relatos
Pueblerina
panorámica
Mi
pueblo es muy pequeño, y aunque a decir verdad siempre lo ha sido, ahora
lo es más. En él, desde hace algunos años, ya no se casa nadie ni nacen
niños: sólo hay entierros.
Sí; mi pueblo se está muriendo, extendido, como siempre, sin orden ni
concierto sobre un plano inclinado, y claramente dividido en dos barrios;
por eso, ahora más que nunca, para los pocos y viejos habitantes que en
él todavía quedan, "irse al otro barrio" tiene un inquietante
doble sentido. Sin embargo, por eso del Progreso, mi pueblo, durante el
verano, la semana Santa, algunos puentes largos, e incluso en Navidades, a
pesar del frío, parece que resucita, porque vuelven a él en
"masilla" aunque sea intermitentemente, con hijos, nietos y demás,
los que en incesante "chorrillo" (el pueblo no daba para más)
habían ido abandonándolo desde que, allá por la década de los sesenta,
saltaran hechas añicos las llamadas "puertas al campo".
En mi pueblo ya casi todo se ha perdido. Sin más razón que durar, camina
sin sus tradicionales señas de identidad. ¡Claro!, los viejos sólo
tienen fuerzas para recordar y pensar que "cualquier tiempo pasado
fue mejor". Algo, no obstante, siempre queda, aunque sea una
enfermedad congénita, como la que padecen, sobre todo en la primavera y
el verano, muchos de los que al pueblo vienen, y están en edad de ello,
(la semana Santa y las Navidades son días de INMUNIDAD) por diferentes
razones. Se trata de la "alergia al polvo doméstico", que como
sus antepasados y los que en el pueblo se quedaron, ahora ellos sufren en
sus propias carnes: de ahí que, entre los emigrantes, oriundos y
habitantes del pueblo, abunden tanto las Margaritas, los Jacintos, las
Amapolas, los Silvestres...
Sí, sí; mi pueblo ya no es lo que era. Con sus habitantes, el progreso
se ha ido llevando, "progresivamente" también, la estación del
ferrocarril (ni trenes ya pasan si quiera); el cuartel de la Guardia Civil
(incluso a "la pareja" apenas se la ve por allí) ¡mejor!; el
cura, el médico y el boticario (que vienen una o dos veces por semana y
cuando la necesidad reclama sus servicios); la puta del pueblo (técnica
en recursos del desembarazo, que cobraba en especies a los que mecía
entre sus piernas preñadas de "cabras" de tanto estar al amor
de la lumbre)...
- Sí, es cierto -me dijo alguien del pueblo-; muchas cosas se ha llevado
el progreso, pero ¿y las que ha traído? Fíjate: todos tenemos
televisor, teléfono (para que nos llamen o llamar nosotros a nuestros
hijos), contenedores, coches, y lo que es mejor, agua corriente (aunque
con lejía) en las casas desde hace bastantes años.
Por lo que se ve, a las gentes de mi pueblo ya nada les asombra.
"Este modernismo" -como ellos dicen- ha traído tantos cambios,
en tan poco tiempo y en todos los sentidos, que no han podido más que
soltar alguna que otra frase, las más de las veces de protesta, y las
otras de admiración, antes de aceptarlo todo como normal, sin apenas
darse cuenta que, entretanto, crecía más y más en todos ellos la úlcera
de la indiferencia, gracias a la indigestión producida por el engullir
incesante de los avances científicos y tecnológicos que, ¡sabe Dios!,
adónde nos conducirán, mientras que en las relaciones sociales somos
fundamentalmente analfabetos.
Pero yo sí que sé hacia dónde corre velozmente mi pueblo. En silencio
ha ido diciéndome adiós, mientras de él yo me alejaba más y más. Mi
infancia y adolescencia y el inicio de su decadencia nos unió, mi
juventud y su envejecimiento progresivo nos ha ido distanciando, y mi
madurez y su muerte, nos separará para siempre; pero nuestros años de
vida compartida aquí los tengo, en recuerdos, que irán saliendo para
entristecer o alegrar el tiempo que me quede por vivir.
