Con este anexo quiero satisfacer
un deseo repetidas veces planteado por algunos lectores de la primera
edición de Muerte a mano airada —aunque reconozco que para ellos
será ya un poco tarde—, que me apuntaron una sugerencia muy
interesante; me dijeron: «Muy bien, ahora sabemos que el tío Melitón
murió de mala manera, pero... ¿y qué fue de su mujer, la Cabrejana?
Cuéntalo».
De
acuerdo. No hay cosa que peor me sepa que dejar una pregunta en el aire, o
una duda sin resolver, así que inmediatamente me puse manos a la obra y
empecé a buscar fuentes que pudieran darme alguna información al
respecto. Y la cosa me resultó relativamente sencilla, porque sin salir
del círculo de mis amigos y parientes di con tres versiones distintas del
mismo suceso que me parecieron de mucha sustancia, porque venían a
resumir las posibles andanzas de la Cabrejana en la última etapa
de su vida, con la fortuna añadida de que proporcionaban una visión
verídico-legendaria de unos hechos que coincidían en lo esencial, aunque
discreparan en lo accesorio. Quiero decir que los tres relatos me gustaron
mucho, sin descartar la posibilidad de que existan otras versiones, otras
anécdotas más o menos verosímiles, más o menos precisas, de las que no
puedo hacerme eco porque sería interminable.
Justamente las leyendas se nutren
de datos como éstos en los que se entreveran realidad y fantasía,
sucedidos y comentarios que se van cimentando con el paso del tiempo
aunque no respondan a los hechos cabales, que son los únicos que cuentan
para los historiadores. No es nuestro caso, porque lo que nos interesa de
verdad es rescatar del silencio la leyenda que nació con la aparición de
estos dos personajes: el Melitón y la Cabrejana, protagonistas
ambos de episodios rayanos con lo increíble, y satisfacer la curiosidad
de los lectores que desean tener noticia de cómo fue el final de esta
mujer, completar el relato de su vida desgraciada dejando constancia de lo
que pudieron ser los últimos días de Francisca García.
He de confesar que siempre he
sentido por la Cabrejana una conmiseración extraña próxima a la
pena, al perdón. Tal vez sea porque cuando escuchaba a mi padre contar en
aquellas largas tardes de invierno los hechos trágicos que quedan dichos
en los capítulos anteriores, recuerdo que yo trataba de vivirlos desde el
lado de los "malos", de los perdedores —todo el mundo lo
decía y don Nicolás, el cura, el primero, que yo era un niño
"hecho de la misma piel del diablo"— , y esto hacía que me
brotara en la conciencia una sensación de lástima al ver a la pobre
Cabrejana como una mujer apaleada, una desdichada, la víctima de un
hombre despiadado y cruel que encontró en ella la compañera ideal,
voluntaria o por fuerza, para cometer todo tipo de desmanes; sentimiento
el mío que choca diametralmente con la opinión de buena parte de mis
convecinos que piensan justamente todo lo contrario, es decir: que ella
era la mala, la asesina, y Melitón, simplemente, un desgraciado que le
seguía la cuerda.
No me interesa polemizar sobre su
personalidad criminal o sus miserias —aunque ciertamente no era una
hermanita de la caridad—, pero lo que sí parece probable es que la mala
vida llevada por la Cabrejana al lado del Melitón condicionó que
el final de sus días fuera el colofón de sus desgracias, la síntesis de
su malandanza, como aseguran los que me lo contaron.
Dice el refrán que el que se
casa en Covaleda mujer y mula lleva... Y debía de ser cierto, porque
las hembras de mi pueblo siempre han tenido fama de ser mujeres esforzadas
y muy trabajadoras, que ni el frío ni la nieve, las distancias o el peso
del fardo jamás les ha hecho retroceder. Tampoco he de ir muy lejos para
encontrar ejemplos que confirmen el dicho pues en mi propia familia existe
la prueba: tengo oído a la gente que la conoció, que mi abuela Basilisa
estando preñada de mi padre fue capaz en pleno invierno de llevar a
hombros una gamella —imaginad un artefacto hecho de un tronco de haya
ahuecado a base de azuela y paciencia—, monte arriba, pasar el pico de
Urbión, e ir a venderla por las Viniegras, que ya son parte de La Rioja,
para volver con una saca de hogazas de pan como fruto de la venta y poder
celebrar las Navidades con cierta abundancia...
Así
eran las mujeres de mi pueblo, pero la Cabrejana, además de tener
una enorme mala fama ganada con su vida montuna, llevaba el añadido de
ser forastera y, por fuerza, peor mirada que el resto, de manera que todo
apuntaba a su favor para ser la más odiada; por esta misma razón tuvo
que recluirse en su casa durante un par de meses a raíz de la muerte del
marido y dejar pasar la marea de rencor que se desató contra ella. Era
una mujer marcada, maldita, y la única alternativa que le quedaba era
huir, salir callada, discretamente del pueblo para esconderse en algún
otro lugar donde nadie la conociera.
Y como lo pensó, lo hizo; porque
las tres versiones coinciden en que la Cabrejana fue a buscar
refugio en Montenegro, pueblo soriano ubicado en Tierra de Cameros, al
otro lado de la sierra de Urbión, enclavado en esa comarca huertana que
se adentra por Villoslada en La Rioja. Estas tres versiones a las que me
refiero, justicia es decirlo, se las debo a Andrés Cámara, Albano Yubero
—mi primo y alma gemela— y a los hermanos Antonio y Marcial Mateo,
todos ellos de Covaleda, a quienes agradezco vivamente las molestias que
se han tomado para poder cumplir con mi empeño.
Las tres parten de un tronco
común, esto es: la huida de Covaleda y su ocultación en Montenegro de
Cameros, pueblo que quedaba fuera de las correrías del Melitón por estar
situado en la otra vertiente de la sierra. Supongo que la mala fama de los
forajidos también llegaría hasta allí por boca de algún arriero que
anduviera de paso y contara al amor de la lumbre los últimos sucedidos de
muerte y violencia acaecidos en los montes vecinos, dejando a la
imaginación de cada cual el dibujar sus caras renegridas y toscas
maneras, lo que daba una gran ventaja a la Cabrejana para poder
fijar allí su primer refugio sin temor a ser descubierta.
Dicen que la mujer salió de
Covaleda al alborear una espléndida mañana de primavera aprovechando que
las nieves ya empezaban a dejar francos los caminos del monte y saber,
porque alguna vez se lo contara su marido, que el acceso a Montenegro le
sería muy fácil a través del puerto de Santa Inés, paso abierto entre
el pico Tres Cruces y la Peña Negra, a casi dos mil metros de altura, que
en invierno resulta prácticamente infranqueable por las montañas de
nieve que acumula. La pendiente de bajada del puerto es abrupta, no hay
más que ver cómo se despeñan los arroyos monte abajo crecidos por los
deshielos primaverales, obligando al caminante a abrir sendero e ir
tanteando el terreno con una buena vara para no hundirse en los
ventisqueros de las umbrías que guardan la nieve hasta bien entrado el
verano.
Si alguien la vio partir aquella
mañana, nadie pudo reconocer a la Cabrejana en aquel bulto negro
que avanzaba a paso firme, enfundada como iba en un grueso mantón de
paño, polainas de piel de cabra en las piernas para evitar que se le
congelaran los pies, y un tapabocas en el rostro que apenas si dejaba
verle los ojos. Subió al raso de Bocalprao y allí tomó el
conocido camino de peregrinos que por La mina del médico lleva a
la ermita de la Virgen de los Modorios —de los Lomos de Orio, en
realidad— en Villoslada, santuario de gran veneración entre las gentes
de mi pueblo. No se detenía ni miraba hacia atrás: siempre caminando con
una terquedad obsesiva. Avanzada la mañana dejó a la izquierda los
parajes de la Laguna Negra y el monte Zurraquín para llegarse a las
puertas del pueblo de Santa Inés, atravesar el Revinuesa y seguir, a paso
firme, hasta alcanzar la cresta del puerto; al sol de medio día pudo
contemplar desde lo alto el impresionante valle de un verde intenso en
cuyo fondo se recoge el pueblo con un esmero bucólico, casi virgen.
Aprovechó los restos de una tocona para sentarse y darse un respiro.
