Trasnocho 1
Estando reciente la partida de los
pastores, en casa de Paloma, donde se reunían algunas mujeres, los silencios
se veían apenas interrumpidos por suspiros, unos más de pena, otros más de
preocupación. Con el paso de los días esa desazón tendía a desaparecer o al
menos a dilatarse y camuflarse en los quehaceres, cuando los pastores
llegaran a su destino y el Cayo se vistiese de blanco para recordar a las
serranas el retorno del invierno y de sus duras jornadas. Pero las primeras
noches y sin que hubiera llegado aún carta al pueblo, la preocupación por la
salud de sus hombres y no tan hombres, les perturbaba.
Paloma hacía calceta mientras
pensaba en su Pedro, que ya habría visto el Duero y las primeras llagas en
sus pies. Y el recuerdo de Pedro le hacía levantar la cabeza y afinar los
oídos para asegurarse de que no lloraba Palomita y seguidamente fruncir el
ceño mientras se preguntaba donde andaría el Román y por qué habría salido
tan trasto.
A su lado las manos de Paquita,
madre del Tundi, remendaban con desgana. Aquellas manos de 72 años, con
largos dedos retorcidos por la artritis y surcados de gruesas arrugadas
tostadas por el sol, habían criado a siete hijos, enterrado a tres de ellos,
curado las heridas que a su marido le causaba la erisipela y las que a unos
chicos les causaron los disparos de los guardias en plena guerra, cuando se
escondieron en la dehesa de la Mazorra durante varios días, para desaparecer
después, seguramente huyendo a montes más seguros. Aquellas manos que se
fueron retorciendo con los años habían ayudado a que muchas criaturas del
pueblo llegaran al mundo y a que así mismo lo hicieran muchas más bestias.
Habían lavado, cardado, hilado, remendado, bordado. Habían amasado y arado
hasta la extenuación.
-
Y a ti ¿qué te pasa Conchita, hija?- preguntó Paquita a su nieta que
esa noche les acompañaba.
- Es
verdad Conchita. La más joven y la que más despreocupada debería estar y
parece que te hayan chupado el alma, añadió Daniela que andaba avivando el
brasero donde la muchacha tenía una lánguida mirada plantada.
La atribulada Conchita no contestó
aunque hizo un intento de levantar los hombros que parecían pesarle de la
pena. Y poca falta hacía que respondiera. Las allí presentes conocían muy
bien el motivo que podía causar esos síntomas en una muchacha joven. Todas
habían vivido la primera separación por la invernada del mozo querido. Así
que aunque durante el verano Conchita y Paco habían ocultado sus pasiones a
todo el pueblo, ahora, durante la separación, ni él en el camino con el
resto de pastores curtidos y sobre todo ni ella, en la sierra, junto al
resto de mujeres, podían ya disimular.
- Cuando
el Mario y yo empezamos a hablar aún no había hecho el primer viaje. Fue en
el baile cuando nos hicimos novios y al otoño siguiente ya le mando su padre
de zagal. No pude ni subir a la berrina de la pena que tenía y desde el
prado le vi marchar, escondida en una mata con la Bruma pegada a mí.
Acompañaba la pobre mis lágrimas con su llanto de perrita, hum, hum-
imitaba Sofía a la mastina, de la que también tuvo que separarse al año
siguiente- hum hum- repitió la muchacha intentando paliar el
decaimiento de las compañeras.
-
Qué me vas a contar
Sofía, si yo en la primera invernada de mi Alejandro, preñada estaba del
Pedro. No recuerdo haber pasado nunca más sufrimiento- decía Paloma sin
imaginar que aquél invierno se le venía también especialmente duro con la
partida del chico-. Aún me lo recuerda a veces la Elvira cuando la veo en la
Villa. Entonces ella aún estaba soltera y como éramos vecinas pasábamos
mucho tiempo aquí juntas. Al año siguiente fue cuando se casó y se fue para
la Villa con el Luis. Pues la muchacha, ¡cómo no me vería que llegó a temer
por mi embarazo! Yo le ocultaba la pena al Alejandro. No quería que me viera
débil y poco mujer, incapaz de llevar una casa de trashumantes como siempre
habían hecho las mujeres de su familia. La pobre Elvira me guardó el secreto
pero, y aunque le rogué que no lo hiciera, terminó contándoselo a su marido
porque la pena, lejos de aliviárseme se me acrecentaba.
