relato
Los pichones del campanario
He
de confesar que todavía hoy me siento embargado por el recuerdo
del abuelo. Porque el abuelo Celedonio, único entre sus
semejantes, tenía la osadía de afrontar hasta las
situaciones más comprometidas con manifiesta
resolución y sentido del humor. Si algo tenía que
sobresaliese más que su barriga era su picaresca.
Quizá porque a mis padres no les hiciese la menor falta, nueve
hermanos rondando, y mucho menos a la hora de comer, me
encomendaron a mi abuelo para que me llenara la
boca como mejor pudiera. Mi abuelo, que de tonto
no tenía un pelo aunque a veces estuviera lleno de ellos, me
explotó a su manera. Aunque nunca le gustó doblar demasiado el
lomo, de oficios sabía casi más que nadie. Además
de barbero, alguacil y sacristán, entendía de
estañador, hacía las veces de veterinario, y no
se le daba nada mal arreglar albarcas y aparejos del ganado.
Yo era un poco su guía, además de su ayudante. Guía de oído que no
de visión, pues ésta la tenía de lince. Y aunque de oído no
andaba nada fino me tenía a mí para suplir el
defecto. Era costumbre del abuelo Celedonio el
preguntar por todo y saludar a todos. Aunque no se enteraba
de la misa la media y me regañaba por no tenerle al corriente de
la situación.
Así que íbamos al campo y cualquiera que pasaba se paraba a
preguntarle: "¿Qué hacemos, Celedonio?". Y él respondía tanteando
un poco lo que pensaba que le decían. "Sí, parece
que hoy tampoco vamos a pasar frío". Y le volvía
a preguntar: "Que digo que parece que van buenas
las patatas". Entonces acababa escurriéndose del todo en la
conversación: "¡Aaaaahhh!, ¿La del pinillo, dices? Sííííííí, de
mi tío Bernardo". Harto ya de no dar una a
derechas lo dejaban por imposible. "Bueno, para
los sordos pedos". Y entonces mi abuelo, como aguijoneado,
respondía: "Y para los que oyen, mierda". Yo no podía aguantarme
la risa, aunque se lo tomase como una
desconsideración por la advertencia que me tenía
hecha, que nunca surtía efecto. "Y tú no te rías, tunante,
que te doy un moquete", sentenciaba riéndonos por lo bajo.
Se tratara o no de intuición por los gestos, maneras o modales de
dirigirse a él la otra persona, lo cierto era que el abuelo
parecía que oía lo que quería. La abuela Engracia
se lo tenía bien calado. "Tú oyes lo que te
importa y lo que te interesa, menudo zorro estás hecho". Le
faltaba tiempo para contestarla. "Por eso me casé con una gallina
como tú". Y seguían de retrueque durante un buen
rato. "Anda, pellejo, que si no llega a ser por
mí te habías quedado para vestir santos". A lo cual
el abuelo le colocaba su guinda particular. "Por eso me metí
sacristán, para tocarlos el culo, que igual de
frío que tú lo tienen". A la abuela se la
llevaban los demonios. "Mira, porque está el chico delante que si
no ya te iba a decir yo a ti dónde tienes tú el frío". De ahí no
pasaba la cosa a mayores. El abuelo le hacía una
carantoña y la abuela le respondía con un mohín
de rechazo.
En la parte de atrás de la casa, sin acceso por la puerta
principal, el abuelo Celedonio tenía un cuartucho por donde
pasaban los hombres a afeitarse y a cortarse el
pelo. Era la barbería del pueblo. Allí pasé
muchos ratos de mi vida ayudando en lo que buenamente pude
prestar mi colaboración. Sobretodo en barrer, que como ya queda
dicho muy poco o nada le gustaba doblar el lomo
al abuelo. Del oficio aprendí poco, no así de
otros asuntos que tenían mucho que ver con el vicio y el
deseo.
Por aquel confesionario pasaban de todos los pelajes. Por pasar
pasaba también don Salustiano, el cura, para hacerse arreglar la
barba, no tanto el pelo porque no andaba sobrado
que digamos. Enseguida que llegaba iba yo a
cogerle la mano para besársela y darle el saludo de
bienvenida.
Recuerdo, bien grabado lo tengo, el día en que
estando afeitándose, el abuelo le cortó un poco
junto al gargamero, cosa de nada. Pero por el
daño que le hizo no pudo contener el gesto repentino del dolor: "¡Joder,
Celedonio!, que no estás esquilando al burro". Mi abuelo, aparte
de no poder contener la risa por el comentario,
se disculpó como buenamente pudo. "Mire por donde
los demonios pensaba yo que la tendría más tiesa y
no tan arrugada, don Salustiano". Se juntaron el hambre con las
ganas de comer. Don Salustiano, que le iba a la
zaga, tampoco se anduvo por las ramas. "En otros
tiempos, Celedonio, en otros tiempos, que no ahora. Los
años no pasan en balde ni siquiera para los curas, por mucho que
recemos". En seguida sacó el abuelo el librillo de liar cigarros
y cortó un trozo de papel, se lo llevó a la
lengua, lo ensalivó bien y se lo pegó a don
Salustiano junto a la nuez para que no sangrara.