Deslió el tapabocas de la cara, sacó de un mugriento fardel un mendrugo
de pan y un trozo de tocino que llevaba como viático y comió con
parsimonia para reponer fuerzas y poder iniciar el descenso, con menos
fatigas que a la subida, eso sí, pero teniendo muchísimo cuidado para no
caer y rodar monte abajo, salvar el tupido sotobosque de acebos,
robledales y pino albar que crece en la ladera, bordear el arroyo que baja
del puerto y buscar los pasos más accesibles; ella era una experta
andariega y nada le arredraba, así que se puso manos a la obra y a la
caída de la tarde ya se encontraba junto al puente de piedra que queda
justo en la entrada del pueblo; entonces sintió una extraña alegría,
como si de repente se viera a salvo de la terrible amenaza que le había
empujado a dejar su casa; se detuvo un momento y pensó que, como no
conocía a nadie en el lugar, la posada le resultaría el sitio ideal para
llegarse y pedir ayuda. Al cura no, ni se le ocurría suplicar caridad
porque ella no era mujer de iglesia y las sotanas le daban una grima
tremenda; en cambio, en la posada encontraría fuego con que calentarse y
respuestas a la pregunta de si había alguien que tuviera noticia de unos
pastores de Cabrejas que estuvieron hace tiempo por estas tierras, al
trasmonte, cuidando unas merinas, entre los que se encontraban unos
sobrinos suyos..., que si sabían algo de su paradero; y la posadera, que
probablemente sería una buena mujer, se apiadaría de ella al verla
desgreñada, pobre y empapada de andar todo el día por entre la nieve, en
el monte, le diría que se sentara al fuego y tomara un plato de sopas de
leche mientras le daba señas de sus parientes. Sí, la idea de acudir a
la posada le pareció excelente e infundió unas esperanzas infinitas,
aunque enseguida le asaltó una duda: «a lo mejor ya se han marchado los
hombres a otras tierras y vete tú a saber dónde están».
Optó por tentar la suerte y se
plantó en la puerta de la posada. Cuando vio al trasluz recortarse la
silueta de aquel espanto en el quicio de la puerta, la Marcelina se quedó
en suspenso con el cuchillo panadero en una mano y la hogaza en la otra,
sin poder seguir cortando las migas que preparaba en ese momento para
cuando llegaran los arrieros de Viniegras o Canales de la Sierra, que
seguramente vendrían a cenar antes de que cayera la noche. La miró con
cierto recelo y le dijo:
—¿Quería algo?, —sin
imaginar a quién se dirigía; y luego, como arrepentida de no ser más
acogedora con ella añadió—: pase usted, señora —señalándole el
paso franco con un gesto amplio de la mano que sostenía el cuchillo.
El saludo desconcertó a la
Cabrejana. Quedó como aturdida, allí en medio de la puerta,
sintiéndose observada por la posadera y unos viajantes que charlaban
animadamente arrimados al fuego; avanzó un paso vacilante y volvió a
detenerse mientras lo escrutaba todo tras la rendija que le dejaba el
tapabocas con sus ojos chiquitos y trataba de sacar conclusiones: de
entrada, era la primera vez que alguien le llamaba "señora", y
esto la desconcertó mucho porque no estaba acostumbrada a semejantes
cortesías, ni que nadie le invitara a pasar teniendo un cuchillo en la
mano, aunque fuera el de desmigar la hogaza. Estaba aturdida, acobardada.
Nunca antes le habían dejado traspasar el umbral de una casa con palabras
tan amables; al contrario, siempre había sido rechazada como una perra
sarnosa: «Fuera, largo de aquí».
—No se quede en la puerta —insistió
la Marcelina tratando de ser cortés—, venga a la lumbre, buena mujer.
"Buena mujer", aquello
empezaba a sonarle de perlas; su instinto no le había fallado una vez
más: la posada era el sitio ideal para encontrar ayuda. En un momento de
decisión se deslió el tapabocas y avanzó con paso firme hacia el centro
de la sala que quedaba ocupada por cuatro grandes mesas de pino con
banquetas a ambos lados para atender a los huéspedes; un gran hogar al
frente donde hervían ollas de hierro sobre trébedes de forja y brillaban
algunos cobres; en la chimenea, clavados a modo de gavilanes, ganchos para
sostener las lumbreras de tea; percheros junto a la puerta hechos con
patas de corzo disecadas en forma de "ele" y cornamentas de
ciervo, candiles de aceite en cada esquina y un vasar donde se veían
porrones y todo el ajuar propio del comedor de una venta. El techo era
alto, de vigas vistas barnizadas de hollín, interrumpido en parte por un
corredor que daba acceso a las habitaciones, y el suelo de gruesa baldosa
roja, castellana, buena para soportar los fríos y los barros.
Se aflojó los nudos que ataban
el manto y asomó una cabeza pequeña, menuda, como si saliera de una
topera. «Qué diferencia en el trato de esta gente», pensó la
Cabrejana, y se le vinieron a las mientes los recuerdos de los
últimos insultos y amenazas con que le saludaron sus vecinas cuando
trató de poner un pie en la calle a poco de la muerte de su marido; esto
la acobardó tanto que se vio obligada a vivir como una comadreja, oculta
sin poder ver la luz del sol durante dos meses. Pero en este instante se
sentía mejor, como si fuera otra persona, viva, natural, distinta.
—Que Dios se lo pague —dijo
en un susurro, sin levantar la cara del suelo.
—¿Mande? —le preguntó la
otra que no le había oído bien.
Cuando la tuvo delante, al
pronto, la Marcelina pensó que se trataba de una gitana vieja o una
pordiosera, de las pocas que solían llegar por aquellos pagos en fechas
tan tempranas; pero la timidez y el tono de voz que apenas si se dejaba
oír, más bien le inclinaron a pensar que se trataba de una pastora
soriana perdida por la sierra de Urbión.
—No es de por aquí, ¿verdad?
—le dijo la posadera tratando de entablar conversación con la recién
llegada.
La Cabrejana guardó
silencio. No tenía por costumbre hablar con extraños, ni con nadie;
estaba hecha a grandes silencios y a rumiar sus pesares en la más
absoluta soledad. Todo lo contrario de la Marcelina, que si de algo se
vanagloriaba en este mundo era el de ser una gran conversadora por gusto o
por fuerza, dado que a todos los que pasaban por su casa había algo que
decir y ella siempre trataba de ser amable.
—No —respondió secamente al
cabo de un rato.
La posadera retomó el hilo de
sus reflexiones mientras se sacudía unas migas que se le habían prendido
al delantal:
—No se preocupe, señora.
Acérquese a la lumbre. Si se espera un poco, le sacaré un vaso de leche
para que caliente el estómago.
Los viajantes habían dejado la
conversación ante la llegada de la forastera y observaban a la extraña
mujer con un ademán sospechoso. Uno de ellos hizo un gesto con la cabeza,
se levantaron y se fueron. La Cabrejana dejó escapar un profundo
suspiro. Se sentó justo en el borde del banco, casi sin tocarlo,
recogiéndose las sayas con un gesto de pudor. Por ahí, sí; por ahí
podían ganarle fácilmente la voluntad porque en este momento tenía dos
cosas que le apretaban en extremo: frío y sed. El trozo de tocino y el
mendrugo de pan era lo único que había probado desde que saliera de
Covaleda hacía más de doce horas, y ahora un buen vaso de leche caliente
le era muy tentador. Mucho. Por eso musitó de nuevo como si fuera una
jaculatoria:
—Que Dios se lo pague, señora.
La posadera desapareció por un
largo pasillo que daba a la cocina, de donde llegaban voces, aromas
excelsos de pan recién horneado y caldo de verduras que perfumaban todo
el salón. «¡Ay!», volvió a suspirar la Cabrejana dejando paso
a un mutismo oscuro, como oscuros eran su cara y sus pensamientos. De
repente echó hacia atrás el mantón que le cubría y dejó ver su perfil
aguileño, enjuto y negro. Aflojó las polainas y las colocó
discretamente a su lado; a esas horas ella era la única ocupante del
comedor; en el hogar ardían troncos de roble formando un confortable
ascuarrero que templaba toda la posada; le cabrillearon las llamas en las
pupilas bruscamente dilatadas por su estado de ansiedad. Tendió las manos
hacia el fuego para calentarse. De la cocina venían canturreos y alguna
que otra risotada; de pronto apareció la Marcelina llevando un tazón de
leche humeante y un pedazo de pan que olía a añoranza de hogar.
Al verla, le brillaron los ojos
como dos centellas al tiempo que se le dibujaba una sonrisa lo más
parecida a una mueca. La posadera se llegó a su lado y sin perder el buen
tono le dijo:
—Venga: ¿quiere que se lo
tinte un poco con café de puchero?
Francisca daba la sensación de
que estaba saliendo de sí misma como un caracol de su concha. Habló con
más nitidez:
—No, gracias.
Le arrimó una banqueta para que
hiciera las veces de mesa y se lo dejó todo frente a ella; la
Cabrejana miró con avidez aquel suculento banquete que tenía a la
vista sin atreverse a tocarlo, como si le estuviera prohibido.
