Leopoldo Torre y García

relato

Los pichones del campanario

Quintanilla de Tres BarriosHe de confesar que todavía hoy me siento embargado por el recuerdo del abuelo. Porque el abuelo Celedonio, único entre sus semejantes, tenía la osadía de afrontar hasta las situaciones más comprometidas con manifiesta resolución y sentido del humor. Si algo tenía que sobresaliese más que su barriga era su picaresca.

Quizá porque a mis padres no les hiciese la menor falta, nueve hermanos rondando, y mucho menos a la hora de comer, me encomendaron a mi abuelo para que me llenara la boca como mejor pudiera. Mi abuelo, que de tonto no tenía un pelo aunque a veces estuviera lleno de ellos, me explotó a su manera. Aunque nunca le gustó doblar demasiado el lomo, de oficios sabía casi más que nadie. Además de barbero, alguacil y sacristán, entendía de estañador, hacía las veces de veterinario, y no se le daba nada mal arreglar albarcas y aparejos del ganado.

Yo era un poco su guía, además de su ayudante. Guía de oído que no de visión, pues ésta la tenía de lince. Y aunque de oído no andaba nada fino me tenía a mí para suplir el defecto. Era costumbre del abuelo Celedonio el preguntar por todo y saludar a todos. Aunque no se enteraba de la misa la media y me regañaba por no tenerle al corriente de la situación.

Así que íbamos al campo y cualquiera que pasaba se paraba a preguntarle: "¿Qué hacemos, Celedonio?". Y él respondía tanteando un poco lo que pensaba que le decían. "Sí, parece que hoy tampoco vamos a pasar frío". Y le volvía a preguntar: "Que digo que parece que van buenas las patatas". Entonces acababa escurriéndose del todo en la conversación: "¡Aaaaahhh!, ¿La del pinillo, dices? Sííííííí, de mi tío Bernardo". Harto ya de no dar una a derechas lo dejaban por imposible. "Bueno, para los sordos pedos". Y entonces mi abuelo, como aguijoneado, respondía: "Y para los que oyen, mierda". Yo no podía aguantarme la risa, aunque se lo tomase como una desconsideración por la advertencia que me tenía hecha, que nunca surtía efecto. "Y tú no te rías, tunante, que te doy un moquete", sentenciaba riéndonos por lo bajo.

Se tratara o no de intuición por los gestos, maneras o modales de dirigirse a él la otra persona, lo cierto era que el abuelo parecía que oía lo que quería. La abuela Engracia se lo tenía bien calado. "Tú oyes lo que te importa y lo que te interesa, menudo zorro estás hecho". Le faltaba tiempo para contestarla. "Por eso me casé con una gallina como tú". Y seguían de retrueque durante un buen rato. "Anda, pellejo, que si no llega a ser por mí te habías quedado para vestir santos". A lo cual el abuelo le colocaba su guinda particular. "Por eso me metí sacristán, para tocarlos el culo, que igual de frío que tú lo tienen". A la abuela se la llevaban los demonios. "Mira, porque está el chico delante que si no ya te iba a decir yo a ti dónde tienes tú el frío". De ahí no pasaba la cosa a mayores. El abuelo le hacía una carantoña y la abuela le respondía con un mohín de rechazo.

 

En la parte de atrás de la casa, sin acceso por la puerta principal, el abuelo Celedonio tenía un cuartucho por donde pasaban los hombres a afeitarse y a cortarse el pelo. Era la barbería del pueblo. Allí pasé muchos ratos de mi vida ayudando en lo que buenamente pude prestar mi colaboración. Sobretodo en barrer, que como ya queda dicho muy poco o nada le gustaba doblar el lomo al abuelo. Del oficio aprendí poco, no así de otros asuntos que tenían mucho que ver con el vicio y el deseo.

Por aquel confesionario pasaban de todos los pelajes. Por pasar pasaba también don Salustiano, el cura, para hacerse arreglar la barba, no tanto el pelo porque no andaba sobrado que digamos. Enseguida que llegaba iba yo a cogerle la mano para besársela y darle el saludo de bienvenida.

Recuerdo, bien grabado lo tengo, el día en que estando afeitándose, el abuelo le cortó un poco junto al gargamero, cosa de nada. Pero por el daño que le hizo no pudo contener el gesto repentino del dolor: "¡Joder, Celedonio!, que no estás esquilando al burro". Mi abuelo, aparte de no poder contener la risa por el comentario, se disculpó como buenamente pudo. "Mire por donde los demonios pensaba yo que la tendría más tiesa y no tan arrugada, don Salustiano". Se juntaron el hambre con las ganas de comer. Don Salustiano, que le iba a la zaga, tampoco se anduvo por las ramas. "En otros tiempos, Celedonio, en otros tiempos, que no ahora. Los años no pasan en balde ni siquiera para los curas, por mucho que recemos". En seguida sacó el abuelo el librillo de liar cigarros y cortó un trozo de papel, se lo llevó a la lengua, lo ensalivó bien y se lo pegó a don Salustiano junto a la nuez para que no sangrara.