Aparte de don Salustiano, que atendía parroquias de otros pueblos,
la iglesia quedaba al cuidado de mi abuelo. Estábamos cierto día
los dos solos limpiándola y ordenando algunas
cosas cuando me vino a la mente un deseo para
salir de pobres. Me tenía dicho mi abuelo que aprovechando
que estaba en la casa de Dios que podía ir pensando en pedirle
alguna cosilla por si tenía a bien concedérmela.
Por pedir que no quedase. Así que ni corto ni
perezoso fui y le dije: "¿Sabe en lo que estoy
pensando?, en que tendríamos que tener toda la sacristía llena de dinero
para nosotros solos, ¿a que sí, abuelo?". Lejos de darme la
razón, se limitó a soltar la mano y darme al
revesillo con los nudillos. "¡Releches, tunante!,
ya que te pones a pedir, pídele la iglesia
entera".
Mi abuelo utilizaba mucho las palabras releches, tunante y moquete.
Sobretodo cuando yo obraba mal o hacía alguna travesura. Como el
día en que casi rompí a San Teodosio. ¡Cuánto se
enfadó mi abuelo! Creo que nunca le llegué a ver
tan enfadado como aquel día. Así que no me dejó
subir al campanario a ver cómo revoloteaban los pichones en el nido.
Había muchos pichones y muchas palomas arrullando a sus polluelos
o enhuerando en el nido, que a veces cuando veían
que abríamos la puerta de la tronera salían
alborotadas.
Además de mi abuelo, se encargaba de cuidar o arreglar la iglesia
la hermana del cura. Nos ayudaba cuando había alguna fiesta y se
tenía que adornar el altar mayor o cambiar el
manto a las imágenes. Doña Teresa era una mujer
viuda y sin hijos que prefirió cuidar de don
Salustiano antes que volver a casarse. Todavía de buen ver, en el pueblo
muchos hubieran dado cualquier cosa por tenerla como esposa.
Como su casa estaba junto a la iglesia, a veces se presentaba sin
avisar. Su presencia hacía que mi ayuda ya no resultase tan
necesaria y mi abuelo solía enviarme a cualquier
mandado que no venía a cuento con lo que
estábamos haciendo.
La pasión que yo sentía por ver los pichones se la contagió de
pronto a doña Teresa. Es verdad que estos se los repartían entre
mi abuelo y el cura, pero nunca hasta entonces su
hermana se interesó lo más mínimo por ayudar a mi
abuelo a cogerlos. No quiero decir con ello que
de vez en cuando no me dejara subir a verlos, aunque cuando
estábamos los tres me tenía que quedar en la puerta de la iglesia
cuidando de que no entrasen los perros o por si se escapaba algún
pichón. De ninguna manera que no me moviese de allí, me tenía
dicho.
Así ocurría siempre que subían a ver cómo iban los pichones. Un día
se me agotó la paciencia, cerré la puerta y me dispuse a subir.
Enfilé despacio escaleras arriba para no hacer el
menor ruido. Me extrañaba que mi abuelo fuese
capaz de meter su cuerpo por aquella estrechura. Observé
por entre las rendijas de la puerta del campanario y comprobé
cómo se las apañaban para llegar hasta ellos.
Doña Teresa estaba allí de rodillas echada para
adelante frente a la tronera y el abuelo parecía
como si la estuviera dando empujones con la barriga. Les debía costar lo
suyo porque el abuelo tenía medio caído el pantalón hasta la
mismísima rabadilla del culo. Bien empleado les
estaba, pensaba yo, por no dejarme hacerlo a mí.
Sin decir palabra, por temor a que me riñera, descendí las
escaleras. Cuando estuvieron abajo me hice el tonto y como si
nada hubiera pasado pregunté por los pichones.
"Todavía están en chichota, con el buche verde.
Hay que dejarlos unos días más para que se hagan
grandes".
A
partir de entonces llegué a subir sin que él lo supiera. El
pretexto que ponía mi abuelo era que si las palomas veían a más
de dos personas en el campanario abandonaban el
nido y no volvían. Así que no me quedó más
remedio que hacerlo a escondidas. Me dieron ganas de
decirles que me dejaran hacerlo a mí para que no padecieran
tanto. Yo observaba cómo a veces lo hacían de
distinta manera, incluso tirados el suelo. Otras
veces se quedaban de pie en un rincón sin apenas moverse
para que no se espantaran las palomas, debía ser. El abuelo no
podía estarse quieto hablando despacio. Oía que
doña Teresa le preguntaba por el pichón que días
atrás estaba algo flaco; el abuelo le contestaba con
señas y movimientos de las manos y se reían por lo bajo.