—Coma, no le de vergüenza.
La otra alzó los ojos nublados
por una lágrima:
—No tengo con qué pagar... —dijo
tan quedamente que se le quebraron las palabras en la garganta.
La posadera hizo un gesto como de
no haber oído y la dejó sola.
—Ahora vuelvo.
Vencida la timidez, se inclinó
sobre la banqueta y comenzó a desmigar lentamente el trozo de pan sobre
la taza; acabada la ceremonia, tomó el cuenco entre las manos y empezó a
acometerlo a grandes cucharadas mostrando una avidez casi infantil,
relamiendo la cuchara en cada bocanada para no desperdiciar ni una gota.
Al notar la leche caliente templarle el estómago, sintió que le volvía
el ser a su cuerpo, que le tornaba el calor al alma, una chispa de
felicidad a su pena. Realmente estaba deliciosa aquella leche de cabra
ensopada con hogaza casera. Volvió a pensar: «¿Y ahora qué haré? No
tengo con qué pagar», y es que confiaba que alguno de los sobrinos que
suponía andaban por allí le iba a ayudar en estos primeros trances, en
las primeras necesidades. La Marcelina volvía canturreando de la cocina,
contenta:
—¿Qué, ya hemos acabado? —y
se restregó las manos con insistencia como si fuera a quitarse unos
guantes imaginarios. La otra sonrió con una timidez mal disimulada de
labios cortantes y encías desportilladas.
—Gracias. Sí. Yo venía en
busca de unos parientes...
No se equivocó la Cabrejana al
suponer que la dueña de la posada sería buena gente. Lo era de verdad.
Se había quedado observándola atentamente, como solía hacer con todos
los forasteros recién llegados mientras se hacía una idea general de su
personalidad y procedencia: una mano en la barbilla y con la otra
recogiendo un pico del mandil que escondía en el pliegue de la cintura.
Era la Marcelina una mujer de unos cuarenta y tantos años, fuerte,
coloradota, tetuda, que lucía un airoso moño entrecano en lo alto de una
cabeza bien plantada; además hablaba a voces con una campechanía
adorable. Y no sabía por qué, pero a Francisca le dio la impresión de
que esta mujer tenía que tener muy buena mano para curar jamones y hacer
sabrosas cecinas con las patas de los corzos. Además, no se le apeaba
nunca la sonrisa de la boca.
—¿Parientes, dice? ¿Qué
parientes?
Entonces la Cabrejana empezó
a abrirse, a desgranar unos recuerdos pasados, justo cuando su marido
anduvo en la cárcel, porque unos vecinos de Cabrejas con los que se topó
en Soria le dijeron que sus sobrinos estaban por la raya de Montenegro con
las merinas del Eusebio, su cuñado, que se las había vendido a un rico
de Villoslada y estaban contratados como pastores a sueldo...
—Y como me he quedado viuda
recientemente, ¿sabe usted?—insistió en tono lastimero—, pues venía
en busca de estos parientes para juntarme con ellos, hacer de madre,
porque ya no tengo a nadie más en este mundo, fíjese, señora, a mis
años...
Dejó escapar un sollozo de
conmiseración que a la Marcelina desarmó por completo. Aunque ésta no
fuera la verdadera razón de su venida a las tierras de Cameros, al menos
le servía de coartada eficaz y buena disculpa para presentarse así, con
las manos vacías, en la posada.
—A lo mejor usted tiene alguna
noticia de ellos —añadió, suplicante.
A la posadera se le abrieron un
poco las abundantes carnes de su alma y de su cuerpo al oír semejantes
lamentos. Ya sospechaba ella que se trataba de una pobre mujer, y por eso
mismo no podía negarle el techo, aunque fuera entre la hierba del
pajar...
—Pues no lo sé, pero que yo
sepa por aquí no hay más pastores que los del pueblo. A veces llegan
algunos trashumantes en verano, pero ahora no es tiempo; seguramente se
hayan marchado para otras tierras... En la zona de Neila hay mucho
pastoreo: allí pudiera ser que los encontrara.
La desolación se dibujó por
segundos en la cara de la Cabrejana como si hubiera perdido toda
esperanza de vivir. Aquella mala noticia no hacía más que agrandar el
negro pozo de sus desdichas. Marcelina notó su abatimiento y le faltó
tiempo para añadir:
—Pero no se preocupe, que yo le
daré cobijo durante los días que sea menester hasta que usted decida
qué hacer; mientras tanto, me puede echar una mano en la cocina, o cuidar
de los cerdos a cambio de cama y plato. Sin muchos lujos, eso sí, pero
limpio...
Francisca notó un súbito calor
en el rostro. Aquellas palabras de la Marcelina tenían la rara virtud de
devolverla a la vida. Creía haber entendido a la dueña que, con sobrinos
o sin ellos, podía quedarse en la posada, vivir a resguardo lejos de
Covaleda. La miró con ojos traspasados de emoción. ¿No era mucho más
de lo que esperaba alcanzar cuando tomó la determinación de huir? En
fin, estos avatares de la vida deben de ser lo que los sabios llaman
"la fortuna", y ella, a estas alturas, la había conocido ya de
todos los tamaños y colores, aunque las más de las veces mala y negra.
—Le quedaré eternamente
agradecida —dijo, respetuosa.
—Nada, nada, hoy por ti,
mañana por mí —respondió la otra.
Y fue cuando la forastera rió
con franqueza por primera vez.
Se sucedieron unos apacibles
días de prueba que permitieron a la Cabrejana instalarse en una
confortable rutina que consistía en levantarse de buena mañana, aviar el
gallinero, echar la comida a los cerdos, limpiar las cuadras y barrer la
entrada de la posada. No hablaba más que lo imprescindible y procuraba
dejarse ver lo menos posible por la casa: en la discreción, pensaba ella,
estaba su salvación. Y así pasaron unas semanas de grato acomodo, hasta
que una mañana la posadera llegó alborotando la casa con las últimas
novedades:
—Francisca, me han dicho en la
carnicería que andan buscando una mujer para el lavadero de lanas que hay
en el pueblo. Que una se ha puesto de parto y necesitan dos manos. Tal vez
te interese. Dicen que pagan en moneda corriente, así que si quieres...,
porque yo dineros ya sabes que no te puedo dar.
La Cabrejana
vio los cielos abiertos cuando oyó la oferta de trabajo que le traía la
Marcelina pues le suponía volver a disponer de su destino, de sus brazos,
ganar un sueldo y vivir honradamente sin tener que depender de la caridad
ajena. Desde luego ya daba por perdido el encuentro con los sobrinos
pastores, pero a estas alturas no le importaba demasiado, porque al fin y
al cabo reconocía que todo ello había sido una excusa oportuna a la que
se había agarrado para salir de Covaleda y salvar el pellejo; ahora que
se sentía a salvo no lo quedaba más remedio que ponerse a trabajar en
serio y por cuenta ajena. Le dijo interesadísima:
—¿Dónde tengo que ir?
Aquella misma mañana se llegó
hasta los lavaderos que quedaban en la otra punta del pueblo, a las
fueras, justo en un recodo del río, y pidió al encargado que le diera el
empleo anunciado en la carnicería porque lo necesitaba de verdad, que se
lo pedía humildemente, por amor de Dios.
—¿Te lo ha dicho la Marcelina?
—Sí, claro, la de la posada,
me ha dicho que buscan gente para lavar...
El encargado la miró con
curiosidad:
—Aunque eres forastera —insistió
para hacerse valer—, si lo dice la Marcelina no me puedo negar. Venga,
desde hoy mismo ya puedes empezar.
El de lavandera era un oficio
durísimo, poco apreciado por la gente, teniendo en cuenta los nueve meses
que por allí suele durar el invierno, porque llegaba un momento en que
las manos no eran más que un amasijo de carne y reúma. Pero a ella no le
quedaba más remedio que ganarse el pan con dignidad y disponer de un
discreto rincón donde vivir pagado con el sudor de su frente. Así que
allí se quedó, recibiendo las primeras instrucciones de su nuevo oficio,
que no eran muchas.
Con estos mimbres empezó a tejer
su nueva vida la Cabrejana en Montenegro, mostrándose sumisa,
silenciosa, sacrificada, aunque a veces, en las disputas del lavadero,
sacaba a relucir las uñas de la mujer huraña y violenta que había sido
en su etapa anterior. Y cuentan las crónicas que todo fue bien porque se
limitaba a ir del trabajo al casullo que alquiló al herrero, y viceversa,
de manera que nadie podía decir nada malo de su conducta, sino todo lo
contrario, alabar a esa callada mujer que nunca se quejaba de nada aunque
le sangraran las manos cuarteadas por el frío. De esta forma tan simple y
sin tacha pasaron dos años de la vida de la Cabrejana en paz y
gracia de Dios. Mucho parecía haber cambiado en su carácter la antigua
cuatrera.
