Trasnocho 7
Dos días de lluvia intermitente
habían sido recibidos por todo el pueblo con gratitud y entusiasmo.
Desde los prados la brisa paseaba un intenso olor a tierra y desde todos
los rincones los animales se hacían oír. Al atardecer del segundo día,
cuando la lluvia cesó definitivamente, el cielo quedó encapotado por una
densa maraña de nubes gris plomizo bruscamente quebrada en el horizonte
dando paso a los rayos de un enorme sol rojo que pronto desaparecería.
El agua caída no conseguiría que la
Sierra diera la cara, pero esos días el pueblo se dejaba contagiar de la
alegría que llegaba desde el monte húmedo. También en casa de Paloma se
sentía el entusiasmo. Cuando llegaron al trasnocho Marcelina y Paquita
encontraron a la Sofía cantando, coreada por Paloma y Daniela, mientras
Palomita, colocada en el centro de las mujeres, escuchaba y observaba
expectante, con los ojos tan abiertos como la boca por la que se deslizaba
un hilo de baba. Cuando llegó el estribillo la niña, como si le hubiesen
apretado algún botón, comenzó a moverse con un balanceo nervioso, adelante y
atrás, adelante y atrás, mientras sus manitas intentaban atinar con las
palmas.
Finalmente todas rompieron a
carcajadas ante los aspavientos de la niña. La voz de la Sofía era la más
solicitada en el lavadero. Y las mujeres que ahora se reían de la pequeña,
también paraban la faena y permanecían quietas, como perros a la escucha,
con la boca tan abierta como la de Palomita, cuando la convencían para
cantar La Tarara.
La primavera pronto llegaría y con
ella la tregua del invierno (porque en la Sierra el invierno no pasaba, daba
treguas), las visitas de comerciantes que empezaban a llenar el pueblo de
voces chillonas y las casas de cacharrería reluciente, y sobre todo, los
pastores. Esto se reflejaba en las caras de las mujeres y en sus manos que
esa noche bordaban más que cosían, y lo hacían con una especial delicadeza y
total dedicación. Y es que hasta las tareas de éstas en las noches de
reunión se habían tornado especiales.
- Mirad que hilos me han traído
para el delantal de mi Dani.
- Estará contenta la muchacha
–respondió Paquita mientras miraba los hilos con detenimiento- Va a ser una
móndida preciosa. Y su nuera también va a estar muy contenta Marcelina
-añadió, a sabiendas de lo emocionada que estaba ésta ante la boda de su
hijo- Déjeme las sábanas que le ayudo con el bordado mientras remienda usted
el vestido. ¡Hace tanto tiempo que no hago estas labores tan especiales!
En casa de Marcelina andaban esos
días con los preparativos del enlace, y ella aprovechaba las noches en casa
de Paloma para arreglar el vestido de novia de la madre fallecida de la
nuera, y bordar con mucha ilusión la pieza más especial del ajuar, las
sábanas de la noche de bodas. El resto, pobre ajuar conseguido a fuerza de
sacrificios, estaba ya preparado desde hacía catorce años, cuando su otro
hijo, el primogénito, anunció la boda con la hija del Fidel, boda que nunca
llegaría a celebrarse, truncada por la contienda en la que murió el novio.
Comenzó así la noche en casa de
Paloma con un alboroto inusual, más apropiado para mozas que para madres y
abuelas, pero luego todas quedaron en silencio y todas esbozaban una sonrisa
entre pícara y nostálgica reflejo de sus pensamientos que aquella noche eran
recuerdos de juventud. Los de Paloma repasaban los momentos más tiernos con
Alejandro. Aquellos primeros bailes en Sarnago cuando tan jóvenes empezaron
a tratar. El chico apretaba su pecho suave y disimuladamente, a cada paso
con más intensidad, contra los senos de Paloma. Y la moza de Sarnago luchaba
por vencer la rigidez que en su cuerpo causaba una tensión desconocida por
ella hasta entonces y mostrarse dispuesta ante el chico de Oncala. Fueron
días y sentimientos que nunca más se repetirían. Vendrían otros muy
especiales, pero diferentes.
- Vamos a hacer caldereta con
los mejores corderos, o mejor los llevaremos a asar al horno, dijo
Marcelina.
-
¿Qué dices? Empiezas a hablar
sola, mal asunto, respondió Sofía.
-
Digo que en la boda de mi
hijo se guisará el mejor cordero. En la mía andábamos muy escasos y mi madre
tuvo que guisar pollos. Y después de la ceremonia haremos chocolate y
rosquillos.
- Yo te haré galletas de nata y
te daré unas enaguas que tengo sin estrenar. Será mi regalo -le dijo Paloma
ante la mirada extrañada de Daniela que pensaba, ¡Vaya! A mi hija se le está
pasando la depresión o ha terminado por perder el juicio.
-
Muchas gracias Paloma, hija-
dijo Marcelina emocionada. Y es que el acontecimiento se había convertido
para ella en un homenaje a la boda que su hijo mayor no había podido
realizar.