Conchita escuchaba los relatos de
las mujeres preguntándose, inocentemente, si hablarían de este tema porque
había sido descubierta. Los lamentos de éstas, especialmente los de Paloma
que se tornaron más trágicos que los de Sofía, siempre bromista, no parecían
augurar nada bueno para la tribulación de Conchita, aunque ya se sabe que
las penas compartidas siempre suponen un alivio y la joven escuchaba con
toda la atención que su desgana le permitía.
-
¡Ay chiquillas! -intervino María Jesús, la madre del Mulero,
prediciendo o advirtiendo de lo que sería aquél invierno para Paloma -Pues
si os cuento yo como es la invernada cuando los que parten son los hijos…
El comentario hizo que todas y
especialmente Daniela, dirigieran la mirada hacía Paloma que asentía, sin
levantar los ojos de la calceta, con la resignación que se había forjado en
ella tras muchos años de invernada vividos ya. Pero esa resignación que la
muchacha había asumido como lógica en la mujer de un pastor, no esperaba
tener que aceptarla como madre. Alejandro y Paloma lo habían hablado mucho.
Los muchachos no serían trashumantes. Y ahora, aunque había terminado por
aceptar la decisión del padre, no podía evitar sentirse traicionada por su
marido.
-
Y usted abuela ¿cómo recuerda sus primeros años sola en la sierra?
-preguntó la joven enamorada.
-
¡Ay hija mía!, no quiero yo quitarles razón a las mozas pero cierto
es que, aunque despacio, las cosas van siendo menos duras. En nuestra casa
lo pasamos mucho mal y claro ni de jóvenes tuvimos mucha ocasión para
preocupaciones de amor. Tú eso no lo viviste. Tu abuelo nunca gozó de buena
salud…, menos mal que tu padre y tu tío…
Un nudo de llanto hizo enmudecer a
Paquita, una mujer pequeña y gruesa, tanto que con la edad había llegado a
ser más ancha que larga. Una oncalesa especialmente querida y admirada en el
pueblo por la templanza y esfuerzo con el que había llevado adelante una
vida muy dura y esto, en la sierra, era mucho decir, pues no había vida
fácil para ninguna. Sus hermanas, cuando quedaron huérfanas, muy jóvenes,
habían marchado a Pamplona con una tía soltera, a servir a las familias para
las que ésta cosía, y ella, la mayor, quedó a cargo, por decisión propia, de
la humilde casa familiar y de un hermano enfermo mental. Pero si algo
despertaba la admiración en Oncala y en la Villa donde también era muy
conocida, era el buen humor con que Paquita trabajaba de sol a sol porque a
su marido e hijos tampoco les acompañó la suerte. Con los años, se hacía la
mujer más vulnerable y en ocasiones, como aquella noche, parecía derrumbarse
la dura Paquita.
- En
fin, vamos a sentirnos contentas de que tenemos las mejores ascuas de todos
los trasnochos de Oncala- sentenció Daniela observando orgullosa el brasero
que había preparado y avivado mientras escuchaba esas historias que a ella,
hija y mujer de agricultores, no le habían tocado vivir. Aunque aquél
invierno con la partida del nieto tan querido, empezaría a comprender como
se forja la casta de las mujeres de los trashumantes.
© Leonor Lahoz
La
vida entre veredas |
Trasnocho 2
-
¿Dónde anda la Daniela?-
-
En la cocina preparando rosquillos y unas tortas que horneó el último
día para el Felipe que marcha mañana. Espero que no le caiga nevada. Primero
irá al mercado de la Villa y luego tirará para Sarnago.
-
¡Qué buenos los rosquillos de tu madre! Se nota que le pone bien de
azúcar, decía Sofía casi relamiéndose.