Pero la dicha nunca es completa
en la casa del pobre. Y así sucedió que una mañana de julio del año
1880, un carretero de Covaleda llegó al lavadero de Montenegro con una
hermosa carreta llena hasta arriba de mechones de lana fruto del esquileo
de las merinas del concejo que, con la llegada del verano, todos los años
solían hacer.
El carretero se llamaba Blas,
hombre parlanchín y buena gente que después de descargar la carreta y
echar un pienso a los bueyes se acercó hasta la posada para trasegar unos
tintos riojanos y comer lo que se terciara. Y fue allí donde la posadera,
Marcelina, le informó de que era raro el que no se hubiera topado con una
medio paisana suya que trabajaba en el lavadero, que aunque natural de
Cabrejas había estado casada con uno de Covaleda... Y ahora era viuda, la
pobre.
—¿Una paisana mía que trabaja
en Montenegro? —se preguntó el Blas con cara de asombro haciendo
memoria—. ¿Y cómo dices que se llama?
—Francisca, me dijo... —le
respondió la Marcelina.
—¿Que es viuda y de Cabrejas?
—insistió el hombre.
—Exactamente. ¿Pasa algo?
El carretero se quedó pensativo
durante unos segundos mientras rascaba con ahínco las púas de una barba
crecida y espesa. Se dio un golpe en la frente y exclamó:
—No me digas más: ésa tiene
que ser la Cabrejana.
—Eso mismo dijo. Así la
llamaban.
Blas cayó en un silencio raro
que le subía del bajo vientre estrujándole las tripas. La posadera le
miró perpleja pensando que a lo mejor había hablado demasiado y para
mal.
—¿Ocurre algo malo? —le
preguntó asustada.
Él la miró ausente, como si
regresara del otro mundo:
—¿Que si ocurre? —respondió
con amarga ironía el carretero—. ¡Menuda zorra es!
—¡Cuernos de luna! —exclamó
desconcertada.
A la Marcelina aquello le pilló
por sorpresa y le corrió un repentino sudor frío por el espinazo.
—¿Pues? —añadió la mujer
con el alma en un ¡ay!
—Pues que es la mayor criminala
de toda la comarca. Eso ocurre.
—¡Jesús! ¿Pero qué dices?,
hombre de Dios, si es la mejor mujer que he visto en mi vida: trabajadora,
callada...
El carretero sonrió con una
compasión dudosa:
—¿Trabajadora y callada?
¡Cómo os ha engañado a todos! Vete a Covaleda y pregunta por ella,
entonces verás la clase de mujer que es.
La posadera se mordió la lengua
por no seguir preguntando. ¿Cómo era posible que se le hubiera colado
tan taimadamente una zorra en su gallinero?, se preguntaba. ¿No estaría
exagerando el arriero? Intentó interrogarle para que le aclarara un par
de cosas, pero cuando quiso darse cuenta ya era demasiado tarde. El Blas
salió como una flecha camino del lavadero para buscar a la Cabrejana y
decirle a la cara dos verdades que en vida de su marido no se había
atrevido a escupir, por miedo. Lo más suave que pensaba llamarle era
«puta y asesina», a la cara, como suena, y si se ponía brava, le iba a
medir las costillas con la vara de fresno que tenía junto al carro.
Llegó al lavadero dando voces:
—A ver, ¿dónde está la
Cabrejana?
Todas las mujeres que andaban por
allí se alborotaron como si de repente se hubiera declarado la peste.
—Aquí no está, ¿para qué la
quieres si puede saberse? —le preguntó una de ellas.
Daba la puñetera coincidencia de
que en ese momento la mujer no estaba allí porque había ido a llevar una
bala de lana al almacén del ayuntamiento, pues era la única del grupo
que se atrevía a portar semejante fardo ayudándose con una simple tela a
modo de moñete sobre la cabeza. El de Covaleda empezó a vociferar y a
mentar la madre de la ausente con unas palabrotas que iban subiendo de
tono, tanto que llegaron a oídos de la propia Cabrejana que, ya de
vuelta, entendiera que aquellas amenazas e insultos que salían del
lavadero se referían a su persona; y lo que colmó el vaso de su miedo
fue el oír la última razón del arriero:
—En mi pueblo no hay otra mujer
más criminala que ella, ¿lo oís? —y luego dirigiéndose al
encargado como si le amenazara—: su marido mató a un amigo mío que se
llamaba Lerín, un buen hombre, casado y con familia, de un hachazo por la
espalda..., así, a traición, ¿te enteras?, y ella era su compañera, la
que le azuzaba el odio, la mala, la traidora.
—Algo había oído, Blas, de
ese crimen —le decía el otro tratando de calmarle—, pero no podía
suponer que esta mujer se hubiera venido a esconder en nuestro pueblo...,
¡si lo llego a saber la deslomo a palos!
—Eso no es una mujer, hombre.
Eso es un mal bicho, te lo digo yo.
—Ya, ya —el encargado,
comprensivo.
—Un bicho malo, lo juro por
Dios. Y os ha engañado a todos.
Al oír las blasfemias que
siguieron a las voces, la Cabrejana intuyó que un peligro
inminente se cernía sobre su cabeza; afortunadamente para ella,
conservaba intacto un agudo instinto de protección desarrollado en sus
días de monte, y ahora le estaba advirtiendo de una forma clara que «era
tiempo de fuga». Sabía que estaban hablando de ella y no tenía ni un
minuto que perder en reflexiones peregrinas. Así que se dio media vuelta
y fue directamente a su choza con el apremio de quien sabe que se puede
jugar la vida en un momento de duda; abrió de un portazo el casullo,
arreó con los cuatro trapos que tenía guardados en una especie de arcón
de haya, el dinero ganado durante estos años que escondía en un
cofrecito de latón y abandonó el pueblo sin tiempo para nada, sin
despedirse de nadie: con la sola idea de huir, salir de allí antes que
los de Montenegro empezaran a hacerse preguntas y trataran de lincharla en
medio de la plaza pública como hacían antaño con las brujas. Maldita
sea la suerte suya, ahora que la vida empezaba a sonreírle, que tenía un
trabajo estable aunque fuera duro, otra vez la fortuna se revolvía contra
ella, le era esquiva. «¿Qué mal he hecho yo a nadie durante estos años
de exilio? —se preguntaba—. ¿Es que estoy condenada a tener que huir
para siempre? ¿Es ésta mi maldición hasta que muera?», se dijo
mientras salía envuelta en una resignación despiadada.
Tomó
la senda que va hacia Villoslada por un atajo del monte, al otro lado del
río. No podía ir por el camino de carros porque corría el riesgo cierto
de que alguien la reconociera y diera la voz de alarma. Debía poner
tierra de por medio en absoluto silencio, sin dejar huellas, como una loba
acosada. Afortunadamente era tiempo de verano y dormir en el monte no le
suponía ningún contratiempo. No temía a las fieras, sólo a los
hombres. Aprovechó la fresca de la noche para caminar sin descanso. Hizo
dos o tres altos en el camino junto a otras tantas fuentes, y a eso del
amanecer avistó el pueblo. Se detuvo para estudiar la estrategia a seguir
en esta ocasión y pensó que, como tenía dinero suficiente para pagarse
un asiento en la tartana que hacía todos los días el trayecto entre la
capital y Montenegro, podría tomarla como una pacífica ciudadana sin
levantar sospechas. «¿Y si me reconoce alguien que vaya en ella?», se
dijo. Rechazó este mal pensamiento porque supuso que sólo las mujeres
del lavadero y poca gente más estaría ahora al corriente de sus
anteriores andanzas por boca de Blas; en todo caso en la tartana irían
viajantes que les importaba un pepino saber la vida y milagros de sus
compañeros de viaje. Así que esperaría pacientemente en las
inmediaciones de la venta a que llegara la hora para tomar un asiento,
dispuesta a correr este riesgo menor porque sabía que ésta era la forma
más cómoda y veloz de salir de allí sin dejar rastro.
Mientras tanto, se ocultó en una
teina que había en las inmediaciones y aprovechó para vestirse
con sus mejores galas: la saya negra que guardaba para los domingos, el
pañuelo de colores a la cabeza y los zapatos: debía evitar levantar
sospechas si se presentaba mal vestida. Tiró el mandilón de rayas negras
y azules que le delataba como lavandera y las albarcas que usaba a diario.