Yo creo que a la abuela Engracia no le gustaba nada que subiera con
doña Teresa a coger los pichones. "Las mujeres no tienen porqué
subir al campanario, eso es cosa de los hombres".
Lo dijo un día mientras comíamos pichones y me
preguntó si los había cogido yo. "Sabes que no
quiero que el chico suba al campanario porque puede caerse por el hueco
de las campanas al ir a coger alguno que se pueda escapar; doña
Teresa está más al tanto". Yo quise decirle
entonces a la abuela lo mal que lo pasaban para
meterse por la tronera y cómo se las apañaban. Pero al
abuelo Celedonio no parecía gustarle demasiado aquella
conversación y sentenció enseguida sin más
comentarios: "El otro día no rompió a San
Teodosio de puro milagro". Y no se habló más del asunto.
Me gustaba ir con el abuelo al campo. Montábamos en la borriquilla,
que iba más despacio que nosotros andando pero al menos no nos
cansábamos, y nos íbamos casi siempre a dar una vuelta por si
podíamos cazar algo. Cuando se nos presentaba la
ocasión se apropiaba de lo que podía. Coger ratas
de agua era una de las mayores distracciones. El
abuelo sabía bien dónde encontrarlas. Había días que cogíamos hasta
media docena. No era fácil conseguirlas porque estaban muy
buscadas.
Andábamos cierto día en el asunto cuando mi abuelo tuvo la mala
fortuna de resbalar en la hierba y caer dentro de un pozo. Me
eché a llorar porque creí que se ahogaba. Todo
quedó en un buen susto y no menos remojón. Le
costó salir, poca ayuda podía prestarle yo con apenas
diez años y más temblor que fuerza en el cuerpo. De cintura para
abajo quedó empapado. Me sentí más tranquilo
cuando el abuelo sonrió y me dijo que no llorara
que no había pasado nada.
Buscó un lugar donde resguardarse, la tarde era apacible, me mandó
buscar ramas para hacer una lumbre y enseguida volví con un
brazado de leña. Cuando fue ardiendo, el abuelo
hincó un palo en el suelo, se quitó los
pantalones, los escurrió bien y los puso a secar sobre el palo.
Tenía los calzoncillos pegados a la carne y se la veía al
trasluz. Me vino a la mente el campanario, me
quedé mirando sus piernas y cruzamos una sonrisa.
El pantalón comenzaba a humear y el abuelo iba girando su
cuerpo para secarse por todos los lados. Así que fui y le dije:
"Abuelo, ¿y no le tendría más a cuenta que se
quitara también los calzoncillos?". Volvió a
sonreír y me dijo con su peculiar desquite: "¡Aaaaahh,
tunante!, tú lo que quieres es verme el culo". "Que no, abuelo,
que no lo digo por eso". Algo azorado seguí
diciéndole: "Además, ya se lo he visto".
Le cogí desprevenido, meando en aquel instante. "¿Cuándo me has
visto tú a mí el culo, tunante?". "Pues cuando va a coger los
pichones con doña Teresa", me limité a responder
sin ninguna malicia. Se le cortó la orina. Se
giró, me miró, le miré yo a él, a su barriga y a su mano
agarrándose todavía la cola que me llevó a fijar la vista en
ella. Frunció el ceño, noté cómo el rostro se le
hacía más tenso de lo normal. "¿Así que has
estado subiendo para ver cómo cogía los pichones con doña
Teresa? ¿Y qué es lo que has visto, tunante?". Me asustó la
manera amenazante con que me lo dijo. "Nada,
abuelo, sólo cómo la empuja para que se meta
dentro". "¿Sólo eso?", siguió diciéndome. "Y que tiene
caídos los pantalones a veces, pero yo creo que eso debe de ser
porque no le dan por la barriga que tiene, como
dice la abuela".
Se echó a reír. De repente serenó la risa y me dijo: "Si subo con
doña Teresa es porque las hembras pueden tocar los huevos sin que
pase nada, pero si lo haces tú les da el fato a
las palomas y ya no vuelven a anidar. Es verdad
que yo no entro por la tronera y que doña Teresa tiene
miedo de meterse, por eso la tengo que animar siempre dándole
empujoncitos, tanto que al estar agachado se me caen los
pantalones".
Me advirtió que no dijera nada a nadie de todo aquello para que no
se rieran de dos tontos como ellos, y de ninguna manera a don
Salustiano. No se habló más del asunto. Siguió secándose aunque
ya no le importó bajarse los calzoncillos por
detrás para calentarse el culo. En un momento de
descuido se le resbalaron y quedó desnudo. Nos echamos a
reír como si tal cosa.
© Leopoldo
Torre y García
Web
de Quintanilla de Tres Barrios (El relato aquí
publicado, pertenece al libro Albarcas para el camino, es © del autor y con permiso de la
editorial)
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Albarcas para el camino
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