Un
poeta orillado
Bernabé
Herrero es en toda la extensión de la palabra un poeta desconocido, pero
no un poeta raro. Se tiende a creer que lo raro lleva aparejados anomalía
y esquinamiento personal o histórico.
El concepto de "raro" no es exactamente la degeneración, para
los tiempos decadentes, del concepto verlainiano de "maldito".
El maldito, en el siglo XIX, era sobre todo, antes que un hombre, una
sensibilidad para sintonizar con los aspectos más oscuros e inquietantes
de la naturaleza humana, por lo que la sociedad burguesa no dudada en
expulsar de su comunidad a quien así los sintiese. Al final todo quedaba
en una correspondencia baudelairiana: el maldito buscaba los arrabales
sociales para realizar su obra, y el burgués le toleraba siempre y cuando
no rebasase los límites del café, de la absenta y de las enaguas de sus
hijas y esposas.
El raro no es necesariamente un maldito, aunque con frecuencia la rareza
pueda cultivarse como una forma de dandismo, como la orquídea de la
singularidad.
Hay muchas clases de raros. Los hay, diríamos, por exceso y por defecto
de temperamento. Aquellos tan extravagantes que rozan la locura, si acaso
no son criaturas amamantadas a sus pechos, y los otros, gentes a quienes
su vida inadvertida y sin aristas lleva a confundirse con el resto de los
cantos rodados. A muchos de estos últimos les llamamos raros, pero en
realidad no son otra cosa que gentes cuyo modo ordinario y regular de vida
ha acabado llevándoles al anonimato, la forma más inocua y verdadera de
la rareza. Ese es el caso de Bernabé Herrero, de quien vamos a ocuparnos
no por lo que tuvo hasta ahora de desconocido, sino por lo que tiene de
poeta que debería conocerse. Aquello sin esto sería una forma de la
extravagancia también. El malditismo, la locura, la rareza, el suicidio
no son determinantes en la obra de un hombre, sino circunstancias de su
vida o de su muerte, que podrán ayudarnos a comprender una y otra, pero
que ni las hacen mejor ni las empeoran. Así, pues, convendría que nadie
se llamase a engaño: a uno le gustan los sencillos versos de Bernabé
Herrero en lo que tienen de hermosos, no en lo que tenían de ignorados
por todo el mundo. Lo ha dicho uno hace muchos años ya: la literatura no
es un ateneo restringido ni un club de las almendritas saladas. Podríamos
decir que Bernabé Herrero está bien por lo que tiene de... normal, una
normalidad que le volvió raro en una época en la que justamente se
premiaban las extravagancias poéticas, el superrealismo, la
jitanjáforás o como diablos quiera que las llamaran y aquellas fabulosas
y gongorinas equis y zedas, tan de moda entonces, que lo mismo se podían
leer de arriba abajo que de abajo arriba.
Por otro lado, cuando se tiene a vida como la de Bernabé Herrero lo mejor
es sustentarla en una obra, porque de lo contrario hay muy poco margen
para la mistificación y la leyenda.
ALGUNOS DATOS
Uno cree que con la vida de Bernabé
Herrero se podría hacer una sutilísima novela, con mínimos cambios, con
muy delgadas peripecias, con hojaldradas y frágiles demudaciones y
tornasoles psicológicos, donde el azar, un azar imperceptible casi, va
uniendo las vidas de un puñado de personas, a veces con lazos que no
romperá sino la muerte de los protagonistas.
Bernabé Herrero nació en Soria el 2 de abril de 1903. El hecho de que
naciera en Soria, por ejemplo, fue determinante para que su existencia
estuviera de por vida unida a la vida y la obra de estos tres poetas,
Annio Machado, Gerardo Diego y Juan Larrea...
Empezó Bernabé el bachillerato en su pueblo, pero cuando había
terminado el cuarto curso, un amigo de su padre, jefe de Correos, animó
al mu chacho a que se presentase a un as oposiciones a ese cuerpo
administrativo, con el fin de asegurarse desde joven un porvenir. Bernabé
esas oposiciones y en 1919 recibió su nombramiento como oficial de
tercera clase. Trabajó al principio en Soria, le destinaron luego a
Madrid, y terminó de nuevo en Soria en 1921, pero a los tres años le
destinaron a Sigüenza, donde permaneció hasta 1929.
