Dice
A. Gallego Morell en uno de sus Diez Ensayos Literarios, que cuando
llegó a Soria para rastrear las huellas de Gerardo Diego en sus años de
paso por nuestra tierra, enseguida se dio cuenta de que «Soria era
una ciudad de poetas y para poetas». Esta frase, tópica de por sí y que
todo el mundo da por cierta, se agradece en la parte que nos toca a cada
soriano, y como desagravio, digo yo, de otra más desafortunada dicha por
un ilustre poeta sevillano en la que se nos tachaba de palurdos e
ignorantes.
Lo
cierto es que Gerardo Diego llegó un primaveral abril de 1920 a la
capital como profesor del Instituto: era un jovenzuelo pálido y
alfeñique, soñador y alegre, que vino a rellenar el hueco dejado en la
vida cultural de la ciudad por la marcha de otro profesor-poeta, pesimista
y amargado, que había llegado unos años antes en parecidas
circunstancias y ahora andaba por Segovia: don Antonio Machado.
La
venida del joven educador no pasó desapercibida. José del Río, poeta
local, evoca con el título de El montañés en Soria (Gerardo era
de origen cántabro) esta circunstancia:
A la
quietud de Soria, burocrática y levítica, —Delegación de Hacienda, conventos y casino, mentideros donde una implacable crítica juzga todo lo humano y todo lo divino— ha llegado un muchacho seco y barbilampiño, y vestido de negro como un seminarista; este muchacho lleva en su cuerpo de niño un cerebro proteico y un corazón de artista.
Las
señoritas tristes —Claras, Amelias, Julias—, que entretienen su tedio en las grises tertulias, esas grises tertulias de maíz mesocrático, en que zurcen chismes en derredor del fuego, hablan del forastero, saben que es catedrático y montañés, y el nombre suyo: Gerardo Diego. Y el nuevo catedrático, el joven don Gerardo —pronto de él se conoce lo agradable y lo adverso— además de su cátedra tiene pujos de bardo y urde en los largos ocios las arañas del verso.
Clara
y Julia por medio de unos amables chicos, que juegan con Gerardo las tardes de lluvia, le piden unos versos para sus abanicos. Y don Gerardo escribe: Madrigal a una rubia... Y luego, en los paseos por la plaza vetusta, paseos de un encanto nostálgico que él gusta, y que en una metáfora comparaba a una noria, va urdiendo con atisbos de poeta y viajero, la canción provinciana de la ciudad y el Duero, y la encierra en la caja de música de SORIA.
Llegado
a la ciudad, lo primero que pide es que le instalen un piano en la
habitación que había alquilado en la pensión Casa de las Isidras,
lugar donde recalaban algunos colegas del Instituto —«la celda
principal de las Isidras / él la ocupaba», dirá en un poema —,
hogar discreto y acogedor que propiciará su arraigo; y pronto desde la
Dehesa se pueden escuchar en las tardes de primavera el cantar de los
ruiseñores mezclado con sonatas de Chopin, Mozart o Albéniz.
El
joven "ultraísta" enseguida encuentra terreno abonado para sus
gustos artísticos al lado de Blas Taracena, Gervasio Manrique, José
Tudela —bibliotecario en Segovia y gran amigo—, Mariano Granados,
Mariano Íñiguez, etc., compañeros de tertulias, juergas y paseos, con
los que colaborará en conferencias y tareas periodísticas, tal el caso
de La Cotorra —«periódico de altos vuelos», que decía su
mancheta—, aparecida en 1921, desde la que saluda a sus colegas con un
ovillejo que empieza:
Infelice,
¿adónde vas?
Blas.
Dios
te la depare buena,
Taracena
(...)
y
otras gentes de letras que encuentra en su Instituto, el Ateneo popular, o
en el Casino de Numancia, lugares de larga tradición cultural, que
enseguida conocerán sus cualidades como pianista y actor dramático,
dedicándose a organizar las primeras jornadas teatrales de la ciudad
ayudado por Antonia Izquierdo, hermana de la fallecida Leonor, en el
Teatro Principal de Soria.