© Carlos Andrés
2001
Melancólica
Grilladura
Lenta,
silenciosamente declinaba la tarde. Su cielo azul, con rojo brillante de
fondo, comenzaba a tornarse oscuro, buscando un íntimo abrazo con la
noche, como el espíritu lo busca con el Infinito.
Todo, en medio de la hermosa sucesión de colores vespertinos, respiraba
quietud, paz, amor, tristeza; sí, tristeza, porque la quietud, la paz, el
amor hacían percibir más claramente aún las miserias en las que el
mundo se halla inmerso. Sin embargo, los pocos habitantes del pueblo, quizás
por lo normal del fenómeno en aquellos pagos o tal vez por su incapacidad
de experimentar la más mínima impresión ante las más esplendorosas
manifestaciones de la Naturaleza, parecían haberse sustraído a la
inefable belleza del ocaso.
Dejé atrás, con paso lento, las últimas casas del pueblo, dormido en su
indiferente silencio de siglos, de siempre y me senté al amparo de los álamos
del río, agitados por suave brisa, rumiando mi insignificancia en medio
de la callada infinitud de la tarde.
De pronto, y como por encanto, rompiendo el silencio, hasta mí llegó
claro, continuado, algo lejano el canto de un grillo, ¡de uno sólo!
Parecía invitar a los demás, escondidos en sus oscuros agujeros, a que
se unieran a él, para juntos predicar no sé qué Buena Nueva; pero
ninguno se unió. Entonces, sin inmutarse, prosiguió su canto, solo. Mas
al poco, ¡oh Dios de maravillas!, como premiando la perseverancia del
solitario predicador, un coro de pajarillos se unió sin reservas al
canto: el jilguero, con su dulce melodía; el pardillo, con su infatigable
gorjeo; el ruiseñor, tejedor de cantos sublimes; el verdecillo, con su
armonioso cascabeleo; el gorrión, con su constante piar, y, hasta una
urraca con sarcásticos gritos, participaba de la alegría de los
decididos animalitos, que habían comprendido el mensaje del grillo. Pero,
de súbito, el portador de tan gozoso mensaje, se calló. Los pajarillos
enmudecieron al no oírlo ya; aunque, al poco, algunos reanudaron el
canto, mientras los otros, en silencio, levantaban el vuelo.
Unas ranas, presentes en la escena, incrédulas y despiadadas comenzaron a
entonar en aquel instante un canto feo, desagradable con su tosco croar,
eclipsando el maravilloso canto entonado por los pajarillos, que, poco a
poco y uno a uno, fueron callando, hasta que, al unísono, y por virtud de
milagrosa coincidencia, un coro de grillos se elevó hacia el incipiente y
claro cielo nocturno.
Me incorporé, entonces, perezosamente y con paso lento y cansino volví
hacia el pueblo, experimentando, hasta en lo más profundo de mi ser, una
suave melancolía sin por qué, una acompañada soledad, una vieja
desubicación en el mundo, un imponente caos mental.
© Carlos Andrés
2001
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dos simples y
arcaicos relatos
Rito perrillero
Aquella calurosa tarde de junio padre e hijo, enfrascados cada
uno en su lectura preferida, el periódico local o "El caso" y una novela del
Oeste respectivamente, se habían sentado a descansar un rato en el poyo de la parte
delantera de su casa con el porrón entre ambos.
Poco antes habían descargado y metido bajo techo el último carro de hierba, la cual
formaba parte del sustento de los animales durante el invierno. Con ello habían dado fin
a una de las distintas y duras recolecciones del campo, consistente en segar a dalle los
prados, picarlo varias veces a fin de que cortara bien, dar repetidas vueltas a los hilos
hasta que la hierba estuviera convenientemente seca, y, por último, el acarreo, siempre
pendientes del cielo, esperando que no lloviera.
Por fin, el padre, al tiempo que plegaba el periódico, dijo:
-Anda, Liborio, hijo; suelta las vacas y llévalas a la dehesa, que yo voy al lavadero a
ayudar a tu madre a subir los calderos de ropa.
Liborio, hijo único (cosa rara en el pueblo) y en los umbrales de la mocedad, cerró la
novela, echó un trago de vino y con un lacónico "voy", se dirigió hacia la
cuadra.