En Sigüenza vino de nuevo el azar a tender los puentes que hacen
novelescas todas las vidas. Allí le esperaban unos amigos que hasta
entonces no conocía y que parecían puestos para que los capítulos
posteriores de la novela encontraran justificación en estas páginas
antiguas: Luis Barrena, Agustín Muñoz Grandes, Adolfo de Miguel... En
Sigüenza Bernabé Herrero debió encontrar también un clima propicio
para la poesía, porque escribió sus dos primeros libros de poemas y
cuidó de manera continuada en una imprenta alcarreña la edición de Lola,
suplemento de la revista Carmen que Diego dirigía e imprimía
en Santander.
Bernabé Herrero, al igual que otros jóvenes sorianos, había conocido a
Diego cuando éste llegó a Soria, unos anos antes, como profesor de
instituto. Fue este un hecho determinante en su vida y en su obra. Entre
todos ellos se estableció una complicidad poética y amistosa, y en
algunos casos incluso más, como sucedió con
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José Tudela,
soriano también y a quien le estaba destinada para después de la guerra
una carrera brillante como archivero y futuro director del Museo de
América y que por entonces, 1922 se casó con la hermana de Bernabé,
cuatro años mayor que éste.
Hace unas semanas murió, con cien años, esta Cecilia Herrero. Era una
mujer culta y encantadora, que sintió por el hermano poeta veneración y
afecto sin límite. Había estudiado con Concha Albornoz y Rosa Chacel la
carrera de Filosofía, que ella terminó.
Por mediación de su hermana y del jefe de Correos de Madrid, consiguieron
arrancar a Bernabé de sigüenza, traérselo a la capital y nombrarle
ambulante de Correos en el tren nocturno de Murcia. Fue en ese destino,
relativamente cómodo, donde Bernabé, animado por su hermana y cuñado,
finó el Bachiller y empezó y remató en muy poco tiempo los estudios de
Derecho, al término de los cuales obtuvo una beca para Bolonia, a donde
fue con su amigo Adolfo de Miguel, a quien la Italia musoliniana haría
fascista, metidos ambos ya en aquella novela in progress. Al
regreso, Adolfo de Miguel aprobó las oposiciones de Fiscal y Bernabé las
de Juez, y a comienzos de 1936 fue destinado éste a Huelma, Jaén, donde
vivió hasta el comienzo de la guerra. Los sucesos de la guerra, como a
tantos, le desbarataron la vida. Bernabé, que era de izquierdas, corrió
a Madrid en cuanto se produjo el estallido con el objeto de recabar
instrucciones, y en su ausencia el secretario de su juzgado, que era de
derechas, fue asesinado. Trató de permanecer en su puesto, pero
comprendió pronto que aquella inestabilidad podría arrastrarle a él
mismo Dios sabe a qué barranco, de modo que dejó Huelma para siempre y
regresó a Madrid. Aquí su cuñado José Tudela le consiguió un visado
para salir. Llegó a Francia en busca de refugio a comienzos de 1937 y
allí Diego y la mujer de éste, francesa, le ampararon en su casa durante
unos meses, hasta que el poeta soriano consiguió un puesto como lector de
español en Aurillac.
En este pueblo Bernabé Herrero conoció a Marie Louise, también
profesora, y con ella se casó en 1938, y al poco ambos fueron destinados
como profesores de español a la Escuela Normal de Dax.