 

Aparte de don Salustiano, que atendía parroquias de otros pueblos, la iglesia quedaba al cuidado de mi abuelo. Estábamos cierto día los dos solos limpiándola y ordenando algunas cosas cuando me vino a la mente un deseo para salir de pobres. Me tenía dicho mi abuelo que aprovechando que estaba en la casa de Dios que podía ir pensando en pedirle alguna cosilla por si tenía a bien concedérmela. Por pedir que no quedase. Así que ni corto ni perezoso fui y le dije: "¿Sabe en lo que estoy pensando?, en que tendríamos que tener toda la sacristía llena de dinero para nosotros solos, ¿a que sí, abuelo?". Lejos de darme la razón, se limitó a soltar la mano y darme al revesillo con los nudillos. "¡Releches, tunante!, ya que te pones a pedir, pídele la iglesia entera".

Mi abuelo utilizaba mucho las palabras releches, tunante y moquete. Sobretodo cuando yo obraba mal o hacía alguna travesura. Como el día en que casi rompí a San Teodosio. ¡Cuánto se enfadó mi abuelo! Creo que nunca le llegué a ver tan enfadado como aquel día. Así que no me dejó subir al campanario a ver cómo revoloteaban los pichones en el nido. Había muchos pichones y muchas palomas arrullando a sus polluelos o enhuerando en el nido, que a veces cuando veían que abríamos la puerta de la tronera salían alborotadas.

Además de mi abuelo, se encargaba de cuidar o arreglar la iglesia la hermana del cura. Nos ayudaba cuando había alguna fiesta y se tenía que adornar el altar mayor o cambiar el manto a las imágenes. Doña Teresa era una mujer viuda y sin hijos que prefirió cuidar de don Salustiano antes que volver a casarse. Todavía de buen ver, en el pueblo muchos hubieran dado cualquier cosa por tenerla como esposa.

Como su casa estaba junto a la iglesia, a veces se presentaba sin avisar. Su presencia hacía que mi ayuda ya no resultase tan necesaria y mi abuelo solía enviarme a cualquier mandado que no venía a cuento con lo que estábamos haciendo.

La pasión que yo sentía por ver los pichones se la contagió de pronto a doña Teresa. Es verdad que estos se los repartían entre mi abuelo y el cura, pero nunca hasta entonces su hermana se interesó lo más mínimo por ayudar a mi abuelo a cogerlos. No quiero decir con ello que de vez en cuando no me dejara subir a verlos, aunque cuando estábamos los tres me tenía que quedar en la puerta de la iglesia cuidando de que no entrasen los perros o por si se escapaba algún pichón. De ninguna manera que no me moviese de allí, me tenía dicho.

Así ocurría siempre que subían a ver cómo iban los pichones. Un día se me agotó la paciencia, cerré la puerta y me dispuse a subir. Enfilé despacio escaleras arriba para no hacer el menor ruido. Me extrañaba que mi abuelo fuese capaz de meter su cuerpo por aquella estrechura. Observé por entre las rendijas de la puerta del campanario y comprobé cómo se las apañaban para llegar hasta ellos. Doña Teresa estaba allí de rodillas echada para adelante frente a la tronera y el abuelo parecía como si la estuviera dando empujones con la barriga. Les debía costar lo suyo porque el abuelo tenía medio caído el pantalón hasta la mismísima rabadilla del culo. Bien empleado les estaba, pensaba yo, por no dejarme hacerlo a mí. Sin decir palabra, por temor a que me riñera, descendí las escaleras. Cuando estuvieron abajo me hice el tonto y como si nada hubiera pasado pregunté por los pichones. "Todavía están en chichota, con el buche verde. Hay que dejarlos unos días más para que se hagan grandes".

A partir de entonces llegué a subir sin que él lo supiera. El pretexto que ponía mi abuelo era que si las palomas veían a más de dos personas en el campanario abandonaban el nido y no volvían. Así que no me quedó más remedio que hacerlo a escondidas. Me dieron ganas de decirles que me dejaran hacerlo a mí para que no padecieran tanto. Yo observaba cómo a veces lo hacían de distinta manera, incluso tirados el suelo. Otras veces se quedaban de pie en un rincón sin apenas moverse para que no se espantaran las palomas, debía ser. El abuelo no podía estarse quieto hablando despacio. Oía que doña Teresa le preguntaba por el pichón que días atrás estaba algo flaco; el abuelo le contestaba con señas y movimientos de las manos y se reían por lo bajo.