Con las dos vacas de la yunta y otra que estaba criando, atravesó casi todo el pueblo por
la calle de Abajo en dirección a la dehesa comunal próxima al mismo. Las metió y
tranquilamente, bien tieso, con el pecho fuera, marcando paquete y con las manos en los
bolsillos: "con trazas de chulo putas", que decía su padre cuando le veía
caminar así, comenzó a desandar el camino.
Al desembocar en una plazoleta donde las mujeres, sentadas a la sombra de unas acacias o
al solete, según época y tiempo, acostumbraban a darle con gusto y por igual a lengua y
aguja, las cuatro que allí había no le dejaron ni saludar: estaba claro, lo tenían
planeado. En cuanto le vieron asomar, abandonaron con inusitada celeridad, y a la par, sus
labores, y se abalanzaron sobre él, gritando: "A contarle los perrillos". Lo
derribaron, y mientras una le sujetaba las piernas, abrazada a ellas, dos se encargaban de
los brazos, en tanto que la Tomasa, sin el más mínimo rubor, le desabrochaba la
bragueta. Por fin había llegado el momento de rendirse, cual oveja ante su esquilador, a
aquella tradición paralela a la "oficial", y que, precisamente por serlo,
escapaba en ocasiones al único control posible, que era el del sentido común, pero cuya
espontaneidad y frescura compensaban los inevitables excesos en su cumplimiento y en
cualquier sentido.
Aunque era inútil, al principio intentó resistirse, cosa que, como era lógico,
enardeció aún más a aquellas cuatro mujeres casadas y todavía jóvenes, porque casadas
habían de ser las que dieran, en representación de todas las demás, su visto bueno al
"nuevo mozo", anticipándose, como siempre sucedía, al reconocimiento como tal
por parte de todos los mozos del pueblo durante una merienda, convenientemente regada y
que corría a cuenta del pobre neófito.
Así que la Tomasa, la más joven y atrevida, consiguió sin excesivas dificultades
abrirle "la sacristía", como ellas decían, los gritos y las risas resonaron
triunfantes en la tarde ya veraniega. "sácale el cura, que lo veamos todas",
decía una. Y la Tomasa: "que no se lo encuentro". Y otra: "a ver si no
tiene..." "Sí, aquí lo tengo; ¡y vaya, vaya!..., exclamó la Tomasa. "A
ver, a ver..., clamaban las otras.
Cuando ya estuvo su encogido y desmayado "cura" bien visible, la Tomasa apuntó:
"Para que un cura pueda decir bien la misa son necesarios los dos monaguillos
¿no?" "¡Venga, sácaselos también, y que los veamos todas!" -pidieron
las otras.
Así lo hizo. Y después de contemplar las cuatro a sus anchas las vergüenzas del pobre
Liborio, la Tomasa, sin el menor reparo, cogió su caído badajo y dijo a las demás:
"Venga; a contarle los perrillos. Que cada una diga uno". Y comenzó ella misma:
"Por la Luna del tío Garranchito". Y continuaron las demás. se trataba
de darle un tirón nombrando a la vez un perro del pueblo y a su amo, como a las orejas en
los cumpleaños, pero con ganas. "Por el Sol del Tomelosé"... "Por
el Madero del Churris..." Por la Chata del tío Matraco..." Los respectivos
tirones y consabidas frases iban acompañados de procaces comentarios, unas veces de
elogio y otras de burla: "Poco pelo tienes, así que poca alegría..." "Te
tiene que crecer un poquito más el badajo, amiguito..." "Pero a lo ancho no,
que ya está bien..." "No está mal el conjunto ¿verdad?"...
La enumeración de perros y amos era fluida porque el pueblo tenía muy pocos habitantes;
y como era tanto o más ganadero que agrícola, abundaban los perros, siendo tan
importantes que todos los conocían por sus nombres como a sus propios amos. Además,
enrazón de las adras (prestaciones personales, gratuitas y por turno para el bien común)
se había establecido un orden de los vecinos que todos conocían desde niños, por
tanto no tenían más que seguirlo.
