1957
iba a tener cierta trascendencia en mi vida por culpa de un amigo; quiero
decir, gracias a él, por el hecho simple y fortuito de que en Ibiza me
reencontré ese año con Antonio Ruiz.
Aproveché que un conocido tenía que
resolver algún asunto particular en la ciudad para irme con él en su
automóvil y luego, por la noche, regresé por el mismo procedimiento a San
Antonio. Me gustaba de vez en cuando darme una vuelta por el bonito paseo de
Vara de Rey, por la Marina, con tanto comercio, por la Peña tan curiosa y
característica, por el puerto para ver los barcos. Todavía se conservan
activos muchos motoveleros, tan evocadores de otros tiempos, tan
legendarios. El inolvidable Pedro Matutes, por buen ejemplo.
Era por la tarde. Había comido en la Pensión
Formentera una borrida de ratjada sabrosísima. Después pasé un
gran rato en Los Valencianos, un helado de vainilla, primero; luego
un té con una nube de leche, que es como me gusta tomarlo. Decidí, pues,
reanudar mi paseo por el puerto.
La atmósfera se había refrescado.
Soplaba una brisa leve. Los andenes y hasta la misma calzada aparecían
congestionados de gente lo más variopinta que cabe imaginar. Tenía que
zarpar pronto alguno de los dos paquebotes de la Transmediterránea que se
hallaban atracados junto a los muelles. Agosto finiquitaba, y aún restaban
muchos turistas en la isla. La mayoría de los que se veían eran rubios:
alemanes, ingleses, holandeses y escandinavos, si bien es cierto que entre
franceses y belgas abundan mucho los ojos azules y el cabello pajizo. Se
percibía como un atisbo de melancolía en el ambiente; el fin de la
temporada veraniega que se vislumbraba tan próximo. Cuántas mujeres
bonitas se veían. Era un gozo verlas pasar a nuestro lado, oler los
efluvios de perfumes refrescantes que como una estela dejaban tras de sí.
Cuando llegué a la altura de la terraza
de El Ribereño, inesperadamente, con mucha alegría, descubría a
Antonio Ruiz; estaba sentado en compañía del guía y traductor Anthony
Edkins. Hacía años que Antonio Ruiz había desaparecido de Madrid, del Café
Gijón, donde nos conocimos una noche. Me acerqué a saludarlos y me
invitaron a sentarme con ellos. Antonio y yo teníamos muchas cosas que
contarnos. Así debió entenderlo el amigo inglés porque nos dejó solos
enseguida, en medio de la multitud que nos rodeaba en la terraza de El
Ribereño.
Antonio Ruiz me contó que se había
casado, que tenía dos hijos pequeños, que hacía unos años se había
recluido en la isla –esas fueron sus palabras- para dedicarse a hacer
cerámica. Recordé que en Soria, cuando fui a pasar una temporada en su
bellísima ciudad y le pregunté, curioso, a qué pensaba o proyectaba
dedicarse en un futuro más o menos próximo, me desveló como albur la
cerámica, ese quehacer artesano y artístico, ese oficio milenario.
Recordé que al escucharle, en aquel momento, me dejó en suspenso, con un
montón de dudas abriendo bocas de asombro en mi caletre, porque yo sabía a
Antonio, desde muy joven, persona de rigorosas –como le gustaba decir a
Ortega- preocupaciones filosóficas, que no en balde había tratado
personalmente y escuchado de viva voz en cursos y conferencias a Julián
Marías, aparte, claro, de sus muchas lecturas. Así que el joven vaticinio
se había cumplido, pues. Al despedirnos, Antonio me facilitó sus señas y
me invitó a conocer su cerámica, a visitarle en su casa. Vivía en la
ciudad alta, cerca de la Catedral y del Castillo.
No habría transcurrido una semana cuando
una tarde temprana me llegué hasta la Casa de la Portella. Traspasado el
arco, el postigo de la muralla árabe, golpeé con el pesado llamador de
hierro la vieja puerta de madera, y de inmediato escuché que se abría una
ventana en el piso principal por donde vi asomarse la cabeza barbada de
Antonio Ruiz: -Bajo y te abro, Fernando- me dijo.
No sé por qué se me ocurrió que Antonio
se parecía bastante al zar Nicolás II: tenía una parigual expresión
bondadosa, de inocencia, de desamparo. Me callé mi extraña ocurrencia.
La Casa de la Portella merecería que le
dedicase un capítulo entero. Desde el paso de Vara de Rey o desde el
Puerto, se la reconocía enseguida por su gran mirador de aire tan
decimonónico y castrense. Como dice Quevedo en el célebre soneto:
"Érase un hombre a una nariz pegado", así se podría haber dicho
de la Casa de la Portella. Érase una casa a un mirador superlativo pegada,
aunque la realidad muy probablemente fuese al contrario, porque el mirador
en cuestión parecía bastante posterior a la edificación en sí misma.