Yo creo que a la abuela Engracia no le gustaba nada que subiera con doña Teresa a coger los pichones. "Las mujeres no tienen porqué subir al campanario, eso es cosa de los hombres". Lo dijo un día mientras comíamos pichones y me preguntó si los había cogido yo. "Sabes que no quiero que el chico suba al campanario porque puede caerse por el hueco de las campanas al ir a coger alguno que se pueda escapar; doña Teresa está más al tanto". Yo quise decirle entonces a la abuela lo mal que lo pasaban para meterse por la tronera y cómo se las apañaban. Pero al abuelo Celedonio no parecía gustarle demasiado aquella conversación y sentenció enseguida sin más comentarios: "El otro día no rompió a San Teodosio de puro milagro". Y no se habló más del asunto.

 

Me gustaba ir con el abuelo al campo. Montábamos en la borriquilla, que iba más despacio que nosotros andando pero al menos no nos cansábamos, y nos íbamos casi siempre a dar una vuelta por si podíamos cazar algo. Cuando se nos presentaba la ocasión se apropiaba de lo que podía. Coger ratas de agua era una de las mayores distracciones. El abuelo sabía bien dónde encontrarlas. Había días que cogíamos hasta media docena. No era fácil conseguirlas porque estaban muy buscadas.

Andábamos cierto día en el asunto cuando mi abuelo tuvo la mala fortuna de resbalar en la hierba y caer dentro de un pozo. Me eché a llorar porque creí que se ahogaba. Todo quedó en un buen susto y no menos remojón. Le costó salir, poca ayuda podía prestarle yo con apenas diez años y más temblor que fuerza en el cuerpo. De cintura para abajo quedó empapado. Me sentí más tranquilo cuando el abuelo sonrió y me dijo que no llorara que no había pasado nada.

Buscó un lugar donde resguardarse, la tarde era apacible, me mandó buscar ramas para hacer una lumbre y enseguida volví con un brazado de leña. Cuando fue ardiendo, el abuelo hincó un palo en el suelo, se quitó los pantalones, los escurrió bien y los puso a secar sobre el palo. Tenía los calzoncillos pegados a la carne y se la veía al trasluz. Me vino a la mente el campanario, me quedé mirando sus piernas y cruzamos una sonrisa. El pantalón comenzaba a humear y el abuelo iba girando su cuerpo para secarse por todos los lados. Así que fui y le dije: "Abuelo, ¿y no le tendría más a cuenta que se quitara también los calzoncillos?". Volvió a sonreír y me dijo con su peculiar desquite: "¡Aaaaahh, tunante!, tú lo que quieres es verme el culo". "Que no, abuelo, que no lo digo por eso". Algo azorado seguí diciéndole: "Además, ya se lo he visto".

Le cogí desprevenido, meando en aquel instante. "¿Cuándo me has visto tú a mí el culo, tunante?". "Pues cuando va a coger los pichones con doña Teresa", me limité a responder sin ninguna malicia. Se le cortó la orina. Se giró, me miró, le miré yo a él, a su barriga y a su mano agarrándose todavía la cola que me llevó a fijar la vista en ella. Frunció el ceño, noté cómo el rostro se le hacía más tenso de lo normal. "¿Así que has estado subiendo para ver cómo cogía los pichones con doña Teresa? ¿Y qué es lo que has visto, tunante?". Me asustó la manera amenazante con que me lo dijo. "Nada, abuelo, sólo cómo la empuja para que se meta dentro". "¿Sólo eso?", siguió diciéndome. "Y que tiene caídos los pantalones a veces, pero yo creo que eso debe de ser porque no le dan por la barriga que tiene, como dice la abuela".

Se echó a reír. De repente serenó la risa y me dijo: "Si subo con doña Teresa es porque las hembras pueden tocar los huevos sin que pase nada, pero si lo haces tú les da el fato a las palomas y ya no vuelven a anidar. Es verdad que yo no entro por la tronera y que doña Teresa tiene miedo de meterse, por eso la tengo que animar siempre dándole empujoncitos, tanto que al estar agachado se me caen los pantalones".

Me advirtió que no dijera nada a nadie de todo aquello para que no se rieran de dos tontos como ellos, y de ninguna manera a don Salustiano. No se habló más del asunto. Siguió secándose aunque ya no le importó bajarse los calzoncillos por detrás para calentarse el culo. En un momento de descuido se le resbalaron y quedó desnudo. Nos echamos a reír como si tal cosa.

© Leopoldo Torre y García
Web de Quintanilla de Tres Barrios

(El relato aquí publicado, pertenece al libro Albarcas para el camino, es © del autor y con permiso de la editorial)

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Leopoldo Torre y García 

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