El exilio de Herrero fue duro en extremo y su vida personal y afectiva
desdichada. La lejanía de los suyos contribuyó y agravó aún más sus
tendencias depresivas. Tudela, que había ayudado a Adolfo de Miguel a
refugiarse en una embajada del Madrid republicano, acabó exiliándose él
mismo y no regresó a España hasta 1939. Diego se repatrió antes,
incluso, de lo decoroso (lo que dio origen a un intercambio epistolar
amargo entre éste y Larrea en el que se analizan pormenorizadamente las
razones morales y políticas por las cuales "no se podía
volver" a la España de los criminales fascistas). Larrea desde luego
no regresó hasta que no se murió Franco. En cuanto a Bernabé tanto sus
amigos como su familia, su hermana y su cuñado, hicieron todo lo posible
por traerle, comprendiendo que el exilio le estaba aniquilando.
El propio Adolfo de Miguel, que había sido nombrado ya Fiscal de la Causa
General, le facilitó los trámites para que regresara, ya que no pesaba
sobre él acusación ninguna. Viajó incluso personalmente hasta Irún
para recogerle. Sucedía esto en 1953. Previendo que no sería repuesto en
su cargo de juez, o que su reposición se demoraría un tiempo, llegaron
incluso a buscarle colocación en el despacho de otro de los amigos de
juventud sigüenzana, Luis Barrena, conocido criminalista.
El encuentro de Bernabé con España fue ilusionado, pero el ambiente y el
clima moral los encontró asfixiantes. A las pocas semanas volvió a
Francia, sin tomar una decisión, pero a los pocos meses el deseo de
volver se hizo más acuciante. Aún parece que regresó una vez más para
preparar, esa vez sí de una manera real, su definitiva vuelta, pero al
regresar a Daz con el objeto de finiquitar sus asuntos allí, familiares y
laborales, cayó enfermo. Los últimos meses fueron al parecer
especialmente penosos en todos los sentidos, sostenido únicamente por los
recuerdos españoles, las cartas de los amigos y las audiciones de discos
de zarzuela.
Cuando murió, el 13 de junio de 1957, apenas dejaba tras de sí una
sombra, una viuda, dos hijas, unos pocos pero buenos amigos, tres libros
de poemas y un folleto con doce sonetos, un libro de Derecho, escrito en
la juventud, y otro, en la madurez, que era un ensayo sobre la música,
además de cincuenta o sesenta poemas inéditos escritos en el exilio...
La mayor parte de las cosas que podamos saber de él las deberemos
averiguar ya en esos libros, en la correspondencia con los amigos,
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epistolarios,
como el mantenido con Larrea o con Diego, cuantiosos e importantes,
y... poco más.
Su hermana ha muerto hace unas semanas; Diego murió también y Larrea, y
Tudela... Su mujer no vive desde hace ya mucho. Sus hijas andan por
Francia y para ellas su padre acaso sea también una sombra como para
nosotros.
LA OBRA
Todo esto tal vez no tendría interés
si acaso sus libros no fuesen tan singulares, tan raros en su
franciscanismo, tan sorprendentes en su claridad, tan misteriosos en su
ingenua dicción.
Porque esa anomalía, la de su absoluta normalidad, fue precisamente la
que a uno le asaltó hace muchos años, cuando salió a nuestro encuentro
un ejemplar de su primer libro,
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Emociones Campesinas,
del año
1925.
El Rastro depara esas sorpresas. No fue sólo su modesta pero elegante
presentación. Ni siquiera que viniese el ejemplar acompañado con una
dedicatoria manuscrita. Ni que luciera otra en letra de imprenta a Gerardo
Diego, al igual que un poema a Emiliano Barral y otro a Concha Albornoz...
Ni que constara la edición de doscientos ejemplares numerados. Tampoco
ese título tan... descarado, tan arrogante diríamos en medio de las
batallas creacionistas y al mismo tiempo tan modesto frente a la
insufrible prepotencia vanguardista. Tan Caeiro, él, que no conocía a
Caeiro. Tampoco cómo llamaban la atención los títulos de los poemas,
"Nocturno ciudadano", "Estampa romántica",
"Tardes de mi pueblo". Ni el que alguno de esos poemas fuesen
décimas, justo en el tiempo en que Cernuda y Guillén escribían las
suyas y ponían de moda esa forma arcaica, lo cual era un modo de
advertencia de que este poeta "sabía", no era
"nadie"... En realidad es siempre un conjunto de cosas el que le
inclina a uno a leer allí, en medio del río humano, apresuradamente, uno
de esos poemnas, sin saber ni sospechar quién pueda ser ese poeta cuyo
nombre nada nos dice todavía. Atentos, pues, tan sólo a la poesía. Así
que se quedaron con nosotros, leídos al azar, abstraídos en la mañana
del domingo, algunas de sus palabras, detrás de las que adivinamos una
vida, y una vida que ademas nos iba a ser familiar y querida.
