Según cuenta Jacques Baills,
quien más tarde sería el tesorero del Comité de los Amigos de Antonio
Machado, el Hotel Quintana se llenó de españoles deseosos de velar el
cadáver de don Antonio y de portarlo hasta el cementerio. Henri Frère,
profesor de español, hizo con lápiz varios esbozos del rostro de
Machado, esos que todos hemos visto fotografiados. Habían cursado
telegramas a la embajada y acudieron personas de cierto relieve. La
lista de ellos fue hecha por Baills, pero la perdió Julio Just, ministro
de Obras Públicas en 1936, en el gobierno de Largo Caballero. Baills se
la confió con la promesa de que recibiría fotocopias y nunca apareció.
Importan más que las personas de relieve –al menos para nosotras- los
españoles exiliados, como él, en Colliure y alrededores. Los que le
acompañaron hasta su última casa sin importarles si luego pasarían o no
a la historia, o a listas referidas una y otra vez en los escritos sobre
la muerte del poeta. Gentes que tal vez hicieron un gran esfuerzo para
trasladarse unos kilómetros, o que, maltrechos por el destierro,
cargaron con el ataúd, sintiendo sobre sus hombros al ser humano y
bondadoso. Su féretro iba cubierto con la bandera republicana que Mme.
Figuères había cosido durante la noche. Eran tan pobres, que no tenían
ni para comprar un trozo de tierra donde dar sepultura al gran poeta, al
filósofo y humanista, por lo que le fue prestado un hueco en un panteón
de unos amigos de Mme. Quintana, de donde sería sacado cuando éstos lo
necesitaron. Baills confiesa que ellos esperaban que los restos del
poeta fueran reclamados desde España, pero no fue así. Entonces se hizo
necesario que Antonio Machado tuviera su propia tumba.
Josep María Corredor,
escritor y secretario de Pau Casals, escribió un artículo titulado “Un
gran poeta espera una tumba”. Casals hubiera querido correr con todos
los gastos, pero se consiguió por suscripción popular, y hoy podemos
escribir, con gran satisfacción, los nombres de René Char, André
Malraux, Albert Camus, además del propio Pau Casals, entre los que
colaboraron a que eso fuera posible. Pero al maestro le hubiera gustado
saber que, además de esos notables intelectuales, el Ayuntamiento de
Colliure regaló el terreno y que fueron muchos los profesores, exiliados
y estudiantes, gente anónima, los que hicieron posible que sus restos,
junto con los de su madre, que descansaban en la tierra, tuvieran su
propia sepultura donde poder dejar un trozo de cada cual que le visite,
un sentimiento, una emoción, una lágrima.
Fue el 15 de julio de 1958
cuando tuvo lugar el traslado definitivo. Pau Casals hubiera querido ir
a tocar el violencelo, pero José Machado, exiliado en Chile, había
manifestado su deseo de intimidad en el acto. Casals, a su vez exiliado
en Prades, relativamente cerca de Colliure, donde organizaba los
conocidos “Festivales de Prades”, era mundialmente conocido y hubiera
atraído a gente y, ya por la época, a medios de comunicación. El gran
músico, unos días después, en la soledad del camposanto de Colliure,
interpretó esa pieza popular catalana que se ha convertido en símbolo de
Paz, ese “Cant dels Ocells” sobrecogedor e íntimo a la vez, que él,
pacifista hasta su muerte, llevó por todo el mundo y dejó como el más
preciado de los legados.
Hasta el cementerio fuimos
deseando encontrarnos con esa tumba, con ese espacio impregnado del
violencelo del otro maestro. Está a pocos metros de la casa de Mme.
Quintana -¡qué cerca! pensamos-. Frente a la puerta principal, hacia el
centro, sobresaliendo de todas, como si en la muerte, sólo en la muerte,
se quisiera distinguir un poco al maestro, está la tumba de Antonio
Machado y de Ana Ruiz, su madre. Hay que decir que nos lo imaginamos,
porque era imposible ver los nombres hasta que apartamos todo lo que
cubría la losa. El frente lo presidía una bandera republicana con el
escudo de Castilla y León.
Toda la superficie estaba llena de flores,
unas con los colores de la bandera republicana, otras claveles rojos,
una rosa encelofanada, unos pobres lirios –estos harían feliz al poeta-
y muchos recuerdos, papeles escritos –pese a que han colocado un buzón
para que no se mojen y poderlos conservar-, placas con los nombres de
quienes las dejan. Seis había, de años diferentes, de los alumnos de
Literatura del IES Campilar de Tarragona. Del IES Jaume I, de Salou.
Alumnos de escuelas de Gijón, Baeza, Corbera, Sabadell, Andorra,
Perpinyà. De Soria destacaba el centro floral del la Escuela Oficial de
Idiomas, el de la Unión General de Trabajadores y el del Ayuntamiento de
Soria.
¿Por qué pensamos que sólo
íbamos a encontrar recuerdos de Soria? En Colliure hemos aprendido a ver
de otra manera al poeta. Antonio Machado es universal, lo sabíamos, pero
a fuerza de asociarlo con la pequeña ciudad castellana donde se enamoró
por primera vez y donde transcurrieron tres años de su vida, a fuerza de
vivir intensamente Soria como la vivimos, parecía que Machado era sólo
nuestro. Nació en Sevilla, vivió en Madrid, Soria, Baeza, París,
Segovia, Barcelona, Valencia…, y murió en Colliure. Y por donde pasó
dejó recuerdo de él. Miró la tierra donde vivía con ojos de poeta, de
filósofo, de hombre, y plasmó lo que veía, cómo lo veía, haciendo de
esos lugares, de esas gentes y paisajes, espacios donde acudir, como si
supiera que, al igual que su vida, su muerte no iba a ser como la de la
mayoría.