La Casa de la Portella me trajo a la
memoria siempre esas casonas castellanas o vascas que con ese aura
romántica tan propia aparecen en descritas en algunas novelas de Baroja. Me
contó Antonio que era propiedad de los Tur de Montis, una de las antañonas
familias señoriales de la ciudad alta, y que en el piso bajo, que
permanecía cerrado siempre, guardaban una nutrida biblioteca jurídica
heredada de un antepasado suyo La Casa de la Portella, entre sus muchos
secretos y misterior, escondía un pequeño jardín. En este privilegio
ciudadano del adorno de recónditos jardines se parecen muchas casas de la
Dalt Vila a los viejos palacetes venecianos. Altas palmeras, granados,
algunos olivos como en C´an Puget, el regalo para los ojos de las
buganvillas multicolores.
Y cabe la escueta escalera que bajaba al
jardincito cobijaba Antonio su rueda de alfarero. Luego, en un amplio salón
casi desamueblado, abrió de par en par las puertas de un armario-alacena y
me mostró su humilde tesoro; todas cuantas piezas de cerámica conservaba
de cochuras pasadas: botellas, cuencos, vasos, placas, collares. Muy pocos
esmaltes. Un cuenco precioso, rojo rubí, sangre de pichón; un cenicero que
había bautizado "La Luna Negra"; una caprichosa botella de
pruebas, en blancos, grises y negros, levemente azufrada hacia el cuello.
Pero la pieza principal, sin discusión, era la que convinimos los dos en
llamar simplemente "Gran Botella"; puro barro cocido cuajado de
coqueras, de chinas incrustadas, matizada por el alma del fuego en variados,
en múltiples tonos rojizos verdaderamente mudéjares. Escasas piezas
cerámicas decoradas se contaban. En todo caso, los dibujos hendidos en el
barro, cuando aparecían, eran de línea limpia, simple, escuetos como los
peces de los primitivos cristianos de las catacumbas romanas. Y se trataba
principalmente de dibujos de inspiración púnica o fenicia.
La
creación cerámica de Antonio Ruiz me dejó pasmado, embelesado de consuno
por su extraordinaria calidad y originalidad artísticas. Muy distinta y tan
distante de las obras de Lloréns Artigas y Cumellas, ambos limitados casi
al gres, si bien realizado con una perfección técnica asombrosa, es
cierto. Era la época en que los dos ceramistas catalanes se encontraban en
el cenit de la fama, de la valoración crítica. Picasso había puesto de
moda la cerámica en el mundo entero hacía poco (1).
Antonio me invitó a tomar un café, a
charlar un rato. –Espérate un poco y conocerás a Pilar y a los niños-,
me dijo.
Me habló de su vida retirada, de lo
modesta que por fuerza era su economía familiar, pero de lo grato que, sin
embargo, le resultaba aquel bienvivir. Pasamos a otra salita o despacho y me
mostró su reducida, aunque bien seleccionada biblioteca (Filosofía,
Historia y crítica de Arte principalmente). Durante la conversación se
refirió a su estrecho círculo de amistades isleñas, al mundo de los
conocidos con el que también trataba. Y citó nombres de conocidos y
desconocidos que luego, muchos, serían tan sugestivos para mí , que lo son
hoy todavía. Porque fue allí, poco después, en la ciudad de Ibiza, y
gracias a Antonio Ruiz, donde descubrí el placer de unas relaciones humanas
tranquilas, gratas y muy ricas al tiempo, alejadas del mundanal ruido de la
frivolidad y de la competencia estúpida.
En las postrimerías de nuestra
conversación, Antonio me hizo un ofrecimiento que me tentó de inmediato:
-Si te cansas de la vida tan ajetreada que llevas en San Antonio (la misma
que haces en Madrid) y te apetece una temporada de sosiego y tranquilidad,
vente con nosotros, desde este mismo momento tienes a tu disposición en
esta casa una habitación. Aquí podrías leer y escribir sin que nadie te
interrumpiese nunca, sin que nada rompiera en tu entorno ese ensimismamiento
tan necesario para la meditación, para inventar o colegir algo seriamente.
Había conocido a Antonio Ruiz dos años
atrás en el Café Gijón. Siempre aparecía junto a su amigo íntimo
el pintor Julio-Antonio Ortiz (Se quitaba el apellido para firmar sus
cuadros. De inspiración zurbaranesca, sus bodegones; tan místicas e
inocentes como una azuzena, sus Vírgenes niñas). Los dos venían todas las
noches de punta en blanco, elegantemente trajeados de oscuro. Ambos con sus
cuidadas barbas moras, que eran morenos de tez pálida y cabellos como el
betún negro. Julio-Antonio, de aventajada estatura, Antonio Ruiz, más bien
recortado de cuerpo. Cada uno se acompañaba siempre de su bastón de puño
de plata. Al verlos, así, le hacían a uno acordarse de Larra, porque,
efectivamente, parecían dos perfectos caballeros del Romanticismo, salidos
de las páginas barojianas de "Las figuras de cera", "La nave
de los locos" o "Humano enigma".