En la faltriquera escondió el dinero, recogido en un pañuelito, bien
atado con cinco nudos. De pronto sintió un hambre atroz y decidió ir a
comer un bocado a la venta y, de paso, pedir información sobre la hora de
salida hacia Logroño. Llegó como una sombra pegada a las paredes,
mirándolo y escudriñándolo todo; observó que nadie prestaba la más
mínima atención a su presencia. La gente entraba y salía de la venta
ocupada en sus quehaceres. Esto hizo que le naciera una confianza firme de
que todo le iba a salir bien, aunque no debía bajar la guardia. El
pañuelo de flores le ocultaba el rostro que mantenía bajo, y no
descubrió ni siquiera cuando pidió un tazón de leche que bebió con
avidez, de pie, junto a la puerta; una moza de buen ver atendía a los
viajeros: era evidente que no la conocía porque no le dijo nada, ni
saludarla siquiera; le preguntó por el precio del billete que pagó en el
acto y volvió a salir sigilosa hacia la trasera de la casa a esperar que
fuera la hora de partir.
Con el estómago reconfortado le
vinieron agradables pensamientos de coquetería, proyectos de futuro:
¡qué ilusión viajar como una señora en calesa tirada por hermosos
caballos! Cierto que llevaba en las manos las huellas del duro trabajo en
el lavadero y en la cara todos los aires de la sierra, pero eso no quitaba
que se considerara tan respetable y hermosa como cualquier repulida
señorona de la capital; allí haría negocio; le habían quedado las
manos huesudas y sarmentosas, con uñas cuarteadas y de color nazareno,
pero en ciudades tan grandes como Logroño nadie se preocuparía de sus
manos, lo único que interesa en estos lugares es la cartera bien repleta
y espabilar rápidamente para poder vivir bien con poco esfuerzo. Todo se
reducía a una maldita palabra: dinero. Se palpó la faltriquera para
comprobar que el suyo estaba a buen recaudo. Calculó que los primeros
días se dedicaría a buscar casa y trabajo lo más honrado que pudiera,
si lo había, aunque se avendría a lo que fuera pues desconocía los usos
que gastaban las gentes de la ciudad; ella, que había pasado media vida
en el monte y otra media en el agujero de su chabola, estaba preparada
para soportar lo peor.
La diligencia procedente de
Montenegro se anunció en el pueblo con un claro tintineo de cascabeles
que la Cabrejana venía oyendo desde hacía rato. Llegó puntual,
como le había informado la moza; cuando la vio de cerca, dedujo que se
parecía mucho a la Rubia de Covaleda. El gañán que la conducía
frenó junto a la venta levantando una ligera polvareda que apagó el
campanilleo de los collarones; escaló por la escalerilla posterior y
empezó a bajar bultos y cajas que portaba en la baca dejándolos
amontonados junto a la puerta de la casa, e inmediatamente se puso a dar
voces para que subieran los pasajeros con destino a Logroño: «¡Vamos,
que nos vamos», repitió por tres veces. La Cabrejana apareció
como por ensalmo en un costado del carruaje y se encaramó por la
portezuela derecha en busca de asiento. Se topó con cuatro compañeros de
viaje que ya se le habían adelantado en el pueblo de procedencia: un
señor gordo con cara de tratante, un chico joven que tenía aspecto de
seminarista, una señora enlutada que se enjugaba una lágrima de vez en
cuando, y una guapa morena tocada con amplio sombrero que parecía ser
mujer de algún indiano por los collares y pedrerías que ostentaba. La
Cabrejana se colocó discretamente junto a la portezuela dejando un
espacio libre entre la señora enlutada y ella. No saludó ni dijo
nada: simplemente se colocó en el rinconcito de su asiento y cruzó
modestamente las manos sobre el regazo. Los cuatro miraron por un instante
a aquel insólito personaje y se olvidaron de ella. Casi a punto de
arrancar llegó sofocado un individuo de cierta edad que subió al
carruaje de un empellón provocando un balanceo inesperado y la
consiguiente alarma en Francisca, porque se le quedó mirando fijamente
durante unos instantes. «Éste me conoce», pensó y le entró un ligero
temblor. Pero no, no era a ella a quien miraba, sino que el buen hombre
estaba calculando cómo instalar su oronda humanidad en el asiento que
quedaba vacío justo al lado de la Cabrejana, que reculó
aplastándose contra la madera permitiendo que el otro pudiera ocupar su
plaza con un suspiro de alivio; el susto se le fue definitivamente cuando
oyó decir al cochero:
—Venga, señor sacristán, que
nos retrasamos.
El hombre saludó cortés a los
presentes:
—A la paz de Dios.
—Buenas —dijeron los otros. La
Cabrejana no abrió la boca; se limitó a recomponerse el pañuelo
sobre la cabeza ocultando aún más el rostro.
En el cruce de miradas inevitable
en lugar tan reducido, sus compañeros de viaje pudieron comprobar que
aquella huraña mujer lucía un aspecto extraño de señora mayor con sus
sayas negras y el pañolón florido en el pelo; había tenido el gran
acierto de ponerse los zapatos que le regalara un día la Marcelina, casi
nuevos, y sólo usaba en las grandes solemnidades como el Corpus,
etcétera, que le daban un aire muy distinto al que solía llevar de
ordinario cuando trabajaba en el lavadero. Nadie la hubiera reconocido si
la viera así, bien vestida. Ella normalmente gastaba albarcas que
confeccionaba con rara habilidad, llegando, incluso, a vender algunos
pares por encargo de sus vecinas. La albarca era un calzado muy útil para
andar entre animales o por el monte.
—¡Vamos, que nos vamos! —gritó
por última vez desde el pescante el cochero, y la tartana empezó a
moverse con su traqueteo campanillero habitual, camino de la capital.
«¡Qué agradable sensación
esta de viajar en coche!», pensó al ver desfilar por el hueco de la
portezuela las hileras de chopos que sombreaban el camino. Le vinieron a
la memoria los recuerdos de sus viajes a Soria, años atrás, cuando
estuvo en la cárcel su hombre por culpa de envidias ajenas. El viajar por
placer era un lujo que sólo se lo podían permitir los ricos; ella, en
cambio, lo hacía por absoluta necesidad... Se arrebujó contra el asiento
sin atreverse a levantar la cabeza dejando que pasara el tiempo; más
adelante ya se decidiría a retirar el pañuelo y espiar disimuladamente a
sus compañeros que, para su felicidad, guardaban un discreto silencio
evitando preguntas engorrosas y respuestas comprometedoras; luego pensó:
«me han dicho que al caer la tarde estaremos en Logroño, voy a
descabezar un sueñecillo...», y se quedó traspuesta mientras le venían
a las mientes detalles de la noche azarosa que había pasado en el monte
hasta dar con la venta de Villoslada.
A la Cabrejana todo le
pareció enorme al llegar; por ejemplo, el Ebro; éste era un mar
comparado con el Duero que ella conocía; el puente de piedra, medieval,
por el que habían transitado miles de peregrinos era otra cosa muy
distinta al Puente Soria que cruzaba en sus idas y venidas a las cuevas
que tenía en el monte; además, las murallas, antiquísimas; las
iglesias, las casas, los carruajes: todo era enorme. La misma ciudad, con
sus veinte mil habitantes, aparentaba ser el doble que Soria.
Rica le pareció, también, la
ciudad a la Cabrejana, con sus calles bien empedradas, la fábrica
de tabacos, las grandes bodegas repletas de cubas en hileras
interminables; hasta tenían la fortuna de contar con un general,
Espartero —que hacía poco había puesto firmes a los carlistas—,
entre sus hijos ilustres...
En el Mesón de Postas le dijeron
que no lejos de allí podría encontrar una casa de huéspedes muy
adecuada y muy decente para ella.
—Yo quiero una cosa sencilla,
mire usted —le comentó la Cabrejana a la señora que le estaba
informando—. Algo de poco dinero.
La otra la observó con aire
sospechoso:
—Pues hay unos garitos de
realquiler aquí a la vuelta que... —le dijo con cierto desgarbo—,
pero no se lo aconsejo, señora, los suelen frecuentar mujeres de mala
vida, usted ya me entiende...
—Ah, bueno. Muchas gracias,
señora, miraré a ver.
Y qué le importaba a ella que lo
frecuentaran mujeres de mala vida. Peor vida que la que había llevado
ella no la había en el mundo entero. Lo único interesante es que fueran
baratos.
Como no tenía bolsa ni ajuar que
acarrear, se fue en busca de los garitos pecaminosos y no tardó en
toparse con ellos, por pura casualidad, pues no había letreros ni
indicación alguna que los anunciase.