Sabemos que pensó en Soria y en Guiomar
durante los años de la guerra, desde Valencia, uno o dos años antes de
morir.
Poesías de guerra (1936-1939)
LXXIV
El poeta recuerda las Tierras de Soria
¡Ya su perfil zancudo en el regato,
en el azul el cielo de ballesta,
o, sobre el ancho nido de ginesta,
en torre, torre y torre, el garabato
de la cigüeña!... En la memoria mía
tu recuerdo a traición ha florecido;
y hoy comienza tu campo empedernido
el sueño verde de la tierra fría.
Soria pura, entre montes de
violeta.
Di tú, avión marcial, si el alto Duero
adonde vas, recuerda s su poeta
al revivir su rojo Romancero;
¿o es, otra vez, Caín, sobre el planeta,
bajo tus alas, moscardón guerrero?
LXXVII S
De mar a mar entre los dos
la guerra,
más honda que la mar. En mi parterre,
miro a la mar que el horizonte cierra.
Tú, asomada, Guiomar, a un finisterre,
miras hacia otro mar, la mar
de España
que Camoens cantara, tenebrosa.
Acaso a ti mi ausencia te acompaña.
A mí me duele tu recuerdo, diosa.
La guerra dio al amor el
tajo fuerte.
Y es la total angustia de la muerte,
con la sombra infecunda de tu llama
y la soñada miel de amor
tardío,
y la flor imposible de la rama
que ha sentido del hacha el corte frío.
Sentimos a Machado en Colliure como en
ningún otro sitio. Y dijimos que tal vez eso sucedía porque allí pasó
los últimos días de su vida y esos días serían los más densos. O quizá
sólo le quedara aliento para mirar de tan enfermo como estaba, y lo
último que él vio fue el mar, la mar de Colibre. Ese azul que entra por
la pequeña ensenada acotada por una torre de piedra circular que otrora
fuera faro y ahora iglesia -¡cómo no!-, y en el otro lado la gran
fortaleza, primero rosellonesa y después mallorquina. Las casitas de
pescadores a sus espaldas, la avenida por donde habían bajado desde casa
de Mme. Quintana, y la subida, los últimos pasos que dio en su vida,
todo lo sentíamos. En aquella playa, la de San Vicens, sentadas en el
mismo espacio de las casitas de pescadores que hicieron decir a don
Antonio “Quien pudiera vivir ahí tras una de esas ventanas, libre ya de
toda preocupación”, y que ahora lo ocupan elegantes chiringuitos de
playa, miramos la misma mar con distinta agua, idénticas piedras, esas
sí, idénticas, y sentimos al poeta levantarse con dificultad de la barca
donde estaba sentado con José, su hermano.
Quizá sentimos intensamente
al maestro, en otra dimensión, porque más importante que nacer es morir,
al menos uno se da cuenta de que eso va a suceder, lo presiente, y él
murió en Colibre, el último aire que provocó el último y definitivo
movimiento de su gastado corazón fue el de la mar de Colibre, y allí, al
arrullo del sonido intermitente de las olas del Puerto Libre, reposa
para siempre. La muerte es una certeza, el nacimiento una incógnita de
vida. En Colibre murió, ligero de equipaje, en la mar, como los hijos de
ella. Todo el universo último de Machado, en el espacio, se limita a
unos cuantos miles de metros cuadrados. Murió sin equipaje, pero dejó
ese espacio impregnado de él. Recorriéndolo se recuerdan sus versos, los
pensamiento de Juan de Mairena y de Abel Martín. Se vislumbra la figura
alta y pesada, con traje oscuro y sombrero, apoyada en un bastón.
Anciano antes de serlo. Apesadumbrado porque la España que luchaba por
la República no había logrado nuestra continuidad en la Historia.
Recordando, mezcladas en sus pensamientos, a las dos mujeres de su vida,
la pequeña Leonor y la madura Guiomar. ¿O sólo a Guiomar? En el bolsillo
de su abrigo, encontró José Machado un trozo de papel en el que se leía
“Estos días azules y este sol de la infancia”. En ese mismo papel el
poeta escribió “Ser o no ser…”, y cuatro versos dedicados a Guiomar, ya
publicados, con una variante, “Y te daré”, en lugar de “Y te enviaré”.
“Y te daré mi canción:/’se canta lo que se pierde’/, con un papagayo
verde/que la diga en tu balcón”. Tal vez esos versos los compuso el
poeta para hacerle entender a Guiomar el porqué del recuerdo de Leonor.
Guiomar, necesitaría escucharlo con frecuencia, “se canta lo que se
pierde”, y él creó la figura del papagayo para que lo repitiera sin
cesar. ¡Quién sabe! Todo se lo llevó con él, sus pensamientos eran todo
su equipaje.
Nos gusta cómo recuerdan en Colliure al
poeta, con la delicadeza y elegancia que se merece. Sin hacerlo suyo,
porque no es de nadie. Si preguntábamos por algún lugar, la persona, en
catalán o castellano, nos decía, ¿Ya han visto la tumba de Machado?,
nada más. Algún libro de él, en especial el que nos ha servido para
obtener datos, y alguna discreta foto colocada a propósito en algún
establecimiento. Y la Fundación del Premio Internacional de Literatura
Antonio Machado, crreada en 1977. Sólo eso. La tumba llena de flores.
Larga paz a tus huesos.
Castillo de Colliure
-
Los datos han sido extraídos del libro:
Colliure 1939
-Últimos días de Antonio Machado-
Jacques Issorel
Edición bilingüe de Mare Nostrum
Perpignan, 2002
<<<
Colliure y los últimos días de Machado (1)