ABANCO 42/43

ABANCO/Cosas de Soria

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Mis tres Antonio Ruiz

Antonio Ruiz RuizTengo tres cosas de Antonio Ruiz. Tres piezas que dan testimonio de una obra en tres momentos muy distintos y separados en el tiempo, pero también de una misma personalidad artística. La más antigua es de comienzos de la década de los cuarenta; un pequeño y excelente dibujo en sentido apaisado y de tamaño poco menor que el de una cuartilla que le encargaría mi padre para ilustrar alguna página del periódico "Duero". Representa una procesión de Semana Santa, quizás soriana o, en todo caso, castellana y trasciende la emoción de lo verdadero. La adusta sencillez a la que alude la anécdota es del mismo tenero que la de esta pequeña pintura monócroma. Teñida de negro toda la superficie del cuadrito, salvo la línea del horizonte en toda su extensión, el blanco del papel recorta luminoso el continuo perfil de las siluestas que dibujan el conjunto procesional, a cuya representación se sujeta la obra. Este juvenil antonioruiz que tengo a mano está en la veta de la tradición española de la modernidad que se remonta a las pinturas negras de Goya y a veces pienso en cierto Darío Regoyos, en Ricardo Baroja... Lo radical de la solución plástica a la que acabo de aludir prefigura además una vocación vanguardista.

Tengo también una placa de cerámica realizada en la primera mitad de los años sesenta, tal vez del momento de plenitud del autor. De forma y de tamaño semejantes a los de un azulejo, no es, sin embargo, pieza de mural, parte de un todo, sino toda una bella obra. Lejos de ser aplicado a la fábrica y al torneado de un hueco, el ancestral procedimiento cerámico ha sido puesto a limitar con la pintura, conforme al espíritu fronterizo, a la vez que integrador, propio de aquellas tendencias llamadas del "arte otro", "informalismo", "abstracción lírica" e, incluso, "expresionismo abstracto". De manera muy lírica, Antonio Ruiz interpretaba en este caso la cerámica en la clave del interés expresivo de la materia, pero también de lo gestual presígnico. Desnudo de esmaltes y vidriados, la pura plasticidad del engobe oscuro sobre la sugerente ortografía informalista del gres que dialoga con un motivo gráfico esgrafiado y enérgico...

Tengo además un collage de los que hizo entre los setenta y los ochenta y cuya contemplación me remite al cuadrito al que he aludido, aunque la "filosofía de la composición" proceda, en líneas generales, del informalismo. De mayor tamaño, es un espacio negro que como aquel se quiebra por el centro, pero esta vez rasgado como una grieta blanca y vertical a la que tiende gateando un niño pequeño; hay otras rasgaduras en lo oscuro y en una de ellas canta la palabra SORIA. A veces, creo ver allí -sin tener que apelar a deliberación consciente del autor- la doble impronta iconográfica de la caverna platónica y la del viejo simbolismo del emblema romano ab urbe condita, en el que está presente (ROMA) el nombre de la ciudad. El niño quiere gatear por la blancura láctea, donde el lugar de la nutricia loba capitolina es esa oscuridad protectora de la luz, vehículo de sombras cuyo origen sería la ciudad ideal, trasunto de aquel mundo al que quisiéramos nacer...

No abarcan mis tres ejemplos la totalidad de la obra de Antonio Ruiz. Aquellas series de placas recortadas en diversas formas que se ensamblaban en el plano sobre un espacio neutro. Ni etapas como aquella incial de sus cerámicas que, con las del catalán Cumellas, eran las que, en la España de los últimos cincuentas, habían llevado más lejos (hasta el límite de su agotamiento, en el caso de Ruiz) la metafísica sensible de la forma ancestral y recipiente. La alcancé a conocer en magna exposición de la galería BIOSCA, que era entonces la mejor de Madrid. Y a costa de ella, estudiante de bachillerato y todavía en la adolescencia, me atreví a perpetrar para una revista universitaria mi primer artículo de tema artístico.

El segundo apareció en el "Campo Soriano" por empeño de Antonio y, si la memoria no me falla, creo que trataba de Pancho Cossío... Luego en mis vacaciones no sólo las veraniegas- me convertí en activista y miebro fundador del SAAS, aquella iniciativa de Antonio Ruiz cuya importancia cultural en la historia reciente de Soria no tiene parangón. El artista había vuelto a las raíces desde las avanzadas más internacionales de aquella España todavía cerrada. De la galería El Corsario, del Grupo Ibiza -en el que era el único miembro español-, del Movimiento Artístico del Mediterráneo (MAM)... Sus vistas a las figuras fenicias, griegas y romanas del Museo de Ibiza tal vez le hicieran añorar aquel inolvidable y todavía específico Museo Numantino.