-
Sí, sí por echarle que no quede ¡ni que nos la regalasen!- respondió
la hija.
- Es buen mozo tu primo-
interrumpió Marcelina que recordaba perfectamente lo sucedido aquella tarde,
unos días después del Alzamiento. Noticia que llegó a Oncala con el pastor
de Acrijos y que recorrió las casas del pueblo llevando consigo el espanto,
la incertidumbre y la huída de algunos vecinos. Ella estaba en el somero
cuando llegó el hijo mayor con la mirada desencajada y el aliento acelerado.
La llamó desde la escalera y la reunió junto al padre en la cocina. El
relato fue breve y susurrado. La imagen del hijo, la última. De espaldas,
subiendo la calle hacia casa del Fidel a despedirse de la hija que
era su prometida.
- Y anda que no se le ve
contento y orgulloso al Román presentándolo por el pueblo- añadió Sofía que
escuchó la historia de lo acaecido en Fuentebella agazapada en la cuadra de
su casa desde donde se sorprendió espiando a sus hermanos que hablaban en el
cuarto de al lado creyéndose solos.
- No va a andar contento si le
ha hecho todas las tareas- respondió Paloma tratando de evitar, con
comentarios cotidianos, los que pudieran hacer las mujeres sobre aquella
tarde y todas las que le siguieron durante tanto tiempo. Demasiado tiempo.
Paloma no era dada a las indiscreciones y mucho menos a comentarios sobre
sucesos de aquellos años. Su madre, más despreocupada, le hacía pasar en
muchas ocasiones apuros y sofocos que solían terminar en reproches cuando
quedaban a solas porque “es usted una cascarrona madre. Mire a quién a
salido el Román” acostumbraba a decirle Paloma. - Ha traído agua para tres
días, ha dado de comer a los animales, ha subido al somero a por el trigo,
preparado bardal y el Román pegado a él como una garrapata. Y eso que cuando
llegó le miraba extrañado- continuó Paloma.
- Claro, el chiquillo al oírle
hablar…- dijo María Jesús.
- Pues le habíamos avisado
antes porque ya me conozco yo la desvergüenza de mi hijo y sabía que le iba
a preguntar, el descarado.
- Se le veía contento al Felipe
también con el chico. Ayer les vi que bajaban a la charca a coger ranas.
Parecía el tío tan crío como el sobrino. El pobre…- dijo con lamento la
Marcelina.
Y todas asintieron el lamento de la
mujer. Y todas quedaron pensativas, recordando o quizás intentando no
recordar ese día en que empezó a tartamudear el Felipe. El recuerdo no
pudieron evitarlo ni Daniela ni Paloma desde que supieron de su visita, y
con el recuerdo, la angustia que les acompañaría hasta unos días después de
su marcha. Paloma estaba muy unida a su primo. Se llevaban un año, habían
crecido juntos y juntos habían ido aquel día a Fuentebella. Por eso aquella
tarde ella se quedó sin habla, aterrorizada, y llegó a pensar que ya nunca
volvería a recuperarla, pero al día siguiente lo hizo, entre llantos,
mientras su primo sólo podía tartamudear y no consiguió nunca dejar de
hacerlo.
- Ya lo sé, ya. ¡Pues no me he
encontrado con dos ranas en la pila esta mañana!- protesto Paloma provocando
las risas de las otras- ¡Párese quieto! –ordenó al Román que entraba en la
casa y tiraba a toda prisa hacia la cocina a sabiendas de que la abuela
preparaba algún dulce para el tío. Y el chico paró en seco, sin volverse, a
la espera, dando la espalda a la madre que se acercaba con ademán de echarle
alguna reprimenda. Pero le salvó la sonrisa del tío que entraba sacudiéndose
los pantalones y distrayendo la atención de Paloma. Algo que no tardó en
aprovechar Román para volver a correr, huyendo de la reprimenda y buscando
los rosquillos que ya olía.