—Perdone, señora: ¿es aquí
donde alquilan habitaciones? —preguntó con educación a una potranca
más pintarrajeada que un loro, que en ese momento asomaba medio cuerpo
por una ventana baja mientras fumaba un puro de respetables proporciones.
La Lunares la
miró de arriba abajo con un descaro ofensivo. Dio una intensa calada y
con el desparpajo propio de las de su clase le dijo:
—¿Te manda alguien o eres
nueva en el oficio? —arrastrando cansinamente las palabras al hablar.
La Cabrejana no
entendía las intenciones de aquella rabanera:
—¿De qué oficio? —le
preguntó arrugando la nariz.
La Lunares se
fijó en el rostro de la advenediza y enseguida dedujo que era tontería
seguir preguntando:
—Déjalo, ya veo que eres
nueva. Sí, aquí es.
Se alegró de haber acertado de
una forma tan rápida y pasó directamente al asunto:
—¿Dónde está la encargada de
los cuartos que se alquilan?
—La encargada de los cuartos se
llama Paquita —le dijo la otra—, o sea: la Francisca, pero la dueña
la tienes delante. ¿Qué se te ofrece?
—Alquilar una habitación...
—la Cabrejana al hablar quería dar un tono de persona educada,
tímida, que a la Lunares se le antojó de una candidez extrema,
hasta el punto de que llegó a enternecerla; no era frecuente que se le
ofreciera una mujer tan simple, tan ignorante de la vida mundana como la
que veían sus ojos; de ordinario le tocaba lidiar con zorrones viejos que
tenían más tiros pegados que el propio general Espartero.
—¿Traes dinero, guapa? —le
dijo con una dulzura artificial, postiza.
Aquello de "guapa" a la
Cabrejana le sonó como dicho al desgaire, y ya empezaba a cansarle
tanto interrogatorio:
—Lo suficiente —respondió
cortante—. ¿Hay habitaciones o no?
—Pasa, mujer, pasa y no te
enfades... —le dijo mientras le señalaba con la brasa del puro la
puerta que quedaba justo al lado.
Se encontraron en una especie de
recibidor destartalado que olía a orín de gato y humedad. La casa era un
triste edificio de dos plantas repartidas en habitaciones que se
comunicaban mediante pasillos con una escalera central. En la planta de
abajo se alojaban las fijas, siendo la primera a la derecha la puerta de la
Lunares, que era quien administraba los alquileres y realquileres o,
dicho de otro modo, celestineaba y controlaba el negocio consiguiendo
prostitutas de baja condición, y sin familia, que explotaba como una
negrera y distribuía en las habitaciones de la casa a su antojo, según
fueran de su agrado, más cerca o más lejos.
De la Cabrejana se podrá
decir todo lo que se quiera menos que era tonta, y enseguida se dio cuenta
de la situación. Ella no era una puta en el sentido estricto de la
palabra, pero en las circunstancia tan extremas en que se encontraba
estaba dispuesta a todo; tan sólo dependía de como se le presentara la
vida para tirar por un camino u otro: el del bien o el del mal, y no
descartaba ninguno.
La Lunares se
lo dijo sin rodeos:
—Si te metes a puta, yo me
llevo un tanto de lo que cobres, ya lo sabes, porque a ver, a fin de
cuentas la responsable soy yo, para lo bueno y para lo malo. Y es como si
pagaras un alquiler, o sea, por la cama y todo eso. ¿Entiendes?
Era de una lógica aplastante y
reconocía que tenía que ser así. Ella le miró con ojos de comprenderlo
sin reservas.
—Ya me lo suponía.
En realidad se lo estaba poniendo
muy fácil y goloso, como si la dueña estuviera vivamente interesada en
que aceptara el empleo.
—¿Qué? Tú decides —y se la
quedó mirando con los brazos en jarras.
La Cabrejana bajó
los ojos y vio sus manos amoratadas; recordó por un momento los fríos
pasados lavando lana en Montenegro o desollando terneras en las cuevas de
Covaleda y, francamente, la posibilidad de ganar un dinero fácil, sin
moverse de casa, era algo muy tentador. Lo de vivir como mujer honrada era
una monserga que hacía mucho tiempo había olvidado aunque a punto estuvo
de conseguirlo en los dos años montenegrinos. «¿Qué es la honradez?
—se dijo en un momento en que le dio por filosofar—, ¿pasar hambre,
ganar dinero a espuertas, o que te apaleen cada día? ¿Quién es más
honrado: el que estafa a un pobre, o el que roba a un rico? ¿Son más
honradas las mujeres de iglesia que una desgraciada tirada en la calle sin
más recurso que su cuerpo? ¿Es más honrada la barragana del arcipreste
que la Lunares, por ejemplo, que yo misma, o cualquiera de las que
viven aquí?» Y así estuvo un rato debatiendo sobre si abrazar o no la
nueva profesión que le ofrecían y practicaban en aquellas habitaciones
de paredes desnudas, con desconchados casi centenarios, que por todo lujo
ofrecían un jergón oxidado que crujía a cada movimiento, una tarima
sucia con huellas de mil batallas, una jofaina de loza desportillada, un
trozo de espejo pendiendo de un clavo... Aquello, desde luego, era lo más
parecido a la tumba de la honradez, al hondo abismo de todas las miserias,
al hastío de vivir, a ver la vida sin más aliciente que el de pecar cada
día.
La Lunares seguía
allí plantada esperando una respuesta. La Cabrejana la miró con
ojos de un cansancio infinito, como quien está a punto de arrojarse por
un precipicio; pero la vida no le ofrecía otra alternativa, otra salida,
de manera que le dijo que sí con la mirada.
—Pues muy bien, guapa, la tuya
es ésta —y abrió de par en par la puerta de una de las habitaciones
que estaba en la parte de arriba—. Aquí tienes la llave.
Tomó posesión de aquella ruina
dejándose caer pesadamente sobre la cama. Cerró lo ojos y trató de
dormir, vestida, sin querer escuchar más que los latidos de su corazón,
que en ese momento lo hacía pausada, quedamente. Debió de quedarse
dormida porque le despertó un alboroto de patio de vecinas con risas
cascabeleras y voces de mujer. Le llamaron aporreando la puerta —«¡Venga,
como te llames, que llegas tarde!»— porque había reunión de pupilas. La
Lunares quería convocar un cónclave con todas las ocupantes de las
dos plantas para decirles que había llegado una nueva. Era muy mirada en
las formas, y prefería hacer la presentación de la recién llegada de
manera oficial para evitar celos y enconos prematuros que toda novedad
solía suscitar entre las viejas rabizas. Se juntaron arriba, al final de
la escalera, que moría en un amplio rellano con salida al desván,
iluminada con luz natural por una vidriera tachonada de cagadas de paloma
y algún animal muerto. Cuando se juntaron todas, en zapatillas, mal
vestidas, desgreñadas, con los tiznes de los ojos desparramados por la
cara, aquello parecía un cuadro viviente de la lastimosa condición
humana que pudiera haber pintado Goya en el mejor momento de sus esperpentos.
—Os presento a una nueva... —dijo
la oficiante señalando a la Cabrejana.
Todas la miraron de arriba abajo
con gestos de indiferencia o desprecio mal disimulado. Seguía con la saya
negra y el pañuelo caído sobre los hombros. Se había alborotado
ligeramente el pelo para despegarlo del cráneo y dar un aspecto más
mundano, menos triste.
—¿Y tú cómo te llamas,
cariño? —le abordó una mujerucha de edad indefinida que parecía ser
si no la más vieja, sí la más ajada.
—Francisca García, me dicen
—respondió la Cabrejana en un tono comedido tratando de dominar
su natural brusco tapizándolo con un velo de timidez, aunque en su fuero
interno calculó que en un par de meses iban a saber quién era ella de
verdad.
—¡Huy, te llamas como ésta!
—añadió una tercera señalando a una bajita que tenía cara de loro,
carnes magras, pelo de esparto y uñas negras, figura en su conjunto que
le haría pasar fácilmente por ahijada de Satanás.
—Pues ya te puedes olvidar de
ese nombre, guapa, —le dijo la aludida sacando a relucir toda su bilis—
porque Pacas sólo hay una, y aquí mando yo.
La Lunares la
fulminó con la mirada:
—¡Baja esos humos —le cortó
con desprecio—, gurruñaca!, ¿habráse visto?, que sólo sirve
para llevar agua y paños cuando se le manda y acaba de nombrarse
madama de esta casa así porque sí. Últimamente se te está yendo un
poco la boca por demás, Paca...