De allí debió extraer la exaltación de la Fiesta del Toro que repristina el sentido de los Sanjuanes y que Soria tendría que agradecer al SAAS. De allí proceden los motivos plásticos que él sería el primero en incorporar ejemplarmente a la propia obra. Allí estaban las fuentes. Del corpus celtibérico han seguido bebiendo José María Herrero y Antonio Ruiz Vega. El SAAS nos proponía la proyección, el salto adelante desde lo originario hasta lo original. De lo particular a lo general. De la raíz a la universalidad. De lo ancestral a lo moderno.

Y el SAAS de Antonio Ruiz dio sus frutos. Aunque impotente, pero no silencioso, no inactivo, no indiferente a la reclamación de dignidad y libertades (en lo que también fue pionero en los años previos a la transición) haya tenido que contemplar más de una muestra de intencionada indiferencia por parte -la alicuota que nos toca- de la España que aún "desprecia cuanto ignora"; asistir tantas veces al triunfo de lo peor, a la imposición de lo inane, a la prevalencia de lo mediocre, al desarrollo del desastre, a la exaltación del disparate.

Antonio Ruiz junto a sus nietas Belisana y Beltane el día de la inauguración de la exposición en la Galería Arco Romano de MedinaceliAl talento de artista, Antonio Ruiz ha unido el de mentor. Maestro, más de un joven de entonces halló en aquel SAAS los primeros estímulos, informaciones y contactos con los que alimentar una naciente vocación. Del artista me hablan las tres piezas que ahora me he permitido recordar. Del maestro, los nombres. No sólo los que aprendí en los primeros tiempos, los de Ulises y Marcos, sino los sucesivos, los Ruiz Vega, Herrero, Andrés Ruiz... Si hoy me gozo en el buen entendimiento -y no sólo en el terreno del afecto y del compañerismo- con mi leal amigo el poeta y ensayista Enrique Andrés Ruiz, debo su encuentro a Antonio, el creador del SAAS.

Las tres pequeñas joyas de mi colección, mis tres Antonio Ruiz, me remiten al amigo que me las regaló, a la lección artística que de ellas he podido extraer y al mentor del SAAS. Por muchas razones, aunque me bastarían las que acabo de aducir, vaya esta adhesión al homenaje que le tributan estas páginas y a la exposición en ARCO ROMANO. Pienso que deberían ser el prólogo de la gran restrospectiva que las instituciones y los particulares debemos al artista, al maestro y al amigo.

© Santos Amestoy, 2001
(publicado en éste número 42-43)

 

Antonio Ruiz Ruiz o la mesura castellana

Antonio Ruiz y Severo Ochoa1957 iba a tener cierta trascendencia en mi vida por culpa de un amigo; quiero decir, gracias a él, por el hecho simple y fortuito de que en Ibiza me reencontré ese año con Antonio Ruiz.

Aproveché que un conocido tenía que resolver algún asunto particular en la ciudad para irme con él en su automóvil y luego, por la noche, regresé por el mismo procedimiento a San Antonio. Me gustaba de vez en cuando darme una vuelta por el bonito paseo de Vara de Rey, por la Marina, con tanto comercio, por la Peña tan curiosa y característica, por el puerto para ver los barcos. Todavía se conservan activos muchos motoveleros, tan evocadores de otros tiempos, tan legendarios. El inolvidable Pedro Matutes, por buen ejemplo.

Era por la tarde. Había comido en la Pensión Formentera una borrida de ratjada sabrosísima. Después pasé un gran rato en Los Valencianos, un helado de vainilla, primero; luego un té con una nube de leche, que es como me gusta tomarlo. Decidí, pues, reanudar mi paseo por el puerto.

La atmósfera se había refrescado. Soplaba una brisa leve. Los andenes y hasta la misma calzada aparecían congestionados de gente lo más variopinta que cabe imaginar. Tenía que zarpar pronto alguno de los dos paquebotes de la Transmediterránea que se hallaban atracados junto a los muelles. Agosto finiquitaba, y aún restaban muchos turistas en la isla. La mayoría de los que se veían eran rubios: alemanes, ingleses, holandeses y escandinavos, si bien es cierto que entre franceses y belgas abundan mucho los ojos azules y el cabello pajizo. Se percibía como un atisbo de melancolía en el ambiente; el fin de la temporada veraniega que se vislumbraba tan próximo. Cuántas mujeres bonitas se veían. Era un gozo verlas pasar a nuestro lado, oler los efluvios de perfumes refrescantes que como una estela dejaban tras de sí.