- Es una pena que no se haya
casado con lo trabajador y amable que es -continúo Marcelina sin percatarse
de que el Felipe estaba en la entrada -El pobre…
Y todas asintieron de nuevo. Y
Paloma podía oír el sonido de los disparos como si fuera aquella tarde de
verano de 1936. Un viento sofocante paseó, desde las eras, por todo
Fuentebella el eco de dos tiros. La plaza, donde forzosamente se habían
congregado todos los vecinos para escuchar la arenga de un cura de la zona,
con boina roja y ojos de un azul inquietante, se estremeció. De allí,
elegido al azar, habían subido a un chico rubicundo de apenas 20 años.
Desconcertado, miraba a su alrededor como si buscara entre los vecinos quien
le diera alguna explicación de lo que estaba sucediendo, pero en todos
encontraba la misma mirada sobrecogida y confundida que tenía él. Encabezaba
la terrorífica comitiva el cura en un caballo blanco y le seguían
jovenzuelos, y no tanto, vestidos de azul. Aún resonaban en las callejuelas
del pueblo el silbido de los disparos, cuando los verdugos volvieron a
aparecer. Verdugos que ayer eran conocidos, con quienes hacían tratos,
jugaban partidas o pegaban la hebra los días de mercado y que esa tarde
cabalgaban alrededor de los aterrorizados vecinos, mirándolos desde su
altiva posición con ojos envenenados de odio y rencor. Uno de ellos señaló a
Felipe. A Paloma la arrancaron de su cintura a patadas y mientras se
alejaban chillaba desesperada. No dejó de hacerlo hasta que de nuevo el
viento trajo el sonido de un disparo, esta vez sólo uno y la chica
enmudeció. Tres veces más bajaron y a tres chicos más arrancaron de los
brazos de esposas y madres. Cuando les vieron marchar por el alto,
desfigurándose entre una densa polvareda, guiados por la muerte negra y
blanca de boina roja, todo el pueblo se dirigió hacia las eras. Los más,
caminaban despacio, atemorizados. Otros lo hacían deprisa, desesperados y
fue uno de éstos el que bajó gritando ¡Están vivos! ¡Están vivos!- y lloraba
y todos entonces corrieron. ¡Están vivos!
Apareció el Felipe en la habitación
donde las mujeres cosían, zurcían y recordaban en silencio, tapadas todas
con la misma manta. Les llevaba unos rescoldos, mandado por Daniela que
continuaba en la cocina. Con su sonrisa plácida, sincera y tranquila acalló
los gritos y el sonido de los disparos traídos por el viento, que se
repetían de manera compulsiva en la mente de su prima. Era un muchacho
enjuto y muy alto lo que hacía parecer que en cualquier momento se iba a
desquebrajar. Normalmente llevaba una facha descuidada, como si continuara
teniendo diez años, pero esa noche, unos pantalones de pana y una camisa a
cuadros de Alejandro que Paloma le tenía arreglados cuando llegó unos días
antes, dejó boquiabiertas a las mujeres.
- Bu…bu…buenas noches se…
señoras.
- Buenas noches Felipe,
respondieron todas sonrientes.
- Esperemos que no te nieve
mañana- dijo Sofía.
- No pa… pa… parece, respondió,
y tras hacer un gesto con la cabeza se retiró.
-
El pobre, musitó Marcelina, y todas asintieron mientras continuaban sus
tareas.
©
Leonor Lahoz
La
vida entre veredas |
Trasnocho 3
Aquella noche estaba la
Marcelina muy callada. Pero lo que despertó la atención de las otras
fue la cachaza con que cosía, acostumbradas a verla hilar con brío y
soltura. Nunca descansaban sus manos. Llegaba, apenas pasaba unos
segundos calentándose y sacaba la labor de manera apresurada para pasar
la tarde sin dejarla un momento. Hablaba, comentaba, acompañaba sus
pensamientos con movimientos de cabeza, asintiendo o negando, pero
siempre con las manos laboriosas. Esa noche, sin embargo, dejaba
descansar en su regazo la manta que tejía para el hijo que aquel verano,
cuando volviera del Sur, se marcharía de casa.