En la boda de Paloma no faltó de
nada. Tampoco alegría porque la chica no permitió que la oposición de la
madre que hasta el último momento hizo de casamentera con el Mario de
Sarnago, mitigara lo más mínimo su felicidad. Y es que la Paloma moza
albergaba un romanticismo que su familia parecía desconocer. Fueron los
poemas de la esposa del maestro. Una mujer venida del norte, de tierra de
marineros, que pasó tres años en Sarnago sin llegar a adaptarse lo más
mínimo a pesar de su buen trato con los vecinos, conseguido por su
discreción y complacencia. Pero su mirada verde era capaz de perderse largos
ratos en lo que parecían recuerdos de la vida dejada a orillas del mar.
Paloma, entonces una niña, estaba segura que en esa mirada perdida había un
amor roto que le hacía recitar, con la garganta anudada y los ojos acuosos,
unos bellos poemas. La niña invadía siempre que podía la casa del maestro
para escuchar a la mujer que la recibía cariñosamente y que siempre
comenzaba recitando el poema que a la niña más ensimismaba:
La princesa está triste…, ¿qué
tendrá la princesa?
Los suspiros se escapan de su boca
de fresa,
Que ha perdido la risa, que ha
perdido el color…
Le prestó el libro de aquél poeta,
Rubén Darío, libro que a la pequeña le parecía un tesoro y que recibió
extendiendo sus manos con delicadeza y temblor emocionado. Copió en una
libreta los que más le gustaban. Pasó varias tardes aplicada en la tarea,
procurando una letra primorosa, y cuando los acabó, guardó la libreta con la
misma devoción que su hijo mayor guardaba ahora los dibujos que hacía. Y
durante muchos años, hasta que preocupaciones más terrenales y adultas
llegaran a su vida, Paloma leía los poemas las noches en que la luna llena
le prestaba un poco de luz a la ventanita de su habitación en Sarnago. Se
convertía así la lectura en un ritual misterioso y secreto que alimentaba el
romanticismo pasional de Paloma.
- Hace usted muy bien Marcelina
tirando la casa por la ventana con la boda del chico- dijo de repente Paloma
volviendo a causar la sorpresa en su madre y esta vez, también, en todas las
presentes- En mi boda hasta el piso fue un gran acontecimiento. Uno de los
más espléndidos de Sarnago y aún hoy allí se recuerda.
Y es que Alejandro hizo todo lo
posible por ganarse la amistad de la suegra y pagó un piso por todo lo alto,
pero ni tan siquiera consiguió entonces aplacar una pizca el recelo de ésta.
-
¿Sabe madre? Si viviésemos en
Andalucía, Alejandro me hubiera raptado. Eso dice mi Pedro que hacen allí
cuando la familia de la novia no se presta muy dispuesta al enlace.
Cuando Paloma leyó esto en la
carta del hijo pensó que era una barbaridad aunque ahora, engatusada con los
recuerdos de su propia boda, lo soltara con total normalidad ante las demás
mujeres. Recuerdos que despertaron el romanticismo adormecido de Paloma y
que le hicieron entender que lo de su hijo con la niña aquella tenía mala
solución. Le vino entonces la imagen de la maestra-poeta. Con la piel joven
y los ojos envejecidos, que ensimismados miraban por los cristales de la
cocina donde leía para la niña, como si esperaran que de repente el exterior
se convirtiera en arena y mar y al abrir la ventana en vez del frío cortante
de Sarnago entraría la brisa empapada en sal. Con los años Paloma había
entendido que no sólo se sufre de amor y pensó entonces que aquél corazón
quebrado capaz de leer poemas con la garganta anudada podía añorar
simplemente una tierra, un lugar, un aire, un cielo como añoraba Alejandro
su cielo, su monte, su tierra y su lugar durante los largos meses en
Extremo.
- ¿Sabéis lo que recuerdo con
mayor cariño de mi boda?- preguntó Antonia, la hermana de Sofía que aquella
noche les acompañaba.
- Seguro que no será a tu
cuñada. Menuda moña se cogió -exclamó Daniela con descaro-
-
Qué graciosa. ¡Usted que
sabrá!
-
Porque esos días estaba aquí
viendo a mi hija recién parida del Pedro.
-
Es verdad que estaba recién
nacido el chiquillo. Y lo de mi cuñada también es verdad, a la pindonga le
duró la melopea hasta la reboda. Aún hoy, cuando discutimos, que no son
pocas veces, se lo echo en cara para que se le ponga roja de vergüenza -dijo
la chica y todas rieron con malicia infantil-. Pero no. Lo que recuerdo es
la albada que me cantaron los amigos de mi Nicolás porque allí, en Tierra
Soria, se cantan mucho. Cuando salíamos de la iglesia nos rodearon y con
guitarras y botellas de anís vacías nos cantaron mientras los invitados
miraban embobados.- recordaba la chica con la costura posada en el regazo y
la mirada fija en el techo como si allí se dibujaran las imágenes de aquella
tarde- Anda Sofía bonita, cántamela.
- Pero si no la conozco.
-
Claro que sí. La cantaron el
año pasado en las fiestas unos chicos de Aldealices. “A esta puerta hemos
llegado con intención de cantar, si no quieren que cantemos, nos volveremos
pa´tras”.
©
Leonor Lahoz
La
vida entre veredas
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