Mi cuarto es pobre. Todo en él
expresa
la pobreza del hombre que lo habita:
una cama, dos sillas, una mesa
y una serie de libros favorita.
Después de este encuentro, empieza uno,
ya en casa, a completar el perfil del autor. En este punto suele ser
crucial la intervención de Juan Manuel Bonet, quien tampoco conocía por
entonces al poeta, pero a quien sedujo igualmente desde el primer momento.
A los pocos meses nos aparecieron, a Bonet y a mí, por conductos
diferentes, en arroyos distintos, el resto de los libros de Herrero. Es
otra de las cosas extrañas de los libros viejos. Seguramente habían
estado en su órbita durante lustros, a la espera de que alguien se
tropezara con ellos. Vinieron, creo recordar, incluso en orden
cronológico. Después de Emociones campesinas,
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Tonadas de
camino, de 1926, que Bernabé dedicó a su otro gran amigo del alma,
Juan Larrea, y luego
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Letrillas castellanas, dedicado a Aurelio
Rioja...
Faltaba sólo ese pequeño folleto, que Bernabé Herrero publicó a su
costa en Bayona en 1947, la docena de sonetos que tituló Orillas, pero
para entonces el azar quiso que Juan Manuel Bonet viajara un día de 1998
a Zaragoza, invitado por el Letrado Mayor de las Cortes de Aragón, que
resultó llamarse... José Tudela, nieto de aquel otro José Tudela y
sobrino nieto a su vez del poeta orillado. Es como si el azar quisiera
compensarle en nosotros a Bernabé Herrero de todo lo que parece que le
sustrajo el destino.
A los libros citados de Bernabé Herrero deberíamos añadir el título de
estos dos, para los amantes de la minucia, y en honor del propio Tudela,
archivero. Uno, que nunca he visto, o que si he visto no me acuerdo,
titulado La teoría jurídica del delito en Italia, escrito en
colaboración con Adolfo de Miguel y publicado en Madrid, en 1935, y otro
que publicó poco antes de morir, en 1957, en la Revista de Occidente, un
ensayo sobre Canto, baile y músicos españoles, curioso y
misceláneo librito lleno de noticias, historia, erudiciones y visiones
personales sobre la música y el folklor, la poesía popular y las formas
cultas del mismo.
Estos, con los poemas que dejó inéditos y que publicara La Veleta,
son todo su corpus bibliográfico.
Pero aún no hemos hablado de poesía. ¿Cómo es? Mínima, diríamos,
mínima y lírica, florecillas de un camino, de una pradera; y mínima no
en lo que tenga de pequeño o de segundo orden, sino en lo que tiene de
sincera confesión, pulsada únicamente en los trastes de la emoción. Y
esa es la norma de toda su obra. Hay en ella evolución, desde luego, pero
no altibajos.
Es, digámoslo ya de una vez, un poeta machadiano, desde luego, pero eso
no lo explicaría todo, aunque nos explique la razón por la cual su voz
no llegó a oírse, ni siquiera contando con altavoces formidables como lo
fueran Diego o Larrea.
