los futboleros, cuando aún no había llegado el
empacho televisivo, se informaban de los resultados de las quinielas en la Cierva o en el
Ruiz; en este último, un camarero era del Madrid y otro del Bilbao. Los muy ladinos
usaban un ingenioso sistema de captar propinas; consistía en una balanza con dos botes,
cada uno con el escudo de su equipo. Si se inclinaba del lado del Real, los parroquianos
del Athletic no tenían más remedio que rascarse el bolsillo si querían ver a su equipo
arriba. Y al revés. La ronda continuaba cruzando la calle, en el Rangil, mitad tasca
mitad bodega, propiedad de una familia con larga tradición vinatera, de lo que daban fe
los bocoyes de barro llenos de buen caldo. En algunas ocasiones no venía mal bajar,
poquito a poco, hasta el Ventorro, a las afueras de la ciudad saliendo hacia el Cañuelo,
para que la cabeza tuviese tiempo de airear los vapores etílicos por el camino y, ya
allí, echar unas partidas a la rana siempre que no se hubiese trasegado más de la
cuenta, en cuyo caso no había humano que le hiciera abrir la boca al maldito bicho.
Con el vaso a medio apurar y sin intención de agotar la botella, tendríamos ocasión de
acercarnos a la taberna del Félix, junto a la Plaza de Abastos, casa de comidas
frecuentada al mediodía por gentes de la provincia que habían venido a la ciudad a
vender sus productos, dar una vuelta por si la chica interna en las monjas necesitaba
algo, o mercar cualquier género que no encontrasen en el pueblo. Al caer la tarde, sin
gente de fuera, la clientela se componía de varios corrillos de viejetes que echaban la
partida de cartas en los veladores de desgastado granito, y el grupo de estudiantes de
todos los días: el Bizco García, su hermano Lorenzo, Germán Ortigosa, Fermín el
Garrafas, El Chispo, y algún otro que se unía al grupo ocasionalmente. Una vez que los
libros descansaban apilados en una mesa del rincón, junto a la ventana, después de tanto
ajetreo calle arriba, calle abajo, se pedía el bote de cuero para jugarse a los dados
quién pagaría la ronda. El porrón de cerveza con gaseosa corría inquieto de
mano en mano, vaciándose apenas daba un par de vueltas. Los abuelos, más sosegados, con
la tranquilidad y experiencia que dan los años, libaban parsimoniosos durante las
pequeñas treguas de la partida, ocasión que los fumadores aprovechaban para liar otro
cigarro. Algunas veces, el abuelo Fortuna se unía al grupo a pegar la hebra.
Le
gustaba rememorar historias antañonas que escuchábamos con deleite, y en agradecimiento
le ofrecíamos obsequiosos el porrón. Majos chicos, decía, en señal de aprobación.
Pero la república popular de la bebienda por antonomasia, la taberna por la que siempre
sentí especial simpatía, no era otra que la del Lázaro, la tasca más antigua por
méritos propios, la que ha sabido mantenerse fiel a su personalidad sin caer en
veleidades modernistas. Pena me han dado siempre los establecimientos que, haciendo gala
de un progreso mal entendido, renunciaron a su carácter y arramblaron con todo lo que les
identificaba, a menudo conservado durante varias generaciones. Así fueron desapareciendo
los veladores de gruesos y desgastados mármoles, las maderas de los mostradores, las
frascas de boca ancha tapadas por un corcho gordo, las viejas puertas, dando paso a los
materiales sintéticos, al frío aluminio o al no menos frío acero inoxidable y a las
botellas de tapón de rosca. Pues muy bien, con su pan se lo coman. En la tasca bodega del
Lázaro han sabido compartir barra cuadrillas de albañiles, empleados de banca,
estudiantes de la Normal, bedeles de instituto, dependientes de ultramarinos, todo un
mundo variopinto en buena armonía.
Mientras los días en el cuartel transcurrían monótonos y lentos, cavilaba sobre mi
futuro. Iba siendo hora de sentar la cabeza, como diría el abuelo Francisco, buscar
trabajo y hacerme un hombre de provecho. Intuía que ya nada iba a ser igual, que los
tiempos de estudiante y parranda pertenecían a un pasado que se me antojaba remoto a
pesar de su inmediatez. Me turbaba el ánimo dar por seguro que, en cuanto me licenciase,
iba a emprender el camino de la emigración, tras los pasos de tantos otros que me habían
precedido durante décadas. Cualquier supersticioso podría pensar que una extraña
maldición se abatía sobre nuestra tierra desde tiempo atrás arrojando al exilio a miles
de sus hijos. Sin embargo, dejando aparte hechicerías o aojamientos, la decadencia había
de provenir, sin duda, de causas prosaicas. Suponía que quizá la primera piedra del
declive la pusiese el político Javier de Burgos, en el ya lejano 1833, con la nueva
distribución provincial que nos hizo perder territorios nuestros en La Rioja, Los Cameros
y La Alcarria. Desde entonces, Alfaro, Calahorra, Enciso, Atienza, Cobeta, ya nunca más
volvieron a ser de Soria, aunque continuase la familia de riojanos y sorianos, primos
hermanos.
Meditaba sobre los vaivenes de la historia en cómo pueblos antaño pujantes y
esplendorosos, languidecían hogaño cercanos a la extenuación. Por mi mente desfilaban
de manera desordenada, en confuso tropel, un cúmulo de sentimientos y de recuerdos, de
acontecimientos tal vez vividos, quizá imaginados o soñados, y añoranzas de sensaciones
no experimentadas que acudían a mí desde algún ignoto tiempo o lugar. En aquel caos se
mezclaban la Cabaña Real de Carreteros con las historias del abuelo Francisco; el Honrado
Concejo de la Mesta y los indianos que volvían de las américas con las clases de
Geografla e Historia de don Antonio; los fueros, las casas blasonadas y los escudos
nobiliarios con las iglesias románicas y los monasterios; los concejos abiertos, las
cañadas, veredas y cordeles de la trashumancia, los desalmados yangüeses del Quijote, la
ruta del Cid, Calatañazor y Almanzor, Numancia, los termestinos, leyendas, tradiciones...
©
Miguel Maderuelo Ortiz
publicado en este número |