- ¿Qué
le pasa Marcelina? Esta usted en Babia- preguntó al fin Sofía.
- Nada,
cosas mías- respondió alzando la lana del regazo.
- Ha
recibido hoy carta del hijo ¿verdad? Se la vi al correo - dijo entonces
Paloma que notaba subir el calor a sus mejillas al darse cuenta de que podía
estar cometiendo una indiscreción.
- Ay
hija ¡qué espabilada eres!
- Y
qué le va a preocupar a usted más que lo que le pase al hijo- añadió, ya más
tranquila.
- ¿No
le habrá dado malas noticias?- se apresuró a preguntar la Sofía.
- Nada
grave, creo…Me dice que ha estado con fiebres, y algo de las tripas, pero
que ya se le pasó. Que perdió algo de peso en estas semanas pero que ya lo
está recuperando. Nada grave, finalizó sin mucho convencimiento.
- Pues
no se preocupe usted Marcelina. Es fuerte su chico y si le dice que ya se le
pasó…
- Ya.
Eso me dice la nuera que no hay porqué preocuparse.
- Pues
entonces ¿Por qué anda usted como si le hubieran chupado el alma?- insistió
Daniela.
- No
se. Cosas mías -respondió de nuevo la mujer con desgana-.
- Pero
bueno Marcelina, ¿qué diantres le sucede?- intervino finalmente Paquita.
Marcelina dudó un instante para
terminar lanzándose a contar a las demás cuales eran los temores que aquella
noche le atribulaban:
- ¿No
os acordáis de la Valentina?- claro que se acordaban- ¡Pues eso mismo le
decía Ramón, dios lo tenga en su gloria, en la última carta que recibió la
Valentina: que ya no estaba enfermo. Pasé con ella muchas noches después de
aquello y siempre lo recordaba: “Él me decía que ya estaba bien. Pobrecico
mío, por no preocuparme…”.- Dos meses estuvo enfermo el muchacho en el sur y
cuando le quedaban tres días para llegar a casa…allí expiró y quedó para
siempre- dijo al fin la Marcelina ante la insistencia de las otras.
- Es
que el camino es muy duro. Pero mujer, son muchos meses y es normal que
enfermen en algún momento. Nosotras aquí también lo hacemos. Mire el Román
que se ha quedado como una lombriz con la pulmonía que cogió. Lo del chico
de la Valentina fue una desgracia pero lo normal es que no sucedan estas
cosas -le consolaba Paloma.
- Pues
mira el pobre José de Sarnago si lo enterraron hace unos meses. Y ya subía
enfermo el hombre.
Aunque trataran de animar a la
Marcelina, a todas les angustiaba la preocupación por la salud de los
pastores estando en el sur. Cuando enfermaban en la casa era otra cosa.
Podían cuidarles y constatar ellas el estado y progreso de la enfermedad.
Pero allí abajo… Además todas sabían que ellos trataban de ocultar en las
cartas cuando estaban enfermos. Lo escribían después, cuando la cosa se
había pasado o en los casos más graves eran los propios compañeros quienes
terminaban por decírselo a sus mujeres para que ellas alertaran a la familia
del aquejado, si lo veían conveniente.
- Pobre
Valentina. Al menos al José, que en paz descanse, le pudieron dar tierra en
su pueblo- se lamentó Daniela que conoció a la Valentina muy bien porque su
hermana se casó con un muchacho de Sarnago, el Cortao, y ella, cuando murió
el Ramón, viuda y con una hija joven aún, pasaba mucho tiempo en la casa de
la hermana, qué más holgada gracias a las tierras del marido, podía
ayudarlas.
- Cinco
años tardó la pobre en poder ir a visitarle -les decía Marcelina a quien el
recuerdo de la amiga no le abandonaría ya aquella noche. -Y cinco días en
morir ella después que volviera de verle. ¡Qué contenta marchó aquél día!