La aludida se quedó como
arrugada, sin saber por dónde salir:
—Perdona, Amparo —que era el
verdadero nombre de la Lunares y no se atrevió a usar el apodo—,
pero no puedo consentir que una recién llegada me quite el nombre de
guerra por las buenas después de treinta años de oficio... Que una tiene
su dignidad...
—¡Vaya con la Paca! —le
dijo mordaz—, ahora nos sale con que tiene dignidá —recalcando
la última palabra con especial ironía mientras se golpeaba el muslo de
un manotazo—. Pues sepan ustedes que esta señorita o señora, o lo que
sea —y volvió a mirar a la Cabrejana—, no ha abierto la boca
desde que ha llegado aquí y ya le habéis puesto de chupa de dómine a
mis espaldas, que os he oído cuchichear por los pasillos. Ya sabéis las
normas de la casa: quien no esté de acuerdo, a la puta calle. Así que,
aliviando...
Se hizo un silencio sepulcral. La
Lunares dio un vistazo en rededor, brazos en jarras, y pudo comprobar
que sus palabras habían surtido un efecto demoledor entre el personal;
les había hecho clavar la mirada en el suelo, como cuando se reprende a
alumnas díscolas que no atienden a razones; y ahora que había quedado
bien asentada su autoridad entre las subordinadas podía seguir con el
tema:
—A ver: ¿cuál va a ser tu
nombre de guerra?
—Ni soy señora, ni señorita
—dijo la Cabrejana con mucha propiedad tratando de relajar la
tensión acumulada en el ambiente—, yo soy una pobre viuda necesitada,
nada más, y he venido buscando ayuda porque estoy sola en este mundo, no
sé si podéis comprenderme... —miró con ojos de perro apaleado al
grupo y notó que la ansiedad daba paso a un sentimiento de solidaridad
para con ella, porque parecía que les estaba hablando con el corazón en
la mano, y esto suele ablandar hasta las piedras, sobre todo entre la
gente maltratada por la vida cuando descubren sus propias miserias, porque
todas tenían alguna razón penosa que justificara su presencia allí, en
aquella horrible casa; fue un momento sabiamente explotado por Francisca
para hacerse un lugar dentro de esta sociedad limitada, un lugar
importante que no vacilaría ni un momento en reclamar cuando fuera
necesario, puesto que aquí, como en cualquier otra profesión del mundo, el
que mejor chifla, capador, como dice el refrán.
—¡Me vais a llamar Cabrejana
—añadió como si dijera una sentencia bíblica—, porque mi
pueblo se dice Cabrejas del Pinar, y me acordaré de la madre que la
parió a quien lo tome como no debe ser!
De la comprensión pasaron al
estupor, incluso al temor, lo que motivó que cada mochuelo fuera a su
olivo en desbandada sin decir ni una sola palabra, disolviéndose
espontáneamente la reunión. La Lunares se le quedó mirando
durante unos segundos como diciendo: «Sí señor, esta mujer me
conviene».
Fueron muy duros los primeros
días de aprendizaje en aquella nueva industria. Tenía tan arraigado el
concepto del pudor —ni ella misma podía imaginar hasta qué punto—
que a duras penas pudo deshacerse de él; pero el ejemplo de sus
compañeras más encanalladas que empezaban a manifestarle una cierta
cobardía respetuosa, las incitaciones a participar en la tarea común con
palabras de ánimo, la absoluta necesidad de dinero que tenía, etcétera,
le sirvieron de acicate para superar los últimos baluartes que oponía su
conciencia pudibunda. La Lunares se encargó de instruirla en los
trucos y detalles morbosos del oficio más viejo del mundo, de manera que
se ganara bien los garbanzos y le dejara abundantes duros en la
faltriquera sin tener que moverse de la ventana; que pudiera seguir
fumando buenos puros y ver pasar la vida cómodamente, sin ensuciarse las
manos, porque había quedado bien claro que ella era la dueña del burdel
y allí no se movía ni un solo dedo sin su consentimiento, amén de
llevarse una parte sustanciosa de los beneficios que eran generosamente
administrados por su chulo.
A
base de lavados y cuidados intensivos, la Cabrejana dejó aflorar
la mujer que llevaba dentro, porque no era una anciana, aunque lo
pareciera cuando se ponía las sayas negras y escondía la cara tras el
pañuelo de viuda alegre que había traído; de hecho, era una de las
furcias más jóvenes de todo el cotarro luneril. Bastó con
ponerse un poco de rojo en los labios, colorete en las mejillas, ahumarse
los perfiles de los ojos, quitarse lo chotuno de la piel y vestirse con
tonos claros para hacerse pasar por la real moza serrana que nunca había
sido.
Y no sé si fue por esto, o por
las casualidades de la vida, como cuenta nuestra tía-bisabuela Cayetana
que vivió próxima a los hechos que narro, —digo "nuestra"
porque es mía y de mi primo Albano, que es quien me lo contó una tarde
de monte y caldereta— que un buen día tuvo la bendita fortuna de que el
carnicero de Abejar —pueblo vecino de Cabrejas— tuviera que ir a
Logroño por asuntos de su negocio.
Gervasio se llamaba el mozo, un
solterón empedernido, putero por demás, que no había vez que no fuera a
la capital y se volviera sin hacer una o varias visitas a las pupilas de la
Lunares. Una serie de purgaciones que le pegara la Vasca y
curó con sahumerios caseros no le habían hecho desistir de su costumbre,
de manera que ya era considerado un personaje habitual en la casa:
«¡menudos lomos de cerdo le trajo una vez a la dueña porque le
permitió ciertos excesos con la Panocha!», se llegó a comentar;
en esta ocasión y sin encomendarse a Dios ni al Diablo vino dando unas
voces tremendas de borracho como colofón de una noche de farra pasada con
unos viejos conocidos logroñeses.
—¡Lunareeeees! —gritaba
mientras aporreaba la puerta—. ¡Lunares, abre, que soy el
Gervasio!
Amparo se asomó asustada por la
ventana, porque a esas horas, casi la una de la madrugada, no era momento
para vocear y menos decir su nombre a grito pelado, que sonaba en la
oscuridad de la noche como una traca de fuegos artificiales.
—Calla, Gervasio, que me buscas
la ruina —le dijo ella mostrando unos enormes pechos apenas velados por
un ligerísimo deshabillé rosa.
—¡Que abras de una vez! —insistió,
tozudo.
La Lunares cerró
con violencia la ventana y acto seguido se oyó el chirriar de unos
cerrojos. Asomó medio cuerpo y dijo sin miramientos a la compañía que
traía Gervasio:
—Vosotros a casa, con vuestras
mujeres, que no son horas de alborotar. Sólo pasa éste porque es
forastero. Hala, a la puta calle.
Y cerró de un portazo. Las
tímidas protestas de los expulsados no fueron suficientes como para
doblegar su decisión. Gervasio, una vez dentro del burdel, se sintió
acorralado, tímido, sin las voces y los humos de antes, la boina
estrujada entre las manos sin saber qué hacer.
—¿Te crees que son horas de
venir alborotando borracho como una cuba? ¿Qué quieres, que me cierren
el negocio, pedazo de animal? Mas te valdría que fueras a la orilla del
Ebro a dormir la mona.
Gervasio quedó seriamente
afectado por la regañina, amostazado contra la pared.
—Pero mira, estás de suerte
—prosiguió la Lunares— porque tengo una chica nueva para ti;
una muy especial, que me parece es de tu pueblo. Puedes pasar con ella la
noche si quieres, ya conoces las tarifas... —y le condujo escaleras
arriba.
Gervasio se quedó perplejo
cuando llegaron al rellano sin entender muy bien la oferta que le hacía
la celestina de la casa. Se balanceaba suavemente envuelto en vapores
etílicos, y empezó a hacer cuentas de cómo podía ser eso de que
hubiera una de su pueblo en Logroño y él sin enterarse.
—A ver, explícate, Lunares
—le dijo, gangoso.
Entonces le puso al corriente
sobre Francisca, la recién llegada, a la que llamaban Cabrejana por
ser de Cabrejas, y aprovechó para exagerar algunos detalles pecaminosos
de su nueva pupila que encandilaran al hombre... Al oír lo de Cabrejas,
el de Abejar reaccionó como si se le hubieran pinchado:
—¡¿De Cabrejas, dices?! Hip.
Me la quedo. ¿Dónde está? Hip.
Y así fue como entraron en
conocimiento nuestros paisanos. Lo que pudo pasar aquella noche y las
sucesivas, porque Gervasio alargó una semana más su estancia en Logroño
haciendo que su negocio fuera casi a pique por al abandono y los gastos
extras de aquellos días no previstos, no lo cuenta la tía-bisabuela
Cayetana, pero lo cierto es que al cabo de unos pocos meses nos
encontramos con la pareja viviendo en Abejar, casados o como diablos
fuera, en paz y buena armonía. Y no es de extrañar, porque cosas más
raras se han visto.