En la tertulia (Eusebio García Luengo,
José Suárez Carreño –que era el pasmo de la república de las letras
españolas porque había sido premio Adonais de poesía, premio Nadal de
novela y premio Lope de Vega de teatro-, Antonio Buero Vallejo, que
concurría algunas noches, el carlista y pintor Joaquín García de la
Concha, Eduardo Llosent y Marañón –director del Museo de Arte Moderno-,
Manolo Díez Crespo y Rafael Lasso de la Vega, marqués de Villanova) los
clasificamos rápidamente en el grupo de los raros que acudían
asiduamente al Gran Café de Gijón del Paseo de Recoletos
madrileño. No podía ser de otra forma. Y en el grupo ese de los raros
se contaban por fuerza nuestro querido, entrañable y admirado Eusebio
García Luengo y Rafael Lasso, sevillano éste al igual que Eduardo Llosent
y Manolo Díez Crespo; coetáneos los tres en sus mocedades de juveniles
fervores literarios y de unos primeros versos modernistas.
(...)
Otro
raro inolvidable era el prodigioso poeta Carlos Edmundo de Ory. Para mí la
imaginación más insólita e incomparable del Parnaso Español
contemporáneo; el poeta más original y más divertido. Inventor del
Postismo con el pintor Eduardo Chicharro (hijo) y con el también poeta
Silvano Sernesi. Pero dejaré a Carlos Edmundo de Ory porque se le veía
poco por el Café Gijón.
Sería a mediados de septiembre cuando me
trasladé con mi maleta a la Casa de la Portella, porque decidí aceptar la
tentadora invitación que me había hecho tan gentilmente Antonio Ruiz.
Desde el primer día me propuse colaborar en las tareas domésticas, así
que me encargué, por lo tanto, de sacar el agua del aljibe (en la ciudad
alta no existía suministro de agua corriente) y de mantener llena la gran
tinaja de barro que había allí al lado, que debía satisfacer todas las
necesidades familiares. Pensé, además, que aquel ejercicio, con el que se
sudaba un poco, realizado por la mañana, nada más levantarme de la cama,
me podía servir de gimnasia, incluso.
Hasta muy cumplida la tarde, no solía
salir de casa. Me pasaba el día leyendo en mi habitación –una cama, una
mesilla de noche, un flexo, una mesa-escritorio, una silla de anea, un
armario y un lavabo de pie- o, bien, en el jardín. Antonio dedicaba
igualmente varias horas a la lectura, si es que no trabajaba con el barro o
en la rueda.
En su obra descubrí dos obras que yo
desconocía y que me interesaron sobremanera: "Conceptos fundamentales
en la Historia del Arte", de Heinrich Wölfflin y "Para saber
ver", de Mateo Marangoni. Como distracción, alternaba estas lecturas
con la del "Diccionario del Hombre Contemporáneo" de Bertrand
Russell, que me había regalado Azcona en el verano porque me encapriché
del libro. Se trata de una obra de carácter enciclopédico, muy particular,
muy curiosa, yo creo que realizada por el gran filósofo y matemático
inglés a imagen y semejanza del célebre "Diccionario
Filosófico" de Voltaire.
Cuando Antonio y yo bajábamos juntos a la
Marina, solíamos recalar, tras los recados y compras pertinentes, en el Bar
Domingo, que estaba en Vara de Rey y que le decían el sucio para
distinguirle de otro del mismo nombre que aún existe en la calle del Conde
de Rosellón También parábamos en el bar del Teatro Pereyra. Él
tomaba un café y yo, un té.
Allí, en el Bar Domingo, Antonio
se solía encontrar con algún amigo y con conocidos, a los que, por lo
general, me presentaba. Así fue como día a día fui descubriendo una Ibiza
secreta, bastante decimonónica aún, en alguna medida, llena de encanto,
interés y originalidad. La Ibiza que refleja tan bien en sus libros ese
gran escritor que es Enrique Fajarnés Cardona.
Muchas noches nos quedábamos a cenar por
los aledaños del puerto; en el Restaurante Belmar, en Can Jaume,
Can Costa o en la Pensión Formentera, si es que teníamos algo
bueno que celebrar. Pilar y los niños, con los que habíamos quedado
previamente citados, se reunían con nosotros para acompañarnos en estos
modestos ágapes. Fue durante aquellas cenas cuando conocí al bueno de Juan
Tur Ramis, propietario de la Pensión Formentera, persona tan amable
y cortés siempre e interesada por todo evento de carácter cultural o
artístico. Pronto, como era lógico por la presencia de las criaturas,
emprendíamos la retirada, el largo ascenso hasta la Casa de la Portella.
Durante estas caminatas nocturnas por tan arduas cuestas y callejuelas tan
pinas pude comprobar lo acertadas que fueron las palabras que escuché de
labios del pintor Iván Mosca: noches mágicas, fantasmales con luna llena,
noches blancas y azules de Dalt Vila. Debo añadir el recuerdo de los gatos
que recorrían las calles, silenciosos, escapados como sombras huidizas.