Con unas florecillas que cogió del campo. Ella sola pasó la tarde anterior,
recorriendo el camino de El Collado. Despacito, como hacía la Valentina
todo, tranquila, lánguida pero ilusionada, fue haciendo el ramo tan humilde
y tan lleno de amor. Lo guardaría toda la noche en agua, seguro porque al
día siguiente no se habían marchitado y eso es raro.
Todas escuchaban a Marcelina
atentas. Ciertamente, la piel clara y especialmente tersa que tenía la
Valentina, el pelo inusualmente rubio, las maneras y andares lacónicos y
delicados de la mujer que parecía a veces gravitar, despertaron la ternura
de quienes la conocieron, hasta tal punto que se extendía ahora esta
ternura, al recuerdo de su historia, tan triste en verdad. Marcelina
continuaba hablando, mientras afinaba la mirada y movía los ojos hacia
arriba como si intentara buscar entre sus recuerdos los detalles de aquél
día en que vio marchar a Valentina.
- La
mujer acababa de abandonar el alivio de luto por el marido cuando tuvo que
volver a vestirse de negro riguroso por el hijo y así pasó ya todos los días
de su vida. Pero cuidaba con devoción su mejor vestido, el que utilizó el
día de su boda, aguardando el momento en que pudiera ir a visitar la tumba
de su Ramón. Nunca perdió la esperanza. Entre mondas de limón para cuidarlo
de las polillas el vestido ocupaba, él solo, el único armario de su casa.
- Y
cuando iba a Sarnago a pasar el invierno con la hermana, allí que lo
llevaba. Llegaba con él envuelto delicadamente en una sábana -añadió
Daniela.
- Y
allí estaba aquella mañana. Esperando el coche del señorito donde servía
Petra, su hija, con el vestido puesto y las flores en la mano. De pie y muy
quietecita, esperó largo rato en la entrada del pueblo.
- ¡Qué
bueno debía ser el muchacho o qué enamorado debía estar de la Petra para
llevar a Valentina tan lejos!- exclamó Sofía.
- Era
buen chico, eso es todo, que no es poco- afirmó rotundamente Daniela dejando
ver que no toleraría chascarrillos sobre el señorito y la sirvienta.
- Fue
usted quien le consiguió el trabajo a Petra, madre.
- Bien
que lo sé. Escribí a la señora de la casa de Soria donde serví de joven,
sabes que siempre he mantenido con ella buena relación, y le recomendé a la
muchacha como una joven trabajadora, discreta y obediente.
- Y
bien pronto que le respondió la señora, y aunque ella tenía el servicio
completo, casi le impuso a su sobrino que diera trabajo a la Petra, en una
casona que tenía en la calle Caballeros.
El señorito, cuando conoció la
triste historia de Valentina, no dudo en ofrecerse para llevarla hasta el
lecho del hijo. Llegó hasta Oncala con un coche como los que trajeron en
alguna ocasión los compradores de lana y que congregaban a los chicos y no
tan chicos para su admiración. Recogieron a la Valentina en la entrada de
Oncala donde le dijo la hija que le esperara para evitar miradas
indiscretas, aconsejada por Daniela, y es que ambas mantuvieron contacto por
carta durante mucho tiempo, primero a petición de Daniela para saber de su
estancia en la casa, después por voluntad de Petra que encontró en la mujer
a una confidente y consejera.
- ¡Como
una reina marchó! El chico le abrió la puerta, muy educado y ella subió a
aquel coche tan elegante. ¡Qué ilusión llevaba! Como si fuera a verlo vivo.
Recuerdo que la acompañé aquella mañana, cuando aún andaba desperezándose el
día, pero no llegué hasta el coche. Valentina me dijo que a su hija no le
gustaría ver a nadie.
- Pero
usted esperó sentada en el pollo de una cuadra –intervino Sofía- unas calles
más abajo, hasta que la pobre Valentina subió al auto. Me lo dijo mi madre.
- No
fue por indiscreción. No pretendía espiar, sino que en mi interior temía que
el señorito no llegara a su cita y mi amiga, que seguro hubiera esperado
hasta el anochecer, podría necesitar un brazo que le ayudara a volver a la
casa vacía.
