relato
Recuerdos
¿Recuerdas?
La tita Rafaela está en todos los recuerdos
de nuestra infancia. El parentesco era lejano, era prima segunda de papá le
dimos el tratamiento de tita, pero por su ternura para con nosotras bien
podíamos haberle dado el hermoso nombre de abuela. No conocimos a ninguna,
pero creo que las abuelas son tan entrañables como ella.
¿Recuerdas?
Fuimos a visitar a la tita Rafaela, una
pequeña-gran mujer, callada, tierna y cariñosa.
Siempre tenía el vasito de leche y las
galletitas con qué obsequiarnos, su casa era acogedora y pulcra, con un
típico patio andaluz lleno de verdes plantas y geranios de vivos colores, la
hierva buena y la albahaca despedían ese agradable aroma que perfuma mis
recuerdos.
¿Recuerdas?
Mientras nos arreglábamos para la ocasión
vigilábamos nuestra indumentaria, vestido de percal limpio y bien planchado,
sandalias de goma relucientes a base de frotar con estropajo y jabón y pelo
limpio y brillante gracias a las gotitas de vinagre que poníamos en el agua
del aclarado, nos dirigíamos a aquella casita de recuerdos imborrables y
sabores de cariño.
¿Recuerdas?
En aquella casa, todo era orden, educación,
amor, tengo la convención que fueron las mejores clases de ética y moral
para nuestro futuro, hoy medio siglo después sigo mirándome en aquel espejo
de colores, sabores y esencias inmaculadas.
¿Recuerdas?
Cuando le dábamos el beso de despedida, la
tita Rafaela ponía algo en nuestro bolsillo, que nosotras no mirábamos hasta
salir de su casa, casi siempre una peseta, que nos planteaba la difícil
tarea de pensar en qué la íbamos a emplear ¿una muñequita de cartón ¿lápices de colores? Una onza de chocolate y unos lazos para nuestras
trenzas?
Lo mejor sería que nuestra madre nos lo
guardase.
La tita Rafaela sabía que esas dos pesetas a
nuestra madre le venía muy bien, en casa estábamos necesitados de muchas
cosas, y sabía que nosotras no gastaríamos ese dinero sin la aprobación de
nuestra madre en aquellos tiempos nos podría comprar unos calcetines, ó dos
litros de lache para nuestros desayunos. Su generosidad no tenía límites,
así nos ayudaba sin herir la sensibilidad de nuestra madre.
¿Recuerdas?
Cuando nos marchamos a Málaga nos fuimos a
despedir, ¡cuanta pena teníamos! Además de dejar nuestra ciudad, nuestras
amigas dejábamos a la tita Rafaela y toda su familia que era la nuestra, sus
nietas que eran pequeñitas y las veíamos como muñequitas ¡tan bonitas!
¿Recuerdas?
De vuelta a casa lloramos todo el camino,
nos paramos a mirar el patio de nuestro colegio, la fuente de la plaza del
hospicio, con aquel pez que echaba agua por la boca nos sentemos en el borde
sin parar de llorar, el ruido del agua nos fue calmando y poco a poco
empezamos a caminar por la calle Martínez Molina hasta casa, no nos
acordamos de mirar en nuestros bolsillos pero al llegar a casa nos dimos
cuenta que ese día nos había puesto una moneda de diez reales (250Pts) para
cada una, ¡un capital! Una vez más la generosidad de la tita Rafaela ayudaba
a nuestra madre sin herir su orgullo.
Tardamos muchos años en volverla a ver
Recuerdo.
Cuando volví a Jaén ya no vivía en la misma
casa, se habían cambiado a otra muy grande y muy bonita pero ya no tenía
aquel patio lleno de flores que yo recordaba tenía otro patio con árboles y
plantas que yo no conocía, tampoco estaban las niñas pequeñitas.
Entraron dos chicas con uniforme azul marino
y camisa blanca, la tita Rafaela les dijo mirad es la prima Isabelita, ellas
sabían quien era, tenían que haberle hablado de mí porque me besaron con
mucho cariño y me hablaron con entusiasmo, la mayor nos hizo café apenas
tenía nueve años, me impresionó su madurez su destreza, y es que creo que
nunca fue niña, miraba con atención, de frente, no perdía detalle, sus ojos
tenían una mirada observadora y vivaz que llenaban de luz la conversación,
la pequeña tenía siete años una niña preciosa de pelo ensortijado y ojos
impresionantes, dormidos, soñadores, parecía sacada de un lienzo de Miguel
Ángel.