Cuando llegué a la altura de la terraza de El Ribereño, inesperadamente, con mucha alegría, descubría a Antonio Ruiz; estaba sentado en compañía del guía y traductor Anthony Edkins. Hacía años que Antonio Ruiz había desaparecido de Madrid, del Café Gijón, donde nos conocimos una noche. Me acerqué a saludarlos y me invitaron a sentarme con ellos. Antonio y yo teníamos muchas cosas que contarnos. Así debió entenderlo el amigo inglés porque nos dejó solos enseguida, en medio de la multitud que nos rodeaba en la terraza de El Ribereño.

Antonio Ruiz Ruiz con el dadaísta Tristan TzaraAntonio Ruiz me contó que se había casado, que tenía dos hijos pequeños, que hacía unos años se había recluido en la isla –esas fueron sus palabras- para dedicarse a hacer cerámica. Recordé que en Soria, cuando fui a pasar una temporada en su bellísima ciudad y le pregunté, curioso, a qué pensaba o proyectaba dedicarse en un futuro más o menos próximo, me desveló como albur la cerámica, ese quehacer artesano y artístico, ese oficio milenario. Recordé que al escucharle, en aquel momento, me dejó en suspenso, con un montón de dudas abriendo bocas de asombro en mi caletre, porque yo sabía a Antonio, desde muy joven, persona de rigorosas –como le gustaba decir a Ortega- preocupaciones filosóficas, que no en balde había tratado personalmente y escuchado de viva voz en cursos y conferencias a Julián Marías, aparte, claro, de sus muchas lecturas. Así que el joven vaticinio se había cumplido, pues. Al despedirnos, Antonio me facilitó sus señas y me invitó a conocer su cerámica, a visitarle en su casa. Vivía en la ciudad alta, cerca de la Catedral y del Castillo.

No habría transcurrido una semana cuando una tarde temprana me llegué hasta la Casa de la Portella. Traspasado el arco, el postigo de la muralla árabe, golpeé con el pesado llamador de hierro la vieja puerta de madera, y de inmediato escuché que se abría una ventana en el piso principal por donde vi asomarse la cabeza barbada de Antonio Ruiz: -Bajo y te abro, Fernando- me dijo.

No sé por qué se me ocurrió que Antonio se parecía bastante al zar Nicolás II: tenía una parigual expresión bondadosa, de inocencia, de desamparo. Me callé mi extraña ocurrencia.

La Casa de la Portella merecería que le dedicase un capítulo entero. Desde el paso de Vara de Rey o desde el Puerto, se la reconocía enseguida por su gran mirador de aire tan decimonónico y castrense. Como dice Quevedo en el célebre soneto: "Érase un hombre a una nariz pegado", así se podría haber dicho de la Casa de la Portella. Érase una casa a un mirador superlativo pegada, aunque la realidad muy probablemente fuese al contrario, porque el mirador en cuestión parecía bastante posterior a la edificación en sí misma.

La Casa de la Portella me trajo a la memoria siempre esas casonas castellanas o vascas que con ese aura romántica tan propia aparecen en descritas en algunas novelas de Baroja. Me contó Antonio que era propiedad de los Tur de Montis, una de las antañonas familias señoriales de la ciudad alta, y que en el piso bajo, que permanecía cerrado siempre, guardaban una nutrida biblioteca jurídica heredada de un antepasado suyo La Casa de la Portella, entre sus muchos secretos y misterior, escondía un pequeño jardín. En este privilegio ciudadano del adorno de recónditos jardines se parecen muchas casas de la Dalt Vila a los viejos palacetes venecianos. Altas palmeras, granados, algunos olivos como en C´an Puget, el regalo para los ojos de las buganvillas multicolores.

Y cabe la escueta escalera que bajaba al jardincito cobijaba Antonio su rueda de alfarero. Luego, en un amplio salón casi desamueblado, abrió de par en par las puertas de un armario-alacena y me mostró su humilde tesoro; todas cuantas piezas de cerámica conservaba de cochuras pasadas: botellas, cuencos, vasos, placas, collares. Muy pocos esmaltes. Un cuenco precioso, rojo rubí, sangre de pichón; un cenicero que había bautizado "La Luna Negra"; una caprichosa botella de pruebas, en blancos, grises y negros, levemente azufrada hacia el cuello. Pero la pieza principal, sin discusión, era la que convinimos los dos en llamar simplemente "Gran Botella"; puro barro cocido cuajado de coqueras, de chinas incrustadas, matizada por el alma del fuego en variados, en múltiples tonos rojizos verdaderamente mudéjares. Escasas piezas cerámicas decoradas se contaban. En todo caso, los dibujos hendidos en el barro, cuando aparecían, eran de línea limpia, simple, escuetos como los peces de los primitivos cristianos de las catacumbas romanas. Y se trataba principalmente de dibujos de inspiración púnica o fenicia.