Pero el señorito cumplió. Pasaron el
día en Alcuneza. Una señora menuda y resuelta guió a la oncalesa hasta la
tumba del hijo. Caminaba como una chiquilla, casi corriendo, por lo que
tenía que ir parando para esperar a la forastera, de andares más tranquilos.
Recorrieron el cementerio, triste y desolado, como el de Oncala, como un
cementerio. Llegaron al fin al lugar y Valentina no podía creer que allí
estuviera su Ramón, acompañado de una tiestito humilde colocado por la mujer
que les acompañaba que, soltera y sin hijos, conoció la historia del pastor
y quiso desde entonces cuidar su lecho sabiendo que tarde o temprano la
madre llegaría para verle.
©
Leonor Lahoz
La
vida entre veredas |
Trasnocho 4
Estaba el Román haciendo cuentas
a la luz del carburo ante la atenta mirada de su madre que fruncía el
ceño y emitía un sonido parecido al gruñido de un perro cuando le veía
distraído.
-
Estoy pensando, respondía el
niño ante el gruñido materno.
-
Si, ya se que estás pensando,
¡pero no en la tarea! A mí me vas a engañar…
Don Jacinto le había advertido a
Paloma que este año al chico le veía distraído. No podían, ni maestro ni
madre, evitar compararle con su hermano. La sombra de Pedro, aplicado y
responsable, perseguía al pequeño Román que no lograba centrar su atención
en las tareas ni en las explicaciones del maestro. Fueron llegando las
mujeres. Pasaban delante del chico y éste les seguía de reojo hasta que
tomaban asiento. Pronto comenzaron a comentar la noticia del día. La primera
fue María Jesús:
- ¿Habéis
oído que han cogido al Felipe y al Agustín?
- Algo
he oído, pero ¿al chico de la Manola ha sido al que han trincado?.- preguntó
Marcelina.
- No
mujer, al Agustín de Bea. El chico de la Manola va a ser ¡Ese no sería capaz
de cazar ni a un topillo envenenado! El pobre ha salido torpe como el padre-
decía Daniela con hilaridad para disgusto de su hija, que la espetó:
- Claro,
aquí al que no hace diabluras o cosas peores se le llama torpe. El muchacho
es buen hombre.
- ¿Y
es que el Felipe y el Agustín no lo son hija? Pero ellos no tienen el plato
caliente todos los días en la mesa y el hambre agudiza el ingenio y al que
no pasa hambre, se le atrofia y termina atolondrado.- insistía Daniela por
defender a los chicos pero también por hacer rabiar un poco a su hija
demasiado preocupada siempre por medir los comentarios “inapropiados “.
- Pues
no diga usted que son tan listos o ingeniosos cuando les han pillado con los
lazos y buena multa les ha caído.
- Ya,
pero a saber cuantas liebres se habrían zampado antes.
- Con
arroz, qué rico- apuntilló María Jesús.
Cuando los comentarios le llegaron a
Román, éste agudizó el oído, dirigiéndolo hacía donde se encontraban las
mujeres, como si de un perro de caza se tratara. De repente dejó caer el
lápiz. Empezó a palidecer y sudar. “Román tú a lo tuyo”. Pero el tema de la
caza era ese día lo suyo. Ya no podía continuar con las cuentas y sin
embargo tenía más prisa aún por acabarlas y salir pitando a buscar al
Palotes. Pensó en poner los números al azar, pero pronto desechó la idea,
porque Paloma era muy hábil con los números y no habría llegado a la puerta
sin que la madre se hubiera percatado de la chapuza.
Las sumas y restas se cruzaban y
confundían con las gotas de sudor que caían de la frente angustiada del
chico. Las mujeres no dejaban el tema que tanto le atemorizaba. “¿Quién me
mandará hacerle caso al Palotes?” se decía el Román. Y es que fue el amigo
quien ideó el plan pero cierto es que no le costó mucho convencer a su
compinche. Ahora se preguntaba si a la detención de los vecinos le seguiría
la suya.
