Puerto libre
Antonio el Bueno duerme allá en Colibre,
a Colibre que en Lope es española,
hoy es francesa
y siempre catalana.
Antonio el Bueno duerme
civilidad de religión cristiana,
oh patria de la muerte, oh puerto libre.
Gerardo Diego
Colliure se había convertido en los
últimos tiempos en un destino deseado por nosotras. A veces es mejor
dejar los lugares quietos en la ensoñación, por aquello de que la
realidad no siempre se acerca a nuestras ilusiones. En el caso de
Colliure, Cot Lliure, Colibre, Puerto Libre, se acercaron y ampliaron.
Queríamos dejar sobre la tumba del poeta sevillano nuestro humilde –y no
por ello menos sentido- homenaje, sencillo como era el maestro, con esa
sencillez sin afectación, como tantas otras que deambulan fantasmales.
Unas líneas en un papel arrancado de nuestra mejor libreta, aquella que
siempre nos acompaña y vive, con nosotras, el calor del camino y el
sabor del vino de la tierra.
Todo nos resultó fácil, que
no siempre es cómplice de lo amable. Apenas fue necesario preguntar, con
lo que nos gusta a nosotras dirigirnos a las personas y pedir esta o
aquella información. Lo hicimos, pero más por ver asentir, y por
costumbre. Aparcamos frente a un carrusel romántico en azul y rosa, que
da vueltas delante del gran castillo que fuera castrum romano, después
castillo de los condes de Roussillon y más tarde uno de los edificios de
la corte itinerante de los Reyes de Mallorca. Por el centro de la
avenida discurre un río extenuado, con el lecho empedrado, bordeado de
enormes plataneros, y al otro lado, vimos el nombre del hotel donde
íbamos a alojarnos, Templarios.
Cruzábamos el río Douy por
un puente cuando, aún las pequeñas maletas rodando la acera, vimos la
casa de madame Quintana. Allí, frente a nosotras, presidiendo una parte
de la plazuela –la Placette- que tiene una estatua en el centro dedicada
a todos los que murieron por Francia. Exenta, rosada, sola, con aspecto
de abandono reciente. Unas empinadas escaleras se dirigen a la puerta
principal -¿cómo bajaría y subiría por ellas el maestro, tan enfermo,
tan agotado?- luego vimos que otra puerta se abría por un lateral.
A esa casa llegó la familia Machado el 28
de enero de 1939. Seis días antes habían salido de Barcelona hacia el
exilio precipitado, empujados, ellos y miles de personas más, por las
tropas de Yagüe, por entonces en la Tarragona recién tomada. Cabe
imaginar cómo serían esos días para todos, en el mes de enero, sin
suficientes mantas ni provisiones. Don Antonio, su madre, José, uno de
sus hermanos, y Matea, la esposa de José, se refugiaron primero en una
masía cerca de Cerviá de Ter, y en Mas Faixá, cerca de Figueras,
después. Caminaron desde allí un buen trecho hasta que consiguieron
coger un tren en Cervere que les llevaría a Colliure. Antes, hubieron de
pasar la noche, hasta la llegada del tren, en un vagón de una vía
muerta, ateridos de frío. Todos hemos visto fotografías y películas de
aquel éxodo donde se mezclaban camiones del ejército, ambulancias,
coches y, sobre todo ello, personas a pie cargadas con niños, con bultos
de sus escasas pertenencias. Huían de los fascistas y aún en la huida,
les bombardeaban.
Fue Corpus Barga quien llevó en brazos a
la madre de Machado, desde la estación a la pensión. Se habían
encontrado en el puesto fronterizo de Balitres, y les dijo a los
encargados de custodiar la frontera que Machado era para los españoles
lo que Paul Valéry para los franceses.
Quince días antes, el seis de enero de
1939, Antonio Machado firmaba un artículo en La Vanguardia de Barcelona
con el título “Desde el mirador de la guerra”. Escribía sobre Europa, la
turbia política de Chamberlain y sobre la llamada “no intervención en
España”. Terminaba con estas palabras:
“España, por fortuna, la España leal a la
nuestra gloriosa República, cuantos combaten la invasión extranjera, sin
miedo a lo abrumador de la fuerza bruta, habrán salvado, con el honor de
la Europa occidental, la razón de nuestra continuidad en la Historia”.
Aún sentía esperanzas. No
hubo continuidad en la Historia, la gloriosa República está todavía por
reaparecer. Cinco personas fueron los depositarios de las palabras, y
los hechos, del maestro durante los veintiséis días que permaneció,
vivo, en Colliure, Jacques Baills (jefe de estación suplente cuando los
Machado llegaron a Colliure), Mme. Quintana, Mme. Juliette Figuères
(dueña de una mercería frente al hotel Quintana) y José y Matea, hermano
y cuñada respectivamente de don Antonio. Por ellos sabemos de la
situación angustiosa que vivieron, también en el aspecto económico.
Tenían dinero, pero era de la República y no servía para nada. Hasta tal
punto, que las hijas de José Machado, muy jóvenes, habían sido enviadas
a Rusia para su protección y no podían escribirles. Enterada de ello
Mme. Figuères y su esposo, les dieron dinero para que compraran papel y
sellos.