Antonio Ruiz Ruiz y Juan Antonio Gaya NuñoLa creación cerámica de Antonio Ruiz me dejó pasmado, embelesado de consuno por su extraordinaria calidad y originalidad artísticas. Muy distinta y tan distante de las obras de Lloréns Artigas y Cumellas, ambos limitados casi al gres, si bien realizado con una perfección técnica asombrosa, es cierto. Era la época en que los dos ceramistas catalanes se encontraban en el cenit de la fama, de la valoración crítica. Picasso había puesto de moda la cerámica en el mundo entero hacía poco (1).

Antonio me invitó a tomar un café, a charlar un rato. –Espérate un poco y conocerás a Pilar y a los niños-, me dijo.

Me habló de su vida retirada, de lo modesta que por fuerza era su economía familiar, pero de lo grato que, sin embargo, le resultaba aquel bienvivir. Pasamos a otra salita o despacho y me mostró su reducida, aunque bien seleccionada biblioteca (Filosofía, Historia y crítica de Arte principalmente). Durante la conversación se refirió a su estrecho círculo de amistades isleñas, al mundo de los conocidos con el que también trataba. Y citó nombres de conocidos y desconocidos que luego, muchos, serían tan sugestivos para mí , que lo son hoy todavía. Porque fue allí, poco después, en la ciudad de Ibiza, y gracias a Antonio Ruiz, donde descubrí el placer de unas relaciones humanas tranquilas, gratas y muy ricas al tiempo, alejadas del mundanal ruido de la frivolidad y de la competencia estúpida.

En las postrimerías de nuestra conversación, Antonio me hizo un ofrecimiento que me tentó de inmediato: -Si te cansas de la vida tan ajetreada que llevas en San Antonio (la misma que haces en Madrid) y te apetece una temporada de sosiego y tranquilidad, vente con nosotros, desde este mismo momento tienes a tu disposición en esta casa una habitación. Aquí podrías leer y escribir sin que nadie te interrumpiese nunca, sin que nada rompiera en tu entorno ese ensimismamiento tan necesario para la meditación, para inventar o colegir algo seriamente.

Había conocido a Antonio Ruiz dos años atrás en el Café Gijón. Siempre aparecía junto a su amigo íntimo el pintor Julio-Antonio Ortiz (Se quitaba el apellido para firmar sus cuadros. De inspiración zurbaranesca, sus bodegones; tan místicas e inocentes como una azuzena, sus Vírgenes niñas). Los dos venían todas las noches de punta en blanco, elegantemente trajeados de oscuro. Ambos con sus cuidadas barbas moras, que eran morenos de tez pálida y cabellos como el betún negro. Julio-Antonio, de aventajada estatura, Antonio Ruiz, más bien recortado de cuerpo. Cada uno se acompañaba siempre de su bastón de puño de plata. Al verlos, así, le hacían a uno acordarse de Larra, porque, efectivamente, parecían dos perfectos caballeros del Romanticismo, salidos de las páginas barojianas de "Las figuras de cera", "La nave de los locos" o "Humano enigma".

En la tertulia (Eusebio García Luengo, José Suárez Carreño –que era el pasmo de la república de las letras españolas porque había sido premio Adonais de poesía, premio Nadal de novela y premio Lope de Vega de teatro-, Antonio Buero Vallejo, que concurría algunas noches, el carlista y pintor Joaquín García de la Concha, Eduardo Llosent y Marañón –director del Museo de Arte Moderno-, Manolo Díez Crespo y Rafael Lasso de la Vega, marqués de Villanova) los clasificamos rápidamente en el grupo de los raros que acudían asiduamente al Gran Café de Gijón del Paseo de Recoletos madrileño. No podía ser de otra forma. Y en el grupo ese de los raros se contaban por fuerza nuestro querido, entrañable y admirado Eusebio García Luengo y Rafael Lasso, sevillano éste al igual que Eduardo Llosent y Manolo Díez Crespo; coetáneos los tres en sus mocedades de juveniles fervores literarios y de unos primeros versos modernistas.

(...)

Antonio Ruiz Ruiz con Camilo José Cela y José TudelaOtro raro inolvidable era el prodigioso poeta Carlos Edmundo de Ory. Para mí la imaginación más insólita e incomparable del Parnaso Español contemporáneo; el poeta más original y más divertido. Inventor del Postismo con el pintor Eduardo Chicharro (hijo) y con el también poeta Silvano Sernesi. Pero dejaré a Carlos Edmundo de Ory porque se le veía poco por el Café Gijón.