El final del pequeño tormento llegaba con el tirón cuarenta porque, según se decía,
"el que a los cuarenta es mozo, hasta la muerte solo". Y con ello se pretendía,
primero, ahuyentar, con ayuda de los perros invocados, los malos espíritus de la
soltería, y, después, que al menos uno, si se quedaba soltero, le hiciera compañía
hasta su muerte, por ser el perro el mejor amigo del hombre.
Mientras duró el "pitorreo", Liborio permaneció en silencio sin responder ni a
sus atrevidos comentarios ni a sus malintencionadas preguntas. Inmóvil y en tensión,
mantuvo los ojos cerrados, en un vano intento de sustraerse a las burlas y a su propia
vergüenza, hasta que se percató de que a partir de la segunda o tercera ronda, la Tomasa
se daba muy buena maña en alargar su turno, cambiando estirón por caricia. Cuando se
decidió a mirarla disimuladamente vio en sus ojos un brillo desconocido para él yen sus
labios una sonrisa que dejaba entrever el
juguetón pico de su lengua.
Con un simple "hala, mozo; que tengas una buena mocedad y un mejor casamiento",
dicho a coro después de haber contado el último perrillo, acabó todo. Lo dejaron en el
suelo con todo al aire y regresaron a sus interrumpidas labores. La Tomasa lo hizo la
última, diciéndole algo que no entendió. Se incorporó, y sin atreverse a mirarlas,
aunque al parecer se habían desentendido de él, se recompuso torpemente, y se marchó de
allí a la francesa, lentamente y tratando de no hacer ruido, temeroso de atraer denuevo
la atención de aquellas cuatro mujeres.
No habría recorrido más allá de cincuenta metros cuando Liborio oyó a sus espaldas:
"Espera, que te acompaño". Se volvió, con fuego en la cara, porque había
reconocido la voz: era la Tomasa, la cual prosiguió:
-Ven un momento a mi casa, por favor. Mi marido no está y necesito que me ayudes a
cambiar de sitio unos sacos porque yo sola no puedo.
© Carlos Andrés
1999
Las
cosas de Nicasio
Cuando Nicasio Maguillas volvió de Africa, cumplida la Mili con
reenganche incluido, todo Gamusinos del Campo llegó en seguida a la conclusión de que al
pobre mozo, tan cabal antes, le habían aflojado algún tornillo por aquellas tierras.
Ya el mismo día de su regreso, que coincidió con un Miércoles de Ceniza, el bueno de
Nicasio, como la mayoría del pueblo, acudió a la iglesia para cumplir con el tradicional
rito religioso, y cuando el cura, imponiéndole la ceniza pronunció aquello de
"polvo eres y en polvo te convertirás, pero en latín, dirigiéndose hacia la
feligresía allí congregada, exclamó con voz alta, clara y firme: "¡Qué razón
tiene! Pero en mi caso mejor hubiera podido decir que de un polvo vienes y a un polvo
vas." Y dicho lo cual, salió tranquilamente del templo, ante las reprimidas risas de
muchos y la indignación de algunos.
Llegada la Semana Santa, el Viernes Santo aparecieron algunas de las imágenes de la
iglesia vestidas con las prendas de oficiar del cura y de los monaguillos. Aunque nunca
pudo demostrarse, todos sospecharon que el autor de "semejante sacrilegio", a
decir del cura, era Nicasio, dadas sus excentricidades, a las que, en tan poco tiempo, el
pueblo ya se iba acostumbrando, incluidos sus propios padres y hermanos.
Ese mismo día, en la procesión del "Entierro", Nicasio, que debía encabezarla
portando un pesado crucifijo, se plantó en el umbral de la puerta del templo, apoyó la
cruz en el suelo, y mirando hacia el interior exclamó: "¡Ni por aquí ni por allí;
por Alá, que la procesión no sale hasta que yo no lo diga¡" Antes de que la gente
reacionara, alzó de nuevo la cruz y dijo: "Arreando, que se hace tarde." Y la
procesión se puso en marcha.
Muchas otras cosas estranbóticas fue sacando Nicasio de su removida sesera, con las que
hizo aparecer a menudo la sonrisa incluso en los más agrios de sus paisanos, los cuales,
aunque lo intentaron, nunca pudieron mofarse de él, porque de tonto no tenía ni un pelo,
ni, en general le tomaban a mal sus cosas, puesto que mal, lo que se dice mal, no hacía a
nadie. Hasta que, por fin, transcurrido un año y pico de su regreso, llegó el día de su
boda, que había de celebrarse un 24 de junio.