Rezó para que la tacañería de la
madre le indultara de terminar las cuentas. Necesitaría la luz para que las
changarras de sus amigas pudieran coser y remendar. Esta idea también se
desvaneció rápido al ver a la abuela con el carburo que da todavía mejor
luz.
“Tengo que ver al Palotes. Pero jo,
madre me ha dicho que cuando acabe las cuentas tengo que subir leña a la
cocina. ¡Malditas cuentas, maldita leña! Los guardias ¿trabajarán por la
noche? Con un poco de suerte dejarán el caso para mañana. No me dormiré y
cuando dejen de sonar los muelles de la cama de madre iré a buscar al
Palotes ¡Maldito Palotes!, y correremos hasta el monte”. Los planes del
Román para borrar las huellas de lo que creía una fechoría penada con el
calabozo, le llevaron a tener una idea para solucionar el tema de las
cuentas, porque al parecer, resolverlas no era una opción.
Subiría a su cuarto y buscaría las
cuentas de otro día, ya corregidas por el maestro y al despiste de Paloma
daría el cambiazo. Y así fue. En estas triquiñuelas el Román sí que
aventajaba a su hermano mayor.
Estaba organizando la leña cuando
comenzó a escuchar unos silbidos que intentaban imitar a un pajarillo. Era
el Palotes con la señal. Ya se habría enterado del desastre. Román respondió
con un silbido similar, pero usando el pito que le trajo el padre de extremo
y mientras se afanaba en terminar con la leña recordaba: Yo te ayudo con los
viajes de agua –le dijo hace unos días el Palotes- mientras tú subes con
Manolito yo te preparo la siguiente. Eso nos permitirá ganar tiempo.
Mientras haces el último viaje yo corro y te espero en la entrada del
camino. Luego los dos en el burro vamos hasta el monte. Yo sé un sitió muy
bueno. Se lo oí a uno de la Villa en el mesón. Ponemos la trampa y salimos
pitando”. Román no dudó en aceptar la propuesta. Toda la noche pasó
imaginando la aventura y sintiéndose bandolero. El burro Manolito se
convirtió, gracias a la imaginación del muchacho, en un caballo de rompe y
rasga. Si lleno un poco mas los cántaros –pensaba aquella noche- dos viajes
serán como tres y si cada viaje tardo veinte minutos, en media hora o así
habremos terminado, lo que supone media hora menos que otros días. Las
cuentas, con un motivo de peso, le salían rápido al chiquillo.
Apilada la leña bajó las escaleras
con cuidado y protegido por la oscuridad salió sin ser visto de la casa.
Nada más cruzar la puerta y pisar la calle, libre ya de la mirada de Paloma,
comenzó a correr como alma que lleva el diablo, sin tan siquiera esperar al
amigo, seguro de que éste saldría de donde estuviera escondido y le
seguiría. Descendieron hasta la plaza con zancadas de vértigo, cuando
dejaron de correr fue para darse cuenta de que el pueblo había quedado
atrás. Así, encarado ya el camino hacia el monte, se detuvieron, se tomaron
unos segundos para recobrar el aliento y notar como el sudor empapaba todo
su cuerpo. La noche estaba tan oscura como boca de lobo. Miraron hacia atrás
y vieron el pueblo también oscuro pero protegido por las calles y casas que
conocían bien. Miraron hacía delante y vieron una maraña negra y desolada
donde la imaginación de los muchachos situaba lobos como osos. Y el temor al
bicho y a la oscuridad incierta del monte, fue mayor que el miedo a los
guardias y al frío del calabozo. Así que volvieron a sus casas. Esta vez el
pueblo lo recorrieron cabizbajos y apesadumbrados. Se deslizaron sin ser
vistos por escaleras y pasillos hasta sendas habitaciones y durante varios
días vivieron con el temor de ser descubiertos sin imaginar que sus trampas
con losas no atraparían ni a una culebrilla.
©
Leonor Lahoz
La
vida entre veredas
Trasnochos
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