Este
ambiente de buena salud literaria le propicia la creación de un ramillete
de versos que quedarán recogidos en su obra primeriza Soria, galería
de estampas y efusiones, (Valladolid, 1923), poemas escritos al
alimón entre nuestra ciudad y Santander, que publicará más tarde como Soria
(1948), a secas, donde recoge varias obras anteriores: Galería de
estampas y efusiones, Nuevo Cuaderno de Soria, Capital de provincia,
Cancionerillo de Salduero, Tierras de Soria y El Intruso...
En
aquella obra primera aparecen dedicatorias muy sabrosas a sus amigos
sorianos citados más arriba junto con otros nuevos (Emilio García,
Joaquín Rodrigo, Esperanza Rosales...) a los que dedicará una larga Epístola,
años después, en Paisaje con figura (1959), recordando los
buenos días vividos en su compañía. Sabemos que pasó varias
temporadas veraniegas en tierra de pinares, en Salduero, dejando
constancia en encendidos versos de su admiración por el paisaje, el
Duero, la Laguna Negra, el Urbión y sus gentes... Es el Cancionerillo
que verá la luz por vez primera en la revista «Escorial».
¿Cuántos
años, meses, días?
Horas
sólo cumple el Duero
cuando
pasa por Salduero.
Allá
arriba, Urbión relumbra.
Nieve
en mayo y en enero.
Ríe
y llora, llora y ríe,
¿cuántas
gotas tiene el Duero?
Con
ojos admirados recorre la geografía soriana: Mariano Granados puede dar
fe de los trotes dados con su viejo Forín —vehículo
antediluviano objeto de chuscos ditirambos— que les condujo en cabalgada
memorable hasta el monasterio de Silos, donde el poeta esculpió uno de
los más brillantes sonetos escritos en el siglo XX, fruto del impacto que
le produjo en el alma el ciprés del claustro románico, símbolo de la
espiritualidad vegetal que allí crece:
Enhiesto
surtidor de sombra y sueño
que
acongojas el cielo con tu lanza,
chorro
que a las estrellas casi alcanza,
devanado
a sí mismo en loco empeño
(...)
Cuando
te vi, señero, dulce, firme,
¡qué
ansiedad sentí de diluirme
y
ascender como tú, vuelto en cristales;
como
tú, negra torre de arduos filos,
ejemplo
de delirios verticales,
mudo
ciprés en el fervor de Silos!
De
Soria capital todo le impresiona: las tejas, las piedras de sus casas, las
calles polvorientas, las miradas de las mocitas que pasan de bracete por
la calle principal, los vencejos, los soportales, la estación del tren...
«¡el paseo del Collado y la Dehesa!»
Si
yo fuera pintor,
no
pintaría, Soria, tu yermo y tu pastor.
En
mi paleta habría un rosa de rubor,
un
amarillo augusto y un verde verdecido,
porque
tienes la gracia de un país recién nacido.
Y el
profesor, que parece satisfecho de su oficio, se recrea en los detalles
que le circundan: la clase, los alumnos, el claustro de profesores —tan
criticado siempre—, el jardín conventual:
jardín,
bello jardín del Instituto,
prisionero
sin niñas ni cantares,
jardín
prohibido que ni flor ni fruto
ofreces
a las turbas escolares...
Resulta
sumamente aleccionador en los tiempos que corren leer el Brindis que
ofrece a sus amigos de Santander, justo el día previo a su marcha hacia
Soria como profesor de Literatura...; es conmovedor:
Amigos,
dentro
de unos días me veré rodeado de chicos,
de
chicos torpes y listos
y
dóciles y ariscos.
Y
les hablaré de versos y hemistiquios
y
del Dante, y de Shakespeare, y de Moratín (hijo),
y de
pluscuamperfectos y de participios.
Y el
uno bostezará, y el otro me hará un guiño,
y
otro, seguramente más listo,
me
pondrá un alias definitivo...
En
fin, es un hombre ilusionado con su oficio; yo creo que hoy escribiría
versos mucho más contundentes. A este propósito, recuerdo que siendo yo
alumno, en clase de latín, un compañero tradujo aquella frase lapidaria
de Cicerón dicha en el Senado romano a la vista de la depravación moral
de su época: Oh tempora, oh mores! (que traducido quiere decir: ¡qué
tiempos, qué costumbres!) y el otro tradujo: "O tiemblas, o
mueres". Seguramente Gerardo Diego haría de ello un soneto burlesco;
yo, en cambio, tan sólo una broma.
©
Pedro Sanz Lallana, 2002
|