A Herrero le desplazó su voz en el torbellino vanguardista (Diego, por
ejemplo, apoyaría en la época de Carmen a poetas vanguardistas y
más jóvenes que el propio Bernabé Herrero, como Piñer y Basilio
Fernández, inéditos hasta la fecha, en tanto que jamás publicó nada de
Bernabé, que ya había dado a la luz dos libros de poemas; en cuanto a
Larrea, tampoco le invitó a que colaborase en su Favorables París
Poemas. Lo dicho, Bernabé era, poéticamente, el pariente pobre
que compromete una reputación social. Y no olvidemos, por otra parte, que
el epistolario que conservamos de ambos con Herrero no es precisamente
circunstancial, sino muy numeroso y significativo). Bemabé al recluirse
en el carmelo de esos doscientos ejemplares con que limitó la tirada de
todos sus libros, debía saber su condición anacrónico. Ni quería
molestar a nadie, y menos a sus amigos, ni perjudicarles, diríamos, en su
carrera vanguardista. Tampoco les pidió nunca que le ayudaran, porque
sabía que en medio de la voz decorativa de Diego o Larrea, su voz era
demasiado elemental, y podríamos decir que cuando Bernabé Herrero decía
de Antonio Machado que tenía un "verbo llano sin trino y sin
arpegio", estaba refiriéndose también a sí mismo.
Desde el primer momento las constantes de su poesía fueron claras: una
voz sencilla y misteriosa, sin trino y sin arpegio, un sentimiento hondo
del paisaje, de las viejas ciudades en las que ha vivido, un eco de la
poesía tradicional, romances, canciones de corro y, si acaso, el guiño a
la modernidad barroca de unas décimas que en él suenan como melodía de
una vihuela, no como el acorde, también maravilloso, de Stravinsky.
Si a alguien cabría llamar un poeta impresionista es a él. La mayor
parte de sus poemas, y sobre todo los que escribió en el exilio, no son
sino estampas líricas de los lugares por los que pasó o en los que
vivio, parajes pintorescos, jardines públicos, rincones silenciosos. Y en
ellos la persecución de una equivalencia, la de su alma, que encuentra en
la belleza el modo de curarse "de la impiedad, la hiel y la
negrura".
Yo creo que Herrero es a la poesía lo que uno de esos aficionados
espontáneos a la pintura, la cual cultivan para sí mismos con entrega y
honradez, sin preocuparse demasiado de los ecos, atentos sólo a las
voces, uno de esos artistas a los que despectivamente hemos llamado, a
veces muy a la ligera, domingueros. Sí, Herrero es un poeta dominguero en
lo mejor que puede tener esta expresión: es un poeta casi feliz,
entregado al ministerio de celebrar, en las aguas turbias del exilio, los
remansos eternos de la belleza, la primavera, la amistad, siempre en sus
tramos romanceados, en sus rondas, en los endecasílabos prístinos. Son
emociones del momento, del natural, arrancadas a un instante demasiado
fugaz, como el acuarelista ambulante. "Al irme a Bordeaux, una
mañana de junio. 1939", anota al final de un soneto, para darnos a
entender que su disposición de escuchar a su modesta musa era completa.
En un soneto de Letrillas Castellanas, que dedicaba a Jorge
Guillén, Bernabé nos confiesa su sueño:
Quiero vivir aquí. Nada más quiero
este infinito azul que me acompañe.
Quiero que mi alma - triste ya se bañe
en las sonoras márgenes del Duero.
Quiero sólo la luz, la línea
invicta
de la llanura que se van tan lejos.
Sólo quieren mis ojos tus espejos,
agua que tiernas efusiones dicta.
Y llegado el caer, que tú me
ampares,
caridad de los olmos ribereños,
testigos de recónditos azares.
Olmos verdes en vegas amarillas.
Cuánto sabéis de enamorados sueños
tejidos en la paz de las orillas!
Un poeta orillado, sí, primero por la
vanguardia, luego por la guerra, finalmente por el exilio, ahora por el
olvido. Pero todos los poetas lo son. Podría haber escrito aquel verso
que Juan Ramón dejó en su colina meridiana: "Quedarme en las
orillas es mi sino". ¿No nace también la poesía de un
orillamiento?.
©
Andrés Trapiello
Madrid, primavera de 1999
Del libro colectivo OSCURA De los más raros, Editorial Xordica.
(Publicado en ABANCO/COSAS DE SORIA, Nº 37)
José
Tudela
Andrés
Trapiello en Cervantes Virtual
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