Por Baills conocemos que se
tenían que turnar el hermano y él para bajar a comer, ya que sólo tenían
una camisa cada uno, y el día que la lavaban debían esperar a que
subiera el otro e intercambiársela.
“…
teniendo por costumbre el llevar las cuentas de Mme. Quintana (me
encargaba de apuntar en el registro del hotel el nombre de todos los
clientes que llegaban), entre ellos vi el de Antonio Machado que se
había apuntado como profesor. Esto me hizo reflexionar e inmediatamente
me acordé de que hacía tiempo, cuando iba a clase nocturna, aprendí
poesías de Antonio Machado, Así pues me atrevía a preguntarle si el
profesor que estaba en el hotel era Antonio Machado el poeta. Y entonces
sin darse importancia ni nada, sin nisiquiera sonreír, me dijo: ‘Sí, soy
yo’. Así que empezamos a hablar (…) Y a partir de entonces al final de
cada comida, iba a verles, me sentaba con ellos, y charlábamos un rato
(…) Hablábamos de cosas triviales, porque yo sentía que me estaba
tratando con alguien que se situaba muy por encima de mis posibilidades
y que enseguida me vería dificultado para contestarle”.
Jacques Baills le
proporcionaría al maestro sus últimas lecturas. Habían perdido todo el
equipaje en los seis días errantes. Don Antonio sentía, sobre todo, la
pérdida de sus libros y de un manuscrito. Baills le proporcionaría, a
petición de José, unos que conservaba de su época de estudiante, “El
amor, el dandismo y la intriga” y “El Mayorazgo de Labraz”, ambos de Pío
Baroja; y una traducción de “Los vagabundos”, de Máximo Gorki. Estas
serían las últimas lecturas de Antonio Machado. No escribió nada.
Extenuado, las musas se habían olvidado de él para siempre. También por
Baills, sabemos cómo fueron para la familia los días transcurridos en
casa de Mme. Quintana. La gran sencillez y educación de todos ellos.
Cualquier comida les parecía bien, la preocupación constante de Mme.
Quintana por ellos era agradecida con discreción, desde el rincón más
apartado del comedor que habían elegido para las comidas.
Durante
las comidas eran ellos la preocupación constante de Madame Quintana –y
eso que era costumbre suya el cuidar de su clientela- porque sintió que
esa gente quizás necesitara más consuelo que los demás. Por eso se
preocupaba sin cesar por saber si tenían bastante comida y sin cesar les
preguntaban: “¿Han comido bastante? ¿Les gusta esto o no?” Y ellos,
siempre discretos y sencillos, respondían: “Sí, está bien, nos basta”.
Siempre les bastaba. Hay que añadir que tenían una gran preocupación –lo
supe por José que me lo dijo- y era que disponían de poco dinero y
temían no poder pagar la totalidad de la cuenta cuando llegara el día de
marcharse de Colliure.
Cuatro días antes de morir,
Machado, muy grave, enfermo del corazón y asmático, gran fumador,
agotado por el viaje hacia el exilio, fue visitado por el doctor
Cazaben, a instancias de Mme. Figuères. Así lo cuenta ella.
El
doctor Cazaben le recetó algunas medicinas y nos dijo que no se podía
hacer nada. Antonio se moría, de eso ya no nos cabía la menor duda.
Estuvo cuatro días muy agitado e inquieto. Se veía morir. A veces se le
oía decir: “¡Adiós, madre, adiós, madre!”, pero mamá Ana, que estaba
bien cerquita en otra cama, no le oía porque estaba sumida en un coma
profundo (…) Él estuvo dos días en agonía. Le llevé la botella de
champán [la tenía reservada Mme. Figuères para cuando pudieran conocerse
don Antonio y el hijo de ella] para mojarles los labios a los dos.
Estaba consciente, me miraba y me dio las gracias con una sonrisa.
Don Antonio Machado Ruiz
falleció el 22 de febrero de 1939, a las tres y media de la tarde. José
quiso que se le amortajara con una sábana, había escuchado decir a su
hermano que era suficiente, para enterrar a una persona, envolverla en
una sábana. Su madre, según narra Matea, la esposa de José, despertó
unos instantes del coma.
Apenas
habían sacado el cuerpo sin vida de Antonio y por una de esas cosas que
asombran, mamá Ana tuvo unos instantes de lucidez. Nada más volver en sí
miró hacia la cama de Antonio y preguntó, como si la naturaleza le
hubiera avisado de lo sucedido, con voz débil y angustiada: “¿Dónde está
Antonio? ¿Qué ha pasado?” Y José, conteniéndose como pudo, le mintió
diciéndole que ya sabía que Antonio estaba enfermo y que se lo habían
llevado a un sanatorio. “Allí se va a curar”, le dijo. Recuerdo que mamá
Ana le dirigió una mirada en la que se veía que no aceptaba ninguna de
aquellas palabras. Luego cerró los ojos y tres días después moría.