Tres meses antes, con la esperanza compartida por las dos familias de que el matrimonio le
ayudaría a sentar definitivamente la cabeza, se había acordado el enlace de Nicasio con
Jerónima Rana, moza del lugar, algo simple, pero honrada y trabajadora, que huía del
agua como los gatos.
Cuando el cura, en la iglesia rebosante de invitados y curiosos que esperaban anhelantes
alguna de las típicas salidas de Nicasio, preguntó a éste lo de "quieres recibir
por esposa a...". Al tiempo que con disimulo dejaba caer un papel a los pies de
lanovia, en una especie de prolongado grito salvaje, que llegó hasta el más apartado
rincón del templo, Nicasio pronunció una ininteligible palabra y salió corriendo, sin
que volviera a saberse más de él en el pueblo.
Fue tanta la sorpresa y confusión en aquellos momentos, que ninguno de los presentes
advirtió que Nicasio había dejado caer un papelito, salvo el maestro, al que todos
llamaban Don Papelera", que por estar habituado al sutil vuelo de papeles en la
escuela y que en su obsesión por leer, leía hasta las líneas de la mano, no se le
escapó el detalle. Recogió, pues, el papel, y al desdoblarlo se encontró con una única
palabra escrita con grandes letras: "sogtulakk". Picado por la curiosidad, y
convencido de que tal palabra era árabe, comenzó a consultar diccionarios y
enciclopedias de diferentes países, sin que lograra dar con el significado de aquella
enigmática palabra. Incluso, a cualquier moro que se le ponía por delante, le preguntaba
por ella, pensando que podía tratarse de un término coloquial no reconocido. Pero, nada;
Que no hubo manera. Consultó al cura, por si él podía orientarle en sus pesquisas; pero
éste, nada más leer la dichosa palabra, le dijo que respecto a vocablos de un idioma
infiel,él no
quería saber nada.
Tras las exhaustivas pero infructuosas investigaciones que había llevado a cabo durante
los dos meses de vacaciones de verano Calixto Majuelo, que así se llamaba el maestro,
olvidó el asunto y de nuevo se entregó por entero a la gratificante tarea de seguir
"desasnando" con la regla en la mano.
Por fin, un día de otoño en que D. Calixto había salido a dar un paseo por el campo, le
sorprendió una tormenta de ésas que hacen época. Corrió a refugiarse en una majada
cercana y allí se encontró a Simplicio Gállara con sus ovejas. Entabló conversación
con él, y hablando, hablando salió, como es natural, el tema de Nicasio. El maestro le
puso al corriente de lo del papelito y la misteriosa palabrita, que sólo conocían él y
el cura, y de sus investigaciones.
Simplicio, entonces, le preguntó:
-¿Y qué palabra es ésa?
-Sogtulakk -respondió el maestro.
-¿Y eso cómo se escribe?
D. Calixto se la deletreó. Entonces Simplicio Gállara, que Dios tenga en su gloria, como
buen pastor, con mucho tiempo para pensar y rápido de reflejos, exclamó: ¡Joder! ¡Ya
sé lo que significa! Vuelva a deletrearla, hombre, y fíjese bien.
© Carlos Andrés
1999
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Breves notas autobiográficas:
Nací en Herreros (Soria) el año de gracia de 1951. Poco antes de cumplir
los 9 años me fundieron los plomos con un disparo de escopeta, con lo cual, como es
lógico, y por suerte, me declararon inútil a la hora de entrar en "quintas".
En contrapartida, pasé varios años interno en dos centros de la ONCE (Pontevedra y
Madrid) donde cursé el Bachillerato Elemental y el Superior. Posteriormente, me trasladé
a Barcelona donde estudié (ya en centros ordinarios) el COU en el Instituto Ausias March
y la carrera de Historia Moderna en la Universidad Central. Actualmente, me dedico a la
noble tarea de enseñar al que en algunos aspectos sabe algo menos que yo. Mi experiencia
literaria se reduce a hacer la O con un canuto y, aun así, me sale mal.
Carlos Andrés 2000
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