Sería a mediados de septiembre cuando me trasladé con mi maleta a la Casa de la Portella, porque decidí aceptar la tentadora invitación que me había hecho tan gentilmente Antonio Ruiz. Desde el primer día me propuse colaborar en las tareas domésticas, así que me encargué, por lo tanto, de sacar el agua del aljibe (en la ciudad alta no existía suministro de agua corriente) y de mantener llena la gran tinaja de barro que había allí al lado, que debía satisfacer todas las necesidades familiares. Pensé, además, que aquel ejercicio, con el que se sudaba un poco, realizado por la mañana, nada más levantarme de la cama, me podía servir de gimnasia, incluso.

Hasta muy cumplida la tarde, no solía salir de casa. Me pasaba el día leyendo en mi habitación –una cama, una mesilla de noche, un flexo, una mesa-escritorio, una silla de anea, un armario y un lavabo de pie- o, bien, en el jardín. Antonio dedicaba igualmente varias horas a la lectura, si es que no trabajaba con el barro o en la rueda.

En su obra descubrí dos obras que yo desconocía y que me interesaron sobremanera: "Conceptos fundamentales en la Historia del Arte", de Heinrich Wölfflin y "Para saber ver", de Mateo Marangoni. Como distracción, alternaba estas lecturas con la del "Diccionario del Hombre Contemporáneo" de Bertrand Russell, que me había regalado Azcona en el verano porque me encapriché del libro. Se trata de una obra de carácter enciclopédico, muy particular, muy curiosa, yo creo que realizada por el gran filósofo y matemático inglés a imagen y semejanza del célebre "Diccionario Filosófico" de Voltaire.

Cuando Antonio y yo bajábamos juntos a la Marina, solíamos recalar, tras los recados y compras pertinentes, en el Bar Domingo, que estaba en Vara de Rey y que le decían el sucio para distinguirle de otro del mismo nombre que aún existe en la calle del Conde de Rosellón También parábamos en el bar del Teatro Pereyra. Él tomaba un café y yo, un té.

Allí, en el Bar Domingo, Antonio se solía encontrar con algún amigo y con conocidos, a los que, por lo general, me presentaba. Así fue como día a día fui descubriendo una Ibiza secreta, bastante decimonónica aún, en alguna medida, llena de encanto, interés y originalidad. La Ibiza que refleja tan bien en sus libros ese gran escritor que es Enrique Fajarnés Cardona.

Muchas noches nos quedábamos a cenar por los aledaños del puerto; en el Restaurante Belmar, en Can Jaume, Can Costa o en la Pensión Formentera, si es que teníamos algo bueno que celebrar. Pilar y los niños, con los que habíamos quedado previamente citados, se reunían con nosotros para acompañarnos en estos modestos ágapes. Fue durante aquellas cenas cuando conocí al bueno de Juan Tur Ramis, propietario de la Pensión Formentera, persona tan amable y cortés siempre e interesada por todo evento de carácter cultural o artístico. Pronto, como era lógico por la presencia de las criaturas, emprendíamos la retirada, el largo ascenso hasta la Casa de la Portella. Durante estas caminatas nocturnas por tan arduas cuestas y callejuelas tan pinas pude comprobar lo acertadas que fueron las palabras que escuché de labios del pintor Iván Mosca: noches mágicas, fantasmales con luna llena, noches blancas y azules de Dalt Vila. Debo añadir el recuerdo de los gatos que recorrían las calles, silenciosos, escapados como sombras huidizas.

© Fernando-Guillermo de Castro
(Del libro La isla perdida, Memoria de una época de Ibiza

Muestra de la obra de Antonio Ruiz Ruiz en GALERÍA ARCO ROMANO

Han participado en este número:

Antonio Ruiz Vega, Teresa Carazo, Andrés de Acosta, Avelino Hernández, Juan García Atienza, Enrique Andrés Ruiz, Marcos Molinero Cardenal, Fernando Guillermo de Castro, Santos Sanz Villanueva, Manuel Sierra, Juan José Peracho Soria, Joaquín del Collado, J. A. Martín de Marco, Miguel Maderuelo Ortíz, Jesús Gaspar Alcubilla, José Luís Mata, Antonia Payero, J. M. Saínz Ruiz, Mª Carmen Pérez Aznar, Roberto Vega, J. M. Subirá.

Francisco Verdera, Carlos Antonio Areán, Ramón de Faraldo, José María Doñate, Mª Francisca Vergara, Abel G. Vela.

 

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