Dice que todo les fue muy bien al
principio: buenas juergas, ropa cara, comilonas sin límite con amigos
venidos de lejos, etcétera, porque la carnicería dejaba jugosa sustancia
en el cajón que servía para complacer los caprichos caros de la mujer
aprendidos junto a la Lunares, que obligó a todo el mundo, por
ejemplo, a que le llamaran por su verdadero nombre: Francisca, y la
trataran de usted.
Pero una de todo se cansa,
incluso de vivir bien, porque después de las juergas y los días alegres
vino el hastío y las continuas infidelidades del Gervasio, que pronto se
aburrió de ella y empezó a buscar cobijo en nidos ajenos. Aparecieron
las primeras trifulcas, broncas sin fin; después vinieron las amenazas, y
por último los palos que eran repartidos a partes iguales.
Y la cosa debió llegar a tales
extremos que pasó lo que todo el mundo veía venir, porque de otro modo
no se explica lo que ocurrió al cabo del segundo año...
Una noche se oyeron unos gritos
desacostumbrados procedentes de la carnicería, porque no eran los
primeros, aunque sí los más espeluznantes que la gente había oído
nunca: unos gritos terribles, blasfemias e insultos que venían de la
parte trasera de la casa, allí donde Gervasio solía degollar los
terneros, cabritos y demás animales que luego ponía a la venta. De
repente los gritos cesaron y sobrevino una calma oscura que más de un
vecino interpretó como un mal presagio:
—Malo es que haya tanto
silencio... Algo gordo ha pasado en casa del Gervasio.
Y así transcurrió el resto de
la noche. Al amanecer, los más madrugadores se cruzaron con un fantasma
en forma de hombre que andaba dando tumbos, el cuerpo salpicado de sangre
ya negra, cuajada, sobre el blusón blanco, y un brazo toscamente vendado
con una toalla. Iba hablando solo, como un loco, camino del cuartel de la
Guardia Civil que quedaba junto a la carretera que lleva a Soria.
—Buenas, vengo a entregarme —le
dijo Gervasio al guardia que estaba en la puerta. El civil le miró con
los ojos como platos al ver a aquel hombre tan sucio, con cuajarones de
sangre por todo el cuerpo, herido un brazo y temblando.
Cuando pudo reaccionar, el
guardia llamó a voces al cabo que a esas horas debía dormir a pierna
suelta soñando con la llegada de un día placentero en un pueblo
tranquilo como era el suyo. Hizo pasar al hombre a un cuartucho
destartalado que quedaba a la izquierda llamado "cuerpo de
guardia", que era como el centro de operaciones del cuartel, donde
guardaban en un viejo armero cuatro fusiles de cerrojo, un mapa de la zona
pegado con engrudo a la pared, cuatro sillas, una mesa de pino, un botijo
y una estufa de hierro. Le dijo que se sentara mientras llegaba el cabo
que apareció al poco rato con cara de sueño y un humor de perros debido
al madrugón. Pero el gesto lo cambió de repente cuando pudo contemplar a
Gervasio con detenimiento que en estos momentos gimoteaba como un niño.
—¿Pero qué te ha pasado,
hombre de Dios? —el cabo guardaba cierta amistad con su vecino desde
hacía diez años lo menos, y no podía dar crédito a lo que veían sus
ojos—. ¿Estás herido? ¿Quién ha sido?
Gervasio contuvo los sollozos
para dejar escapar un lamento:
—Mi mujer...
—¿Qué te ha hecho tu mujer?
—movió incrédulo la cabeza como tratando de justificar alguna razón
oculta que hasta ahora había callado—: ya te decía yo que no era trigo
limpio...
Gervasio miró con una pena
sombría a su amigo Roberto, cabo de la Guardia Civil, con el que tantas
tardes de tute y chuletas había compartido, como si no lo reconociera.
—La he matado...
Se produjo un silencio de
estupor, primero, e incredulidad, después.
—Vamos a ver —dijo el cabo
abriendo las piernas como para ganar estabilidad—: ¿me quieres decir
que tú has matado a tu mujer? —y se quedó con los índices apuntando a
Gervasio que le miraba con cara ausente.
Cuando pudo reaccionar,
respondió:
—Sí, yo.
La evidencia cerraba toda
posibilidad a la duda; a Roberto, el cabo de Abejar, no le quedó más
alternativa que reconocer los hechos tal como confesaba el presunto
asesino.
—¿Y dónde está el cadáver?
—le preguntó ya más calmado, dominando la situación. Gervasio que
parecía también más vuelto en sí le respondió con calma:
—En la parte de atrás, en el
matadero.
—Muy bien, pues habrá que
avisar al juez de Soria para que se lo lleven y tú tendrás que hacer una
declaración... ¿entendido?
—Sí.
—Pues venga, empieza.
Uno de los guardias que tenía
aspecto de escribano trajo un candil y recado de escribir; se acomodó lo
mejor que pudo en la mesa y se dispuso a tomar nota de la declaración
que, con el aplomo que le permitían las circunstancias, fue vomitando
Gervasio...
DECLARACIÓN:
Se presenta en la casa-cuartel de
este pueblo el vecino don Gervasio Montes, de profesión carnicero, para
declarar ante la autoridad competente que en la madrugada de hoy ha matado
a su esposa, Francisca García, a la que algunos apodaban la Cabrejana por
ser del pueblo vecino.
Dice en primer lugar que conoció
a la finada, o sea, su mujer, en Logroño, en una casa de mala
reputación, y supo por ella misma que era viuda de un tal Melitón
Llorente, que fuera vecino de Covaleda (Soria) y murió a mano airada en
el año de 1878, motivo por el cual tuvo que marchar de ese pueblo y
refugiarse en Montenegro, donde trabajó de lavandera durante dos años;
pasó luego a Logroño, huyendo de las amenazas de sus anteriores vecinos
por las fechorías que hiciera su marido, aunque ella siempre se ha
considerado inocente de toda culpa.
Allá en Logroño se casaron a
poco de conocerse porque se enamoró perdidamente de ella, confiesa, que
le pareció buena mujer, pobre y necesitada de afecto, razón por la cual
le propuso dejar la mala vida y venirse a este pueblo de Abejar para
formar una familia decente.
Ella accedió de buen grado y
aquí se asentaron, al cuidado de la carnicería de la que es propietario
el declarante, llevando una vida de buena vecindad, como es público y
notorio. Pero con el paso del tiempo descubrió que no podía darle hijos
por quedar machorra tras el mal parto que tuviera en su anterior
matrimonio, y desde entonces empezó a quererla mal, a buscar alivio con
otras mujeres, y por aquí le vino la perdición, porque ella no dejaba de
insultarle llamándole "poco hombre" y cobarde, comparándolo
constantemente con su otro marido, del que decía que valía mil veces
más que él, porque había sido capaz de poner a todo un pueblo a sus
pies, o sea, Covaleda, y que las reses no tenía por qué ir a comprarlas
a Logroño, que si iba allí era para fornicar con sus antiguas
compañeras de oficio, especialmente con una que odiaba a muerte y
llamaban la Lunares; que si tuviera lo que había que tener, cogería las
reses del monte y las degollaría allí mismo, sin mayor problema, como
había hecho el otro...
Que todos los días tenía que
aguantar sus monsergas mientras ella no paraba de darle al aguardiente, y
las más de las veces iba bebida como una cuba a la cama, y eso le llegó
a avinagrar la existencia. Que esta noche pasada le empezó a insultar,
borracha perdida, y le amenazó con uno de los cuchillos que él suele
emplear para degollar a los cochinos; que no se pudo contener ante los
insultos constantes que le decía y le arreó un golpe con el gancho de la
cocina; entonces ella se puso muy brava y en la refriega le dio un corte
en el brazo con el cuchillo, que bien pudiera haberle matado si no lo
desvía con el antebrazo, porque iba directo al corazón; él, al sentir
la sangre, se volvió loco y la arrastró por los pelos hasta el tajo que
tiene para despiezar las reses, y con la primera macheta que encontró a
mano le cortó de un golpe seco el pescuezo. Que no le dio tiempo a decir
«Jesús» y allí se ha quedado, muerta, con los ojos abiertos.
Declara que no se arrepiente de
lo que ha hecho, porque al fin han encontrado la paz los dos: ella y él.
Abejar, año de 1884.
© Pedro Sanz
Lallana 2002
Blog
de Pedro Sanz
Comentario
de Muerte a Mano Airada (2ª edición)