Su madre estaba callada, apenas decía cuatro
palabras y volvía a su silencio, recogida en sus pensamientos pensando en su
futuro incierto, sus ojos tenían un velo de resignación.
La tita Rafaela no tenía los ojos que yo
conocía, estaban tristes con un dolor escondido, recogido, su hija, esa
blanca paloma que había caído en las garras de un gavilán, y que cada día
llevaba a sus polluelos al nido para alimentarlos y darle el calor y el amor
de aquel templo silencioso y recogido que era la tita Rafaela, emigraban
rumbo a lo desconocido, le arrancaban esa flor de su jardín, y a sus retoños
y volaban a lugares sin horizonte.
Un sabor agridulce saqué de aquella visita
que nubló mis recuerdos inmaculados y reforzaba el concepto de esa gran
familia que sigue siendo mía.
¿Recuerdas?
La alegría que tuvimos cuando nos
encontramos en Barcelona? Nunca más hemos perdido el contacto, la tita
Rafaela se marchó no quería seguir en este mundo (en el que ella fue toda
una institución de abnegación, amor y ética) sin su esposo al que adoraba.
¿Recuerdas?
Habían envejecido juntos, siempre hablaban
bajito, mirándose a los ojos con ternura mientras hablaban se cogían las
manos pero…su Romeo se fue y ella se marchó con él.
Allá donde estés tita Rafaela, una aureola de
luz te envolverá.
©
Isabel Mata Garrido, 24-1- 2008
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relato
Me acordé de tí, tía Carmen
Cuando
he leído el relato
UN DÍA DE CAZA, me he
acordado de mi tía-abuela materna, fue tía Carmen el único familiar que
conocí de la generación de mis abuelos incluidos éstos. Era tía Carmen la
mayor de los hermanos, al morir mis abuelos en cinco días de sendas
pulmonías, fue ella quién se ocupó de cuidar a los sobrinos, cinco niños de
edades entre los tres y dieciocho años, entre los que estaba mi madre de
diez, estaba todo el día con ellos y por la noche se marchaba a dormir a su
casa. Cuando mi madre se casó y nacimos mis hermanas y yo, ella seguía
viniendo a echarle una mano.
¿Por qué
me he acordado? Nada tiene que ver con el relato pero mucho con la forma
de relatarlo.
Yo tenía
cinco o seis años ella, como digo, venia cada día, a mi hermana Conchi y a
mí nos gustaba jugar con las amigas al colache o tejo, mis amigas decían
“mira viene tu abuela”, con caras apenadas porque ahí terminaba el juego.
Desde lejos su figura era inconfundible, delgada y sin ser alta era esbelta,
con una bata de percal negra con topitos blancos y un pañuelo anudado debajo
de la barbilla, en invierno con la misma bata y un mantón negro y grueso que
le cubría la cabeza y le llegaba hasta los tobillos, sujeto con un alfiler
de unos seis centímetros y terminado en una perla. Venía desde el
Arrabalejo, de Jaén, subía por la calle San Andrés. Mi hermana y yo subíamos
a casa con ella. Conchi en cuanto tía Carmen se descuidaba volvía con las
amigas, tía Carmen y yo nos sentábamos en la cancela a coser, ella repasaba
ropa o hacía calcetines de lana con cuatro agujas, casi siempre le faltaba
lana, buscaba en la talega de los restos de ovillos y los terminaba con otro
color, eran calentitos. Yo cogía la cajita de cartón con mis trapitos que
ella siempre me traía, retales de alguna talega de cuadritos, de camisas de
rayas, de pana y de sábanas viejas, y me ponía a hacer muñecas de trapo que
ella me dirigía; las tenía de pelo negro, castaño, blanco y rubio, según el
color de la lana de la almohada que tenía de todos los colores juntos. Yo
descosía un pico, sacaba un vellón y lo volvía a coser para que mi madre no
se diese cuenta, tía Carmen era cómplice de esta fechoría, mi madre debería
saberlo por que cuando terminaba alguna muñeca decía, no sé…las almohadas
cada día están mas vacías. Lo primero que les hacía eran los calzones,
unos pololos fruncidos hasta los pies, después vestidos, faldas, blusas y
por último las sábanas para la cunita que hacía con una caja de cartón de
algunas alpargatas de sus nietos, el colchón lo hacía con un relleno de
virutas de corcho que también me traía de su vecino que hacía corchos de
botellas y damajuanas.
Mientras
cosíamos, me contaba historias de su vida. Era viuda de guerra, en ella le
mataron al marido y dos hijos, aunque nunca le dijeron que habían muerto si
no desaparecido (después supe que si no aparecían, no recibían ayuda
económica). De su marido y de un hijo algún soldado le mandó sus
pertenencias y le contó como cayó, del otro hijo solo supo que en el cerro
de la Virgen de la Cabeza en Andújar, desapareció en el frente, donde
luchaban padres contra hijos, no por ideas, sino porque les tocó luchar unos
con los republicanos y otros con los nacionales (por la gracia de ellos).
Me decía
tía Carmen cuando yo tenia miedo a la oscuridad, no hay que tener miedo
de los muertos, ojalá a mí se me presente una noche mi marido o alguno de
mis hijos, a mi me daba aún mas miedo.
Me
contaba que siendo niña de ocho años la pusieron a servir con una marquesa
muy mala, una noche de tormenta la mandó a la azotea a por la ropa para que
no se mojase, tenía que pasar por el desván donde había toda clase de
trastos, baúles, percheros, sombreros, pelucas y maniquíes, que a ella le
parecían, brujas y gigantes. El pánico se apoderó de ella, al cerrar la
puerta de la azotea, el candil con el que se alumbraba se le apagó y presa
del terror e incapaz de mantenerse en pié se sentó en los escalones y
rastreando por ellos llegó abajo (pobre criatura). La marquesa la castigó
sin cenar, porque había manchado la ropa al arrastrarse con ella, nunca mas
tuvo miedo.
Me
contaba tía Carmen que un día la llamó la señora marquesa y le dijo
Carmencita súbeme un vaso de agua, pero deja correr el grifo que salga
fresca, subió el agua y le dijo, te he dicho que dejaras correr el
grifo esta no está fresca, baja a por otro. Y la misma historia, mira
Carmencita, cuando cae con fuerza el agua sobre el vaso hace como una
espumilla, aquí no la veo, tan agotada estaba tía Carmen, que escupió en
el vaso y se lo dio a la marquesa, ésta dijo, ahora si está fresca.
Tía Carmen me dijo, tu no hagas estas cosas por que yo no podía dormir
pensando que había cometido un pecado gordo, pero es que era una mujer mala,
¡claro que a ella la castigó Dios! y le mandó una pupa viva que le comió
toda la cara, se ponía un trozo de carne en la mejilla, la cubría con una
venda para que la pupa comiese de la carne y no de su cara, hasta que se
murió dando gritos de dolor, ¡por mala!.
Estas
historias me las contaba mientras me decía, cose hija mía y aprende que
la que es muñequera es costurera.
Entre
estas historias terroríficas, suyas, me contaba otras leyendas de princesas
y trovadores, de moras y cautivos y canciones de su época.
Dejó de
venir a diario, y casi siempre sólo nos hacia una visita ligera, hasta que
dejó de venir cuando yo tenía siete años. Un día mi madre nos llevó a su
casa para darle un beso, estaba en la cama, hablaba muy bajito, supe que
había muerto por que mi madre se vistió de negro, llevó luto un año.
Cuando
yo estaba preparando la ropita de mi primera hija, me acordaba de tía
Carmen, de mis muñecas de trapo de la cancela, y soñaba con un futuro feliz
para mi hijita y los que habían de venir.
©
Isabel Mata Garrido, 2007
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relato
Manuel, un amigo auténtico
Manuel y
Antonio eran compañeros de trabajo y amigos. Manuel, un hombre de sesenta
años, alto, de constitución fuerte y pelo blanco. En su cara se reflejaba la
bondad de su corazón, grande como él. Junto a su esposa Rosario y sus tres
hijos, formaban una familia unida. Era querido y respetado en la empresa
donde ejercía de encargado general. Rosario, era una mujer que a sus sesenta
años, bailaba sevillanas con agilidad y gracia, su cabello gris, lo recogía
en la nuca con un gracioso moño, era dinámica y simpática.
Antonio
tenía cuarenta y cinco años, pelirrojo, con su buen hacer y saber estar se
ganaba la confianza y el cariño de quien lo conocía, era inteligente y
culto. Julia, su esposa, era una mujer de cuerpo hermoso y cabello negro y
abundante, su rostro serio en exceso la hacía parecer mayor, pese a tener
diez años menos que él. Se adoraban y la diferencia de edad hacía que
Antonio la llamase nena.
Su hija,
Ana, era amiga de Charo, la hija de Manuel y Rosario.
Los dos
matrimonios eran amigos, salían juntos al cine, a tomar el aperitivo, pasear
por la plaza. Y cuando hacía buen tiempo cogían unos bocadillos y la bota de
vino de la tierra y bajaban a la dehesa a merendar. Eran tiempos muy felices
para todos ellos. Su amistad era auténtica, se habían conocido en la
convivencia diaria del trabajo, se respetaban y coincidían en sus posturas
políticas y sociales.
Pero Julia
tenía algunos valores equivocados, debido a la educación arcaica que había
recibido.
Un día,
Antonio tuvo que viajar durante un mes por motivos laborales. En esos días,
la menor de sus hijas se puso enferma de cierta gravedad, Julia acudió a sus
amigos, quienes la consolaron y le dieron todo su apoyo, con el corazón y el
alma. Uno de esos días, Manuel fue a ver a la niña, Julia lloraba sin
consuelo, al ver a su amiga llorar Manuel pasó la mano por la mejilla de
ella y secó sus lagrimas. Julia como si hubiese faltado y atentado a su
honradez de casta esposa, dio un respingo y le invitó a salir de su casa.
Manuel no entendía nada, pero prudente en exceso, salió y sufrió solo tan
brutal desplante.
Rosario
notó que estaba pasando algo y preguntó a su marido, si sabía qué le pasaba
a Julia, él le dijo: cuando venga Antonio, iremos y hablaremos con ellos.
Afortunadamente, la niña mejoró, Manuel pensó con alivio que Julia estaría
más tranquila y vería las cosas de otro color.
Al volver
Antonio, los amigos se abrazaron desde el corazón, pero Antonio encontró
tristeza en el abrazo de su amigo. También notó a Julia tensa, preguntó qué
pasaba pero ella contestó escueta: nada. Antonio pensó que las dos mujeres
habrían discutido, y no le dio mayor importancia.
Al día
siguiente Manuel y Rosario fueron a casa de sus amigos, pero Julia no les
quiso recibir, diciendo que no quería su amistad. Aquí si que Antonio se
preocupó mucho, preguntó de nuevo a Julia.
-
¿Qué ha pasado con Rosario?
- Con
ella nada.
- Entonces
¿Con Manuel?
Julia
bajó la mirada al suelo y contestó
-
Nada.
Pero
Antonio conocía a su mujer y sabía que sí, que algo había pasado. ¿Por qué
Julia miraba al suelo? Antonio tenía confianza en su amigo, sabía que Manuel
era incapaz de cometer ningún agravio. Pero tantas veces como le preguntaba
a Julia tantas como lo negaba de forma ambigua y esquivando los ojos. La
duda estaba sembrada. Antonio optó por callar, no creía a su amigo capaz de
nada deshonesto, no podía preguntarle, pedirle explicaciones sin ofenderlo.
No podía aclarar nada si Julia no hablaba, y Julia no habló.
Por su lado
Manuel se sentía atado de pies y manos. Él era un amigo cabal, y si julia no
lo quería decir él no podía aclararlo, traicionar su silencio.
De qué
forma tan absurda perdieron una amistad tan auténtica como la de Manuel y
Antonio. Todos queremos tener en momentos de dolor, esa mano que enjugue
nuestras lágrimas, Julia la tuvo, pero por encima de la amistad de los
valores humanos, para ella estaban unos cánones a los que no se podían
faltar, una educación equivocada que golpeó brutalmente a todos, pero la
principal víctima era Julia. Ella pensó que ocultando a su marido la “ofensa
recibida” evitaba una “ruina”
Julia pensó
que solo ella sabía lo que había pasado, por tanto se apartaban de Manuel y
Rosario y con el tiempo Antonio olvidaría todo.
De lo que
Julia no se percató es que su hija Ana de quince años fue testigo directo,
que había visto cómo el bueno de Manuel le secaba las lágrimas, dando todo
el cariño y consuelo de un buen amigo, y que había sacado su propia
conclusión.
Julia no
supo que Ana y Charo seguían siendo amigas y que las dos, en sus respectivas
casas, habían vivido y sufrido la situación y que no era justo que Antonio y
Manuel viviesen esa injusticia, porque ellas lo vivieron desde le verdad y
porque entre Manuel y Antonio siempre hubo mucha verdad, no se podía tener
a Antonio engañado.
Unos años
después hablaron con sus padres. El secreto de Julia lo desvelaron a las
tres personas que lo sufrieron de forma tan injusta.
Antonio
y Manuel se dieron un abrazo de amigos que le acompañaría siempre. ¿Para qué
decirle nada a Julia? Ella no entendería, tenía muy arraigada la educación
que había recibido. Afortunadamente Antonio había educado a sus hijas en la
honradez y la honestidad y una de ellas le había devuelto a su amigo aunque
sólo en el corazón.
©
Isabel Mata Garrido